Autor: José Ángel López Jiménez Profesor de Derecho Internacional Público, Universidad Pontificia Comillas
Cuando un acontecimiento tan relevante como el fallecimiento en prisión de Alekséi Navalny parece la crónica de una muerte anunciada y, además, concita la práctica unanimidad entre los principales dirigentes políticos de la comunidad internacional apuntando hacia el Kremlin como autor intelectual, se está reflejando de forma clara y concisa la caracterización del régimen de Vladimir Putin.
No hay presunción de inocencia, ni margen para las muertes derivadas de causas naturales. La deriva autoritaria arrancó de manera evidente con las reformas constitucionales del año 2020 en Rusia, en plena pandemia de la covid-19. La posibilidad de reelección de Putin quedaba garantizada eliminando la limitación de los mandatos presidenciales. Ya solo había que “controlar” a la oposición.
El 20 de agosto de 2020 Navalny fue envenenado con novichok cuando había pasado por diversas etapas de notoriedad política tras su intento de candidatura en las elecciones presidenciales del año 2018.
Cuando Navalny desafió todos los riesgos que comportaba el regreso a su país en enero de 2021, tras el periodo de recuperación de su salud en Alemania, se desataba un enfrentamiento con Putin del que no podía salir airoso.
Pero además, su detención inmediata, sus procesos judiciales y sus más de dos años en prisión evidenciaron la represión del Kremlin, la precaria situación de los derechos humanos en Rusia, las derivadas políticas del caso y sus consecuencias diplomáticas.
Pocos podían pensar que las sanciones aplicadas desde la UE contra Rusia, que extendían las iniciadas como consecuencia de la anexión ilegal de Crimea en el año 2014, serían el preludio de las que se aprobarían un año después tras el inicio de la agresión a gran escala de Ucrania.
Putin ya tenía probablemente en mente esta “operación militar especial” cuando se produjo el inicio del periplo penitenciario de Navalny. La represión interna que garantizase el apoyo a la guerra sin fisuras no se ponía en marcha en ese momento –porque hace años que es consustancial con el régimen autoritario creado por Putin para blindarse políticamente– pero se intensificaba notablemente contra cualquier muestra de disidencia, al más puro estilo soviético.
Precedentes
Las numerosas muertes de disidentes políticos, cuya característica común es la crítica al régimen de Putin, hace tiempo que parece que dejaron de ser casuales (fallos cardiacos, precipitaciones desde ventanas y terrazas, accidentes de coche o de avión) para ser causales (asesinatos por disparos, atentados o envenenamientos).
El desfile de nombres y cargos es muy numeroso. Algunos muy conocidos, como el de la periodista Anna Politkovskaya, que denunció las atrocidades cometidas en Chechenia y cuyo caso fue sentenciado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como de inacción del Estado ruso en la investigación de su asesinato.
Boris Nemtsov fue uno de los más activos opositores de Putin hasta su asesinato al pie del Kremlin, en el año 2015, la noche anterior a la convocatoria de una manifestación contra el intervencionismo ruso en los distritos orientales de Ucrania. Desde los casos más lejanos (Seguéi Yushenkov, Litvinenko o Estemirova) hasta los más recientes (Prigozhin y la cúpula de Wagner y Navalny), la lista de desaparecidos (periodistas, políticos, abogados o defensores de los derechos humanos dispuestos a criticar a Putin y su sistema represivo) es interminable.
¿Por qué Navalny y por qué ahora?
Navalny era más molesto encarcelado que desaparecido. Es un cálculo que solo el tiempo habría refrendado o invalidado. Sin embargo, la coincidencia de su muerte con el inicio de la Conferencia de Seguridad de Múnich supone un mensaje directo de asertividad a las potencias occidentales: Putin no va a ceder en sus pretensiones actuales sobre Ucrania, y la presencia de Yulia (su ya viuda) en el evento proponía un escaparate global inmejorable.
Hay que recordar que Putin protagonizó este mismo escenario en el año 2007, lanzando una serie de mensajes que se concretaron en 2008 en Georgia (Osetia del sur y Abjasia), así como en 2014 y 2022 en Ucrania.
En segundo término, en un mes se celebran elecciones presidenciales en Rusia. No hay candidatos abiertamente disidentes con Putin ni contra la guerra de agresión en Ucrania. Exilio, cárcel, desaparición o imposibilidad legal por supuestos defectos formales en las candidaturas han laminado cualquier atisbo de oposición. Los ejemplos de Kará-Murzá o Nadezdhin son los más representativos.
Mensaje en clave doméstica: el régimen no tolera ni las críticas, ni la alternancia en el poder.
Constatación de una realidad
La desaparición de Navalny significa, de manera simultánea, una metáfora y una nueva confirmación de Rusia como un Estado autoritario. La lucha contra Putin y lo que representa convirtió a Navalny en un símbolo de la libertad de la que carecía; un ejemplo tan válido para el, como para el conjunto del pueblo ruso.
La contestación desde la sociedad civil se ha convertido en un ejercicio de auténtico heroísmo. Libertades tan básicas como la de expresión, reunión o asociación son inexistentes, como denuncian los últimos informes sobre Rusia de Amnistía Internacional.
La situación de los derechos humanos expone a la población rusa a una vulnerabilidad extrema, toda vez que este Estado ya no pertenece al Consejo de Europa, ni se somete a la jurisdicción de su Corte, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Su membresía en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha sido suspendida.
Cabe recordar, igualmente, la orden dictada contra Putin por la Fiscalía de la Corte Penal Internacional por la desaparición de menores ucranianos desde el inicio de la agresión, que limita su movilidad fuera del territorio ruso. Así como las reformas introducidas en el Código Penal de Rusia que permiten un margen de actuación casi ilimitado contra cualquier atisbo de crítica. Las organizaciones no gubernamentales y los defensores de los derechos humanos están en el objetivo persecutorio del Kremlin.
Por último, el derecho internacional ha quedado constitucionalmente supeditado al derecho interno desde el año 2020. En definitiva, todo esto confirma y constata a Rusia como un Estado autoritario en un proceso de deriva radicalizada que perfila a Putin como un autócrata.
Consecuencias
La muerte de Navalny en prisión, por acción u omisión, proyecta un mensaje claro: Putin no va a ceder en su pulso ante la comunidad internacional, ni desde la perspectiva doméstica. La cohesión interna del régimen se ha conseguido vía coerción (social, política, militar) en una sociedad en la que cualquier disensión se paga con la vida, con el exilio o con la prisión.
Las elecciones presidenciales del próximo mes de marzo prolongarán el mandato de Putin hasta el año 2030. La deriva bélica en Ucrania empieza a ser muy negativa para Ucrania, privada de la intensidad inicial de la ayuda económica y militar occidental.
Además, el fortalecimiento de alianzas estratégicas, como la ampliación de los BRICS a su formato BRICS+, con la incorporación de Estados abiertamente contrarios a la defensa del derecho internacional de los derechos humanos, incorpora aliados a Rusia que comparten su carácter autoritario.
La renuncia a un mundo reglado normativamente amenaza con convertir a Navalny en un episodio más de una larga cadena que continuará, dentro y fuera de Rusia. Véase, por ejemplo, la orden de búsqueda y captura que el Kremlin ha dictado contra la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas.
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