Para muchos la intuición es una voz simple y verdadera, que sale del fondo de nuestra alma y que siempre nos dice lo que es mejor para nosotros. Pero yo me pregunto, lo mejor para nosotros ¿en tanto qué? ¿En lo profesional? ¿En lo afectivo? ¿En lo relacional? ¿En lo económico? ¿En lo académico? ¿Qué ocurre cuando dos de estos roles se contradicen?
Durante la parte de mi vida que fui católico practicante, observar los acontecimientos a través de los lentes de la religión me hacía “recibir” intuiciones que en su momento fueron significativas, pero siempre envueltas, traducidas e interpretadas en, desde y para retroalimentar mi creencia profunda. En ese momento podía afirmar sin que me temblara la garganta que era Dios mismo quien me hablaba a partir de las intuiciones y las casualidades. Una vez que perdí la fe, dichos impulsos continuaron fluyendo pero provenían de otros lugares y los alimentaban connotaciones distintas. Por lo pronto ya no los entendía como dictados de un Dios que se preocupaba personalmente por satisfacer mis necesidades y deseos: cambiar de creencia modificó para mí, de forma literal, las motivaciones profundas del devenir del mundo y a partir de entonces comencé a habitar un planeta, no sé si mejor o peor, pero decididamente distinto. Una vez que esta figura omnipotente y paternal desapareció, mi intuición continuó proveyéndome de “saberes” e “impulsos” pero ahora, puesto que ya no era el mismísimo Dios quien me los insuflaba, tenían un origen incierto e indeterminado. Lo cierto es que, más allá de la ineludible reinterpretación que debía hacer de ellos, poseían –y poseen– una utilidad análoga y no perdieron su eficacia.
La intuición entonces, la entiendo como una herramienta fundamental porque, en efecto, aporta impulsos y favorece decisiones que nos reconducen en la dirección correcta y transforman nuestra vida para bien. Sin embargo, es importante diferenciar la auténtica intuición de la que no lo es. Confundir a la intuición con un deseo equivale a caminar a través de un bosque denso con los ojos vendados, atendiendo sólo la voz del miedo y la ansiedad para esquivar los peligros que nos acechan.
La clave está en diferenciar la verdadera voz de la intuición de los incontrolables gritos que dan el coro de voces internas que buscan privilegiar un deseo o una necesidad por encima de las otras.
No parece que haya una metodología universal para reconocer a la auténtica intuición. Cada individuo tiene medios, tonos y matices particulares para expresarse y ha construido su propio iceberg.
Somos seres complejos, que desempeñamos distintos roles en la existencia, que atravesamos estados de ánimo y emocionales cambiantes, que nos transformamos conforme superamos las distintas etapas de la vida y quienes muchas veces abrazamos deseos, proyectos y anhelos que se contraponen entre sí, ¿qué nos lleva a suponer que esa voz tendría que ser siempre sencilla de interpretar?
Para muchos la intuición es una voz simple y verdadera, que sale del fondo de nuestra alma y que siempre nos dice lo que es mejor para nosotros. Pero yo me pregunto, lo mejor para nosotros ¿en tanto qué? ¿En lo profesional? ¿En lo afectivo? ¿En lo relacional? ¿En lo económico? ¿En lo académico? ¿Qué ocurre cuando dos de estos roles se contradicen? Caricaturizando un poco la situación, imaginemos que alguien aspirase a convertirse en un rockstar y dar ciento cincuenta conciertos al año por el mundo entero y al mismo tiempo tener una familia estable y pasar tiempo con sus hijos, su esposa y sus dos mascotas. ¿Qué responde la intuición ante una disyuntiva que confronte esta incongruencia?
Pensemos un ejemplo más aterrizado: a un individuo le ofrecen un ascenso importante en el trabajo. Se trata de un salto significativo en todos los sentidos, desde el reacomodo dentro del organigrama hasta el salario y demás prestaciones laborales; sin embargo, implica estar fuera de casa cuando menos cuatro días por semana y una serie de juntas y reuniones que le absorberán más tiempo del que le lleva ahora.
Una vez que la propuesta formal ha tenido lugar, ya nada es igual, porque incluso rechazar la oferta es una de las dos decisiones posibles. El individuo en cuestión sabe que decida lo que decida, este hecho trastocará todos los ámbitos de su vida. Si dice que no, en espera de una oportunidad mejor, esta puede no llegar nunca y en el futuro lamentarse por no haber tomado el riesgo. Por el otro, si acepta, todos sus vínculos, personales e íntimos, sufrirán cambios. Implicará transformar su dinámica cotidiana para vivir en hoteles, aeropuertos, quizá batallar con el jetlag, sacrificar tiempo de ejercicio, romper su hábitos alimenticios, perderse momentos importantes en la vida de los seres queridos, y un largo etcétera. Sin embargo obtendrá del reconocimiento y la prosperidad económica por la que ha luchado toda su vida.
El individuo en cuestión hace una larga lista de pros y contras que resulta bastante equilibrada, habla con su pareja, con sus hijos y ahora viene la decisión final que sólo ella/él puede tomar: acepta la propuesta o no. ¿Cómo discernir la voz de la intuición auténtica en medio de ese coro enloquecido de clamores que le llenan la cabeza de pensamientos contradictorios?
Aventuro una hipótesis: la intuición de este individuo le dirá lo que ella/él quiere oír. En el fondo, cuando una disyuntiva así se presenta solemos tener nuestro “favorito”, sin estar seguros de si será o no lo mejor, porque en principio, para definir “lo mejor” tendríamos que tener muy clara nuestra jerarquía personal de valores y esto es muy poco frecuente. Todos queremos ser honestos, valientes, libres, justos, etc. Pero qué pasa cuando llevar a cabo un acto libre implica cometer una injusticia. Se necesita determinar cuál pesa más para llevar –o no– a cabo el acto. Desde luego no intento decir que un valor excluya a los demás, se puede ser libre y justo, pero llegado el momento de una disyuntiva, el conflicto precisamente consiste en decidir a cuál de las opciones elegir. Quizá el individuo del ejemplo no tiene claro cuál va primero en su propia escala de valores: la familia o el éxito laboral y económico, pero la intuición, que tiene acceso al iceberg completo, sí lo sabe.
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