“Pienso, por lo tanto existo” como origen y fundamento de la disociación del Yo

–“Para investigar la verdad es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas”. René Descartes (1596-1650).

19 de agosto, 2022 textos de juan carlos aldir

Descartes encontró una manera de superar tanto el escepticismo como las limitantes religiosas, construyendo una teoría del conocimiento que significara una base sólida sobre la que pudiera asentarse el saber humano: ese que piensa existe necesariamente, como dice su famoso axioma “cogito ergo sum”: ya que estoy pensando, quiere decir que existo. 

La disociación expuesta en el artículo anterior entre, por un lado el “Yo que piensa” y por el otro el cuerpo, las emociones, las sensaciones, los impulsos, etc., no es producto del azar ni surgió de manera espontánea. Emerge como consecuencia de un proceso de desarrollo de la razón humana y que es posible apreciar de manera muy clara en su aspecto conceptual a partir del trabajo de René Descartes, que llega a su clímax con su célebre axioma: cogito ergo sum y que solemos traducir como “pienso, luego existo”, con la cual, sin saberlo, fundó la modernidad y dio origen al concepto de individuo que hoy nos rige.

Lo primero es hablar un poco del contexto. René Descartes, nacido en Francia en 1596, fue un brillantísimo físico y matemático, pero que vivió en una época caracterizada por una crisis profunda donde, por un lado comenzaban los grandes avances de la ciencia. 

No olvidemos que Copérnico (1473-1543), quien formuló la teoría heliocéntrica del sistema solar,  fue un poco anterior a Descartes y que entre sus contemporáneos había científicos de la talla de Johannes Kepler (1571-1630) –quien descubrió las leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol– y Galileo Galilei (1564-1642) –quien, además de hacer mejoras sensibles al telescopio, es considerado el padre de la astronomía moderna.

   Esa provocativa efervescencia en la ciencia y la técnica de la época, se conjugó con la decadencia del dogma religioso como núcleo de todo conocimiento válido y verdadero. A partir del Renacimiento, de lo que se trataba era de descubrir de manera empírica y metodológica el funcionamiento de la naturaleza, con lo cual el dogma y las explicaciones teológicas para los fenómenos naturales perdió vigencia, al mismo tiempo que el poder fáctico de la Iglesia a lo largo y ancho de Europa intentaba imponerse en aras de no no perder la hegemonía.  

Esto, el territorio del conocimiento y la investigación fue un campo de batalla encarnizado entre quienes defendían la ciencia y el desarrollo de sus propias metodologías y quienes pretendían salvar al dogma invalidando los nuevos descubrimientos. Esta lucha dio como resultado una atomización de posturas tan contrarias y exacerbadas que buena parte de los intelectuales de la época terminaron sumergidos, o bien en el relativismo extremo o en el escepticismo radical. 

En resumen, para efectos prácticos no había manera de saber a ciencia cierta qué era verdad y qué no. Cuál era una fuente válida de conocimiento y cuál no lo era. ¿Valían igual las conclusiones alcanzadas como consecuencia de una intuición o de una epifanía que las de una medición matemática? ¿Cuestionar el saber adquirido mediante la fe era un desafío a la divinidad?

Hoy toda esta discusión podría parecer baladí, pero es indispensable tratar de entender el grado de incertidumbre y confusión que produce un escenario semejante en pleno nacimiento de la ciencia ocidental.

En ese orden de ideas, Descartes se propuso encontrar una manera de superar tanto el escepticismo como las limitantes religiosas, sin romper con su propia fe. Se trataba de construir una teoría del conocimiento que significara una base sólida sobre la que pudiera asentarse el conocimiento humano sin entrar en conflicto con Dios y su creación. 

Su manera de buscar ese fundamento consistió en cuestionarlo todo, y hacerlo de tal modo que se negara a aceptar como conocimiento verdadero cualquier cosa, cualquier afirmación, que tuviera la mínima posibilidad de ser falsa. Pero entre más profundizaba en esa duda sistemática se encontró con que podía dudarse prácticamente de todo… incluso los sentidos podían engañarlo.  

En su Segunda Meditación Metafísica parte de que todo lo que ve es falso. Y afirma: “¿Qué será entonces lo que podrá ser considerado verdadero? Tal vez únicamente que en el mundo no hay nada cierto1”.

Esta afirmación cartesiana posee el inconveniente de que, en el caso de ser verdadera, sería al mismo tiempo inevitablemente falsa. Es decir, que si nada puede “ser considerado verdadero”, tampoco lo sería la afirmación de que “no hay nada cierto”. Pero aún así, llegaría a la misma conclusión a la que llegó, y así lo expresa: “Me he persuadido, empero, de que no había absolutamente nada en el mundo, de que no había cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpo alguno; pero entonces ¿no me he persuadido también de que yo no era? Ciertamente no; sin duda que yo era, si me he persuadido, o sólo si yo he pensado algo. […] De manera que después de haberlo pensado bien, y de haber examinado con cuidado todas las cosas, hay que llegar a concluir y a tener como firme que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera cada vez que la pronuncie, o que la conciba en mi espíritu2”. 

Puesto que hay alguien que está pensando que todo puede ser falso, ese alguien que piensa debe existir necesariamente. Concluye entonces que la existencia de ese que piensa es imposible de negar. Y eso es justo lo que quiere decir con su famoso axioma “cogito ergo sum”: ya que estoy pensando, quiere decir que existo. Por fin Descartes ha encontrado ese fundamento básico que servirá como cimiento de todo su sistema de pensamiento, y que de paso como semilla para la Modernidad y para el concepto de individuo. 

Ahora por fin sabe que es, pero no sabe aún qué es. Aunque habrá de inferirlo un poco más adelante: “Pero entonces, ¿qué soy? Una cosa que piensa3”. Una cosa que piensa, que duda, que concibe, que afirma, que niega, que imagina, pero también una cosa que siente. 

Posteriormente, en la segunda parte del Discurso del método 4, Descartes propone dividir el objeto a investigar en tantas partes como sea posible y abordarlo de lo más simple a lo más complejo. Al mundo no lo conocemos porque formemos parte de él, porque lo veamos y lo sintamos, puesto que todo eso puede ser un engaño. Al mundo lo conocemos porque lo podemos pensar, entender. A partir de la visión de Descartes el ser humano se convierte en observador y el mundo exterior en objeto de observación. Mientras que nosotros empezamos a entendernos más plenamente que nunca desde la primera persona –yo soy, yo existo– al mundo exterior lo comprendemos desde la tercera persona, desde la distancia del observador que analiza, estudia, comprueba. Nuestra existencia se configura a partir de nuestra capacidad de razonar, de observar, de entender, de cuestionar.

Los objetos separados del Yo son susceptibles de ser observados y estudiados desde la distancia del observador que analiza, estudia y comprueba. Entonces, mientras Nuestro Yo se configura a partir de nuestra capacidad de razonar, de observar, de entender, de cuestionar, todo lo que no sea Yo, es un objeto separado. 

No hay forma de exagerar la importancia de esta comprensión como la semilla del Yo individual que hoy conocemos. El problema es que esto ha tenido precios por pagar. Uno de ellos es que el cuerpo haya terminado por convertirse en un objeto disociado de ese Yo que piensa del mismo modo que la separación entre Naturaleza y Cultura, de la que hablaremos en la próxima entrega. 

 

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1 Descartes, René, Descartes II. Meditaciones Metafísicas. Conversaciones con Burman. Correspondencia con Isabel de Bohemia, España, Gredos, 2014, Pág. 18.

2 Íbidem, Pág. 19.

Descartes, René, Descartes II. Meditaciones Metafísicas. Conversaciones con Burman. Correspondencia con Isabel de Bohemia, España, Gredos, 2014, Pág. 19.

3 Íbidem, Pág. 21.

Descartes, René, Descartes II. Meditaciones Metafísicas. Conversaciones con Burman. Correspondencia con Isabel de Bohemia, España, Gredos, 2014, Pág. 21.

4 Descartes René, Discurso del Método, Quinta Reimpresión, España, Alianza, 2006, Págs. 117.

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