¿Por qué algunos países alcanzan éxito mientras otros están destinados al fracaso, la injusticia, la pobreza, la desigualdad y el subdesarrollo? ¿Por qué en México existen tantos millones de pobres, siendo un país tan rico?
Intentaré ilustrar mi punto con una comparación odiosa. En 1862, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Ley Ferroviaria del Pacífico para conectar por ferrocarril las dos costas, es decir, la atlántica y la pacífica. Muchos pensaban que era una empresa imposible, pues la Sierra Nevada parecía un obstáculo insuperable para la tecnología de aquel entonces. Y además estaban en plena Guerra Civil. Lincoln apoyó el proyecto y los trabajos iniciaron, no con mano de obra esclava, como algún detractor de los Estados Unidos erróneamente imaginaría, sino con el trabajo de miles de obreros bien pagados. En 1869 los Estados Unidos lograron conectar Boston, en la costa este, con la entonces pequeña ciudad de Sacramento, en California, y lo hicieron en 83 meses, es decir, en menos de siete años. Entre Boston y Sacramento hay 4841 kilómetros.
Y aquí viene la comparación odiosa. En 2012, el presidente Peña Nieto anunció la construcción de un tren interurbano de 57.7 kilómetros que uniría la Ciudad de México con Toluca. Los trabajos empezaron en julio de 2014 (en unos meses se cumplirán siete años) y es la hora en que sigue inconcluso el maldito tren. Mientras que los estadounidenses, hace más de siglo y medio, lograron una proeza mundial con una tecnología arcaica uniendo sus dos costas a través del ferrocarril, todo en menos de siete años, aquí en México, con la tecnología actual no podemos ni siquiera terminar un desgraciado trenecito –perdone usted la expresión– de menos de 60 kilómetros. Esa es la realidad y nadie puede controvertirla. Ni el gobierno de Peña ni el de Obrador han sido capaces de terminar y poner en funcionamiento ese tren.
Otra comparación odiosa: hasta antes de 1970, Noruega era un país limitado y, en muchos sentidos, atrasado, si se comparaba con el Reino Unido, la República Federal Alemana o Francia. En los años 70’s se descubrieron grandes yacimientos de petróleo y eso catapultó su desarrollo. Para los noruegos, hallar petróleo fue una bendición, pues pudieron financiar en gran medida el Estado de Bienestar que hoy es ejemplo en el mundo. Y aquí viene de nuevo la comparación odiosa: para México, tener petróleo ha sido más una maldición que un beneficio. Desde los años 70’s a la fecha hemos descubierto tantos yacimientos como los noruegos, pero en lugar de que ese recurso fuera el detonador de un desarrollo sin precedentes, aquí fue fuente de pobreza. Sí, de pobreza, aunque usted no lo crea, porque nuestra empresa petrolera ha quebrado varias veces, y en sus quiebras se ha cargado al país entero. Recuerde usted los años de López Portillo (los dorados 70’s), quien decía que había que prepararnos para administrar la abundancia. Ya sabe usted el resto de la historia.
Parece, pues, que el petróleo ha sido más una maldición. Es como si alguien ganara el premio mayor y con esa riqueza nueva se destruyera a sí mismo y todo a su alrededor. Más le valdría no haber ganado nada. Esto no puede definirse de otra manera más que como estupidez. El ejemplo clarísimo, además de nosotros, es Venezuela, que debería ser un Estado de Bienestar mucho más rico e igualitario que Noruega. Pero no. Si el petróleo ha sido más una maldición, se debe en gran medida a la astracanada y torpeza de gobiernos y funcionarios, quienes, más que resolver problemas, han sido expertos en crearlos. Nadie como ellos para estropearlo todo.
A diferencia de los países exitosos, que tienen esquemas económicos y políticos incluyentes y que son menos corruptos –explican Acemoglu y Robinson, profesores del MIT, en “Why nations fail. The origins of power, prosperity and poverty”–, los países que fracasan, como México, Honduras, Brasil o Argentina, tienen esquemas que solo benefician a las élites. Piense usted en Bill Gates o Jeff Bezos (para usar el ejemplo de Acemoglu y Robinson), cuyos productos y empresas hacen la vida más fácil a millones de americanos: a cambio de eso, Gates y Bezos se convierten en dos de los hombres más ricos del mundo (no es que sean hermanas de la caridad, van por el dinero, pero lo hacen productivamente, dando un valor añadido a millones de personas y creando cientos de miles de empleos bien remunerados). Ahora piense usted en las privatizaciones de los años 90 en México: solo una élite se benefició: el gobierno repartió a la élite empresarial la riqueza a cambio de jugosas propinas, y lo hizo de un modo excluyente, es decir, sin beneficio para millones de mexicanos, y con ello agudizó, de manera quizá irreversible, la pobreza y la desigualdad que hoy nos aquejan.
Por eso México no puede ser exitoso: modelo político-económico excluyente, corrupción galopante, estupidez personal de gobiernos y funcionarios, falta de transparencia y de democracia… Y por si todo esto fuera poco, tenemos además otra desventaja, quizá más terrible y nociva: el presidencialismo. Aplique un coctel así en Noruega y quedará destruida en menos de una década.
El presidencialismo mexicano ha permitido que una persona sea capaz de imponer su torpeza a todo el país, por su puesto, destruyéndolo. Para hablar solo de los últimos 50 años, piense en todas las barbaridades que se les ocurrieron a Echeverría, López Portillo, De la Madrid, Salinas y Zedillo, y en todo el daño que causaron. Ellos contaron con la anuencia dócil y servil de un Congreso dominado por el PRI. Pero desde 1997 ningún partido tuvo la mayoría necesaria para imponerse en el Congreso, de modo que fue necesario el consenso. Pero el consenso no evitó que siguieran ocurriendo cosas terribles. Piense usted en Fox, en Calderón, en Peña. La alternancia no garantizó absolutamente nada. Y ahora, la mayoría de los mexicanos, sintiendo repulsión ante la corrupción e injusticia del pasado reciente, ha conferido un temible y peligroso poder a un salvador. Así las cosas, la situación de hoy es muy similar a la que existía en la década de 1970: un presidente-caudillo, carismático, concentrando cada vez más poder, teniendo al Congreso de la Unión como comparsa, y una oposición débil e inoperante que no acaba de entender lo que está sucediendo. Parece que no aprendemos las lecciones de la historia: estamos atrapados en un ominoso círculo vicioso que dura 50 años, ¡y estamos empezando otra vez!
No quiero ser ave de mal agüero, pero si no entendemos que el presidencialismo mexicano ha sido nocivo siempre, y mientras no pensemos en una nueva forma de constituirnos, nunca saldremos adelante. El presidencialismo ha destruido al país una y otra vez. Si estamos esperanzados en que ahora no, en que este presidente sí será el bueno, podríamos acabar frustrados –ojalá que no y que todo salga la mar de bien–. No puede haber un presidente bueno porque el presidencialismo mexicano es por naturaleza malo, corruptor, destructor y estulto. En el momento en que alguien se convierte en presidente, en ese momento lo perdemos y desde ese momento pasa a la historia como un personaje siniestro, corrupto y vergonzoso; no hay excepciones. La única solución es erradicar el sistema. Entiendo las dificultades y los retos que implicaría el parlamentarismo, pero, créame usted, cualquier cosa sería mejor que el presidencialismo mexicano.
Y aquí la última comparación odiosa: un tipo repulsivo, racista, abusivo y destructor como Donald Trump envileció la presidencia de los Estados Unidos. Empero, la fortaleza de los poderes e instituciones impidieron que el daño, que fue enorme, fuera irreparable e irreversible. Por nefasto que fue, Trump no pudo destruir la democracia ni pudo convertirse en dictador. Por criticada que sea la democracia estadounidense, las instituciones fueron capaces de conjurar el peligro del fascismo. En cambio, la historia mexicana revela que, una y otra vez, las instituciones han sido más débiles que la persona del presidente, y eso explica mucho nuestras desgracias.
Desde luego, tratar de explicar el fracaso de México en menos de 1500 palabras es una tarea imposible. Falta considerar la parte de responsabilidad que nos toca a todos los ciudadanos, que es mucha: con una ciudadanía y un pueblo como el nuestro es imposible tener un gobierno y unas instituciones como las de Finlandia, por mucho que duela admitirlo. Así de simple. En este artículo solo he esbozado algunas razones que explican nuestro fracaso. Pero, como siempre, usted tiene la mejor opinión y la última palabra.
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