«Tolero» es una palabra latina que significa «llevar», «sostener», «soportar». Se puede relacionar en algunos sentidos con el más noble aspecto de «resistir» –el cual se conecta con el griego antiguo «ἀνδρεία» (andréia), del cual se originará la palabra «valentía»–. Sin embargo, hay una distinción en los usos semánticos. Para ser valiente, la persona resiste los impulsos del miedo para no sucumbir bajo su influjo1. La clásica definición platónica explica que la persona valiente es aquella que, por medio de una buena educación centrada en virtudes, resiste cualquier embate que el mundo le arroje. En la lengua inglesa, me parece que la palabra «endurance» lo expresa con harta claridad.
«Tolerar», por otro lado, implica un sentido de desgaste, de cansancio y de tener que lidiar o combatir algo. Coloquialmente, cuando alguna situación o la actitud de determinadas personas se torna difícil de llevar, expresamos tal hastío con alguna interjección –¡ay!–, acompañada de un «no lo tolero».
Por mucho tiempo se ha dicho que uno de los pilares de la democracia es la tolerancia. Es más, la tolerancia se suele defender como la actitud básica que se tiene que adoptar frente a la pluralidad de voces que dialogan dentro de una democracia–sana–2. La intuición, al menos en teoría, no está equivocada. Sin embargo, pienso que desde esta idea de «tolerancia» la democracia no puede alcanzar su propósito con plenitud. Pues no deja de cargar con un sentido originario de «soportar».
¿Acaso es la mejor manera de convivir? ¿Tener que tolerarnos? Como si el otro fuese un inconveniente en el día a día. No soy ingenuo, claro que la convivencia diaria representa dificultades y roces llenos de desacuerdo. Es una tendencia natural de nuestra sociabilidad humana. Quizás, el concepto que mejor lo explica es el de la «insociable sociabilidad», el cual se refiere a la «inclinación a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla»3. Pero estas dificultades de convivencia comunitaria –de nuevo, como comentó Kant– ayudan a «cambiar la ruda disposición natural para la diferenciación moral en principios prácticos determinados y, de este modo, también la coincidencia a formar sociedad, patológicamente provocada, en un todo moral»4. En palabras llanas, tal como nos decía nuestra mamá y/o papá, aprendemos a colaborar cuando estamos forzados a confrontar distintas visiones –en muchas ocasiones, antagónicas–.
El problema no carece de méritos. Nos debería importar encontrar une mejor manera de relacionarnos. Esta situación –que no se resuelve en las urnas y que no depende de ningún político o partido– puede ayudar a comprender por qué las y los mexicanos nos hemos alienado con tanta severidad durante los últimos años5. No es la única explicación, pero sí es un factor clave.
Parece que hemos devenido en una cultura donde estar en desacuerdo es sinónimo de ataque. Este es uno de los sesgos culturales más difíciles de enfrentar y, como las recientes elecciones en México demuestran, uno que conlleva grandes impactos. De ambas partes del «pasillo» político hay discursos que rayan en la incomprensión, descalificación y amedrentamiento. Ahí queda, sin mayor diálogo. Aunque hemos de ser «tolerantes», esto no implica que haya algún intento de reconciliar un punto medio. Sólo nos «aguantamos».
Por ello, más que tener que soportarnos, habría que ver cómo nos conectamos. Es decir, cómo nos «integramos». Tal palabra se deriva del latín «integritâs» cuyos posibles significados válidos son: íntegro, reparar, totalidad, renovar –e, incluso, se aceptan los sentidos de– imparcialidad, entero y completo. No se trata de mera palabrería. Aquí encontramos un punto central en la construcción política.
Luis Villoro, durante el tiempo que pasó con las comunidades de autodefensa, vio al prójimo no como alguien a quién tolerar o afrontar, sino cómo una persona igual a mí. Un cambio tan sutil, pero tan sustancial. Pues de esto se trata la democracia. Integrar a todas y todos en el modelo de nación. Así, esta propuesta del Estado plural de Villoro «estaría basado en un poder organizado, desde las comunidades hasta la nación. Tal poder sería la garantía de la realización de nuevos valores contrarios a la modernidad occidental comunidad, integración, diversidad»6. A partir de esta perspectiva, la normativa no sería soportarnos, ni tolerarnos, sino pensar cómo nos conectamos; es decir, cómo encontramos una mesa común para dialogar y construir resultados en conjunto.
Para cerrar esta defensa de la integración por encima de la tolerancia, remito a dos ideas claves. La primera fue ofrecida por los antropólogos de principios del siglo XX. En específico, William Graham Summer, quien explica el «etnocentrismo» como una tendencia de «creer que cada grupo es el centro de todo y todos los demás caen debajo de una escala inferior y están calificados en función de ella»7. Con este concepto, trataron de dar una explicación científica –biológica-social– sobre cómo formamos la idea de «pertenecer». Sin embargo, esta categoría biológica es, precisamente, una noción descriptiva, no normativa ni evaluativa. Forjamos comunidades naturalmente, pero también –a través del pensamiento simbólico– hemos constatado en la experiencia que todos somos iguales en el núcleo. Sufrimos, padecemos y disfrutamos de una cantidad enorme de mismos bienes. Por ello, y remito al segundo concepto, hay que enfocar en cambiar el sistema que impulsa estos sesgos culturales de diferenciación. Como menciona la cita de apertura de este texto, se tiene que cambiar el sistema –el paradigma, la ideología cultural–, no aniquilar a los individuos; se trata de «deshacerse del sistema y así crear un equilibrio moral en la sociedad»8. No hay camino hacia una democracia sana cuando todos nos toleramos. Porque todo tiene un límite y mientras más resistencia exista, mayor será el impacto. Tolerar implica aguantar, más no respetar. Y, si es que queremos construir un mañana justo para todas y todos, tendremos que cambiar el chip. La democracia es el gobierno del diálogo, de la discusión y del acuerdo. La mejor democracia no es la que busque tolerar al otro, si la que busca, realmente, que ninguno quede excluido, ni repudiado del proyecto en común.
1«La conservación de la opinión engendrada por la ley, por medio de la educación, acerca de cuáles y cómo son las cosas temibles». República IV, 429 c. (Platón, República, séptima edición, trad. de Conrado Eggers Lan, Madrid, Gredos, 2008).
2«La tolerancia, agrega el académico, está enmarcada por preceptos como justicia, no violencia, compasión –es decir, que todo el mundo esté libre de sufrimiento–, la creación de comunidad». “Tolerancia, primer paso para construir democracia”, Redacción de Gaceta UNAM, 17 de noviembre de 2022. Disponible en: https://www.gaceta.unam.mx/tolerancia-primer-paso-para-construir-democracia/.
3Kant, Immanuel, Filosofía de la Historia, trad. de Eugenio Ímaz, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, pp. 40 y 41.
4Kant, Immanuel, Filosofía de la Historia… p. 41.
5Lo mismo va para cualquier sociedad humana alrededor del globo terráqueo. Sorprende la noticia con la que amanecimos sobre el triunfo de partidos de ultraderecha en las elecciones de la Unión Europea. Para leer la nota: https://www.forbes.com.mx/partidos-euroescepticos-ganan-en-las-elecciones-de-la-union-europea/.
6Villoro, Luis, Tres retos de la sociedad por venir. Justicia, democracia, pluralidad, México: Siglo Veintiuno Editores, 2017, 0. 74.
7Livingstone Smith, David, Less tan human. Why we demean, enslave and exterminate others, New York: Saint Martin’s Press, 2011, p. 57. La traducción es mía.
8King, Martin Luther Jr., Tengo un sueño: Ensayos, discursos y sermones, trad. de Ramón González Ferris, Madrid: Alianza Editorial, 2020, p 93.
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