Ante cada situación que afrontamos, los seres humanos experimentamos el momento desde distintos estratos de presencia (sensorial, emocional, sentimental, intuitivo, racional) y cada uno de ellos nos da información fundamental acerca de nuestra experiencia de vivir, aunque casi siempre los ignoramos, rechazando conocimiento muy valioso acerca de lo que nos pasa, convencidos de que la existencia se gestiona exclusivamente a partir de nuestro pensamiento racional.
En el segundo episodio del podcast “Más allá de lo evidente”, el tema que abordamos fue: ¿Por qué pensamos como pensamos? Pero, ¿a qué se refiere esta pregunta tan abierta?1
No pretendo meterme en los terrenos de la neurociencia o del neuromarketing, que han alcanzado niveles de especialización sorprendentes acerca de lo que ocurre con nuestro cerebro ante cada estímulo que recibimos. Tampoco pretendo ponerme esotérico hablando de dimensiones subjetivas de nuestro ser. El punto, de la manera más simple que se me ocurre, consiste en hablar de la experiencia de estar vivos y la manera, no siempre demasiado plena en cómo lo experimentamos.
Déjame plantearlo así: ante cada acontecimiento los seres humanos poseemos diferentes niveles o estratos de presencia que están constituidos por nuestros sentidos físicos que nos permiten percibir la realidad externa. Estamos equipados también con una amplia gama de emociones que nos ayudan a categorizar cada experiencia. Poseemos sentimientos que se forman a partir de los vínculos sostenidos con situaciones o personas, que interpretamos como emociones complejas que, lejos de cambiar constantemente como ocurre con nuestros estados de ánimo, suelen perdurar convirtiéndose en la piedra Rosetta de nuestras relaciones interpersonales. Podemos acceder también a la intuición, que podríamos definir como patrones internos de decisión que escapan a la racionalidad humana, pero que sin duda, aun sin tener claro por qué, nos llevan a inclinarnos hacia una acción en vez de otra.
Nos mueve la enorme alforja llena de creencias que podemos llamar también “representaciones del mundo”; se trata de memorias y conclusiones de lo que pensamos acerca de las cosas. Todos tenemos una imagen mental del amor, de la amistad, del trabajo y así, conclusiones predeterminadas acerca de cada aspecto de la vida, que si bien no tenemos claro de donde vinieron o cómo llegaron a instalarse de ese modo, lo cierto es que cada una de esas definiciones a priori –que también podemos llamar prejuicios– son determinantes para saber cómo entendemos nuestra experiencia de estar vivos.
Y por supuesto tenemos la capacidad de razonar, de fundamentar, de articular deducciones y análisis, ver pros y contras de cada situación y, aparentemente, decidir en consecuencia. El asunto es que todos los estratos anteriores, que no siempre tenemos presentes y que poco o ningún control tenemos sobre ellos, actúan de forma conjunta y simultánea, cada uno desde su nivel, desde su propio efecto sobre nuestra experiencia en cada evento que vivimos e influyen de manera determinante en cada decisión que tomamos.
Cada uno de esos estratos “piensa” a su manera y generalmente actúa sin que nuestra razón los controle. Cada uno de esos niveles de percepción posee desde su ámbito –y de hecho manifiesta– una gran cantidad de información bajo su propio código y no siempre es fácil traducirla al ”lenguaje” de las demás y mucho menos articular todos esos estratos en una sola experiencia coherente y consciente. Lo ideal sería poder reconocer cada uno de ellos para diferenciarlo primero y después integrarlo a nuestra experiencia consciente y decidir desde ahí.
Hay que ser cuidadosos al racionalizar el cuerpo o las emociones para que traduzcan lo más fielmente posible lo que dice la fuente original y no lo que la razón quiere o supone que nos quieren decir.
Muchas veces sobrevaloramos la razón y tratamos de encontrar respuesta a todo “pensando”, pero quizá hay momentos en que es más útil aceptar lo que nos dicen los demás estratos de nuestra presencia, ya sea desde el ámbito sensorial, emocional, sentimental o intuitivo.
Y no se trata de nada nuevo, sino de tomar consciencia de lo que ya nos ocurre. De hecho, la gente de neuromaketing lo sabe bien y lo aprovecha al máximo diseñando complejas estrategias con el propósito de venderle a nuestras emociones, que nos hacen reaccionar y luego, haciéndonos creer que hemos decidido desde nuestra racionalidad.
En las grandes decisiones existenciales (tomar o no un trabajo, formar una pareja, cambiar de lugar de residencia) tendríamos que buscar implicar cada uno de esos niveles, porque sería la manera más completa de tener un panorama más amplio y profundo de lo que de verdad pensamos acerca de una situación dada.
Por ejemplo: un individuo se enamora. Una vez que esto ocurrió y que ha decidido tomar una decisión existencial al respecto, como sería irse a vivir con esa persona, no basta el mero deseo que emerge del enamoramiento para saber si es una buena decisión y, en su caso, cómo llevarla a cabo. Para acercarse a saberlo, lo ideal sería involucrar todas las demás facultades.
Sería básico tomar en cuenta cómo se siente en lo emocional, en lo sentimental, en lo sensorial, en lo intuitivo; tener muy claro qué prejuicios a favor y encontra que tiene acerca de la vida en común, pero también considerar racionalmente qué ocurrirá con su vida en lo económico, en lo familiar, en su relación con sus amigos; definir si se desea mutuamente tener hijos o no tenerlos, en qué zona de la ciudad vivirían, en fin, dar un panorama a todas las expectativas posibles.
Una vez hecho este recorrido es posible, de forma consciente, desde luego, darle más peso a una dimensión que a otra, según el caso, pero la posibilidad de tomar en cuenta todos los estratos de la decisión nos permite enfrentarla –incluso las partes menos convenientes– de forma más consciente y completa.
1 https://youtu.be/fFJWV5E9quQ
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