La Ilustración europea del siglo XVIII y XIX dejó la sensación de que el mundo estaba en camino de ser conocido y dominado por completo; sin embargo, para 1950 la civilización Occidental había atravesado dos guerras mundiales, experimentó distintos totalitarismos, se enteró del holocausto, sufrió hambrunas y pobreza y comprendió el resigo inminente de una destrucción nuclear. Como respuesta a un mundo en crisis surge el posmodernismo.
La exposición universal de París se celebró entre mayo y octubre de 1889. Además de coincidir con el primer centenario de la toma de la Bastilla, efeméride insignia del inicio de la Revolución Francesa, este evento sirvió como culminación de un largo periodo de progreso y desarrollo colonial, tecnológico y científico pero sobre todo industrial.
A lo largo y ancho de las noventa y seis hectáreas de exposición, además de los edificios emblema del evento, como lo fueron El Palacio de Bellas Artes y Artes Liberales, diseñado por el arquitecto Jean Camille Formigé y El Palais des Industries creación de Joseph Bouvard, podían apreciarse gran variedad de máquinas de vapor y textiles, un amplio catálogo de herramientas agrícolas, la muestra de infinidad de procesos y utensilios para metalurgia, minería, imprenta y encuadernación, espacios dedicados al diseño de muebles, artesanías y artículos de decoración en general y hasta las primeras aplicaciones prácticas de la electricidad, entre muchas otras atracciones musicales, artísticas, pictóricas y arquitectónicas.
La Europa de ese tiempo, a pesar de que algunos países importantes como Alemania, Austria-Hungría, España, Italia, Reino Unido, Rusia o Suecia no enviaron representación, desplegaba ante el mundo su inmenso poderío técnico, económico y colonial que intentaba dejar claro cuál sería el rumbo del mundo civilizado.
El gran símbolo de este evento y de aquel momento histórico no es otro que la Torre Eiffel, construida para ser el arco de entrada a la exposición y que en su momento, con sus trescientos metros de altura, fue la construcción más alta del mundo. En el espíritu de la exposición se asentaba la idea de que no había nada que el ser humano, heredero de la Ilustración, no pudiese conseguir.
Esa era la Europa y ése era el mundo occidental que entraba sin complejos al siglo XX. ¿Quién hubiese imaginado que apenas unas décadas después se tomarían aquellas históricas fotografías de Hitler con la Torre Eiffel a sus espaldas y Europa a sus pies?
Tras la primera mitad del siglo XX quedó claro que la promesa de progreso y desarrollo perpetuo era falsa. La mera existencia de lugares como Auschwitz dejaba claro que la modernidad se había malogrado o quizá se trató de un espejismo que jamás existió. De un modo u otro había llegado el momento de deconstruir todos esos supuestos grandilocuentes que jamás se materializarían.
El “mito de lo dado”, quizá el pilar fundacional del paradigma moderno, defiende la convicción de que existe una realidad concreta y objetiva esperando a ser descubierta y que es cuestión de tiempo para que el ser humano desvele todos sus secretos. Desde esta perspectiva la subjetividad es un producto de nuestra interacción con ese universo material existente y la única forma razonable de diferenciar lo verdadero de lo que no lo es consiste en contrastar lo que creemos de las cosas con la experiencia empírica y demostrable de los fenómenos u objetos y será siempre este último criterio el que defina la verdad.
Si bien esta visión tiene ventajas, sobre todo como respuesta al dogma de que lo verdadero es una revelación divina, también posee la desventaja de sobredimensionar la capacidad humana para conocer “la Totalidad” y descalificar el universo de subjetividad e interpretación mediante el cual el ser humano se relaciona con aquello que capta del exterior por medio de sus sentidos y a través de sus capacidades de percepción y cognición.
Tras la Ilustración europea del siglo XVIII y XIX, la tendencia de progreso y desarrollo perpetuo del ser humano no parecía tener límites. El mundo estaba en camino de ser conocido y dominado por completo y lo mejor de la civilización humana –entiéndase “cultura y valores europeos”– terminaría por imponerse consiguiendo la unidad y homogeneidad de toda la especie humana en un mundo mejor.
Sin embargo, para 1950 la civilización Occidental había atravesado dos guerras mundiales que dejaron millones de muertos en ambos los bandos, experimentó distintas variedades de totalitarismo cuyos resultados fueron injusticia y vacío político, se enteró con estupefacción del holocausto y otros genocidios, sufrió hambrunas, destrucción y pobreza mientras el consumo en Estados Unidos se disparaba sin medida y comprendió el resigo verosímil y hasta inminente de una destrucción nuclear. El aparente orden político y social, y la supuesta prosperidad económica de la Europa de 1900 era mucho más frágil y endeble de lo que el más pesimista de sus detractores hubiese imaginado.
Es esta realidad histórica la que da lugar al posmodernismo, la gran crisis de los relatos universales, junto la novedosa idea de que todo es percepción y del que hablaremos en las próximas entregas.
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