La Sincronicidad como parte de la evolución y de la inteligencia subyacente

–“Somos polvo de estrellas reflexionando sobre estrellas”. Carl Sagan (1934-1996), astrónomo estadounidense.

24 de junio, 2022

El concepto sincronicidad implica una inteligencia subyacente, una consciencia cósmica que aporte un orden estructural e interrelación entre los fenómenos.

En caso de que así fuera, la clave estaría en mantener la atención de nuestro propio devenir cotidiano, de tal manera que encontremos sentido y propósito en aquello que nos ocurre. 

Desde hace muchos años hay una pregunta que ronda la cabeza y que cada tanto vuelve a angustiarme: ¿cómo fue posible que la existencia misma del ser humano y su lugar en el planeta sea producto de un accidente cósmico? ¿Cómo pudo ser que la tendencia evolutiva de la que venimos sea, en buena medida, producto del impacto de un meteorito que provocó la extinción del setenta y cinco por ciento de las especies terrestres de entonces –incluyendo a los dinosaurios– y que dio lugar a un nuevo orden bioquímico que facilitó al nacimiento, por ejemplo, de los bosques tropicales que conocemos hoy, así como a las condiciones óptimas para que eventualmente apareciéramos los humanos? ¿De dónde vino esa enorme roca de entre diez y catorce kilómetros de diámetro? ¿Por qué se impactó con la Tierra –dejando un cráter de ciento ochenta kilómetros de largo por veinte de profundidad– en vez de pasar de largo y perderse en la inmensidad del espacio cósmico? ¿Qué significa para los seres humanos que nuestra especie y la configuración actual del planeta se deba a un evento tan fortuito, improbable y de naturaleza exterior al planeta como ese? ¿Se trata de una enorme casualidad o de una sincronicidad de la que debemos extraer sentido y significado? En caso de que así sea, ¿cuál podría ser ese significado? ¿Algo en la naturaleza subyacente del cosmos conspiró para que esto sucediera? ¿Estábamos destinados a aparecer o somos tan solo uno de los millones de accidentes que tienen lugar a lo largo del inconmensurable proceso evolutivo del planeta y del cosmos en general? No hay forma de responder con certeza a ninguna de estas preguntas, ni tampoco a las otras mil que podría formular, pero eso no cambia en nada los hechos: somos producto de un accidente, ya sea este provocado o meramente circunstancial. Quizá la evolución simplemente se despliega de millones de maneras potenciales, de las cuales unas pocas se consolidan, mientras muchísimas otras naufragan o desaparecen sin explicación ni sentido y sin dejar la mínima huella.  

La ciencia moderna, a diferencia de los dogmas esotéricos, tiende a atribuir a la casualidad y al accidente todo aquello que no puede explicarse de manera completa y racional. En términos metodológicos seguramente es lo más correcto; sin embargo, los anhelos, la creatividad, la especulación tanto filosófica, como espiritual y hasta mística crean escenarios entre imaginativos y psíquicos que dan lugar a versiones de lo potencialmente posible que resultan atrayentes y enigmáticas, pero que nos habilitan para crear símbolos y significados que, más allá de su exactitud objetiva, enriquecen el sentido y la complejidad de la experiencia humana. 

Lo cierto es que el concepto de sincronicidad, analizado en el artículo anterior, más allá de su atractivo, implica un orden subyacente; una organización subjetiva intencionada; una dinámica evolutiva que igual que se mueve en dimensiones temporales y espaciales regulares, hace interactuar sus componentes a partir de criterios no lineales, no causales y tampoco casuales, poniendo en relación retazos de la realidad que en primera instancia se antojan separados y sin relación directa entre sí;  una inteligencia cósmica que, sin que necesariamente coincida con los propósitos y las interpretaciones humanas, y aun cuando su tejido resulte imperceptible para nosotros, genera, en caso de que así fuera, un orden estructural que opera con independencia de las leyes de la causalidad que hemos podido conocer hasta nuestro tiempo. 

Quizá una parte de la magia de ser humanos de nuestro tiempo, quizá uno de los motores más dinámicos de nuestra creatividad sea precisamente habitar un universo incierto e insondable, pero hacerlo con los ojos abiertos y el espíritu abierto al aprendizaje. Durante milenios vivimos largas etapas de estabilidad, donde las distintas manifestaciones de civilización humana, ancladas en dogmas y cosmogonías absolutas se imponían y los cambios y desarrollos ocurrían con una lentitud mucho mayor.

Conforme nuestro universo se ha vuelto incierto e inestable, la creatividad y el desarrollo se ha desatado, y de hecho estar libres de dogmas religiosos nos permiten imaginar que estas sincronicidades de las que hemos hablado las últimas semanas forman una compleja red universal de conexión e interdependencia mucho más profunda y vital de lo que podemos ver e incluso intuir.

El universo, que hasta hace unos siglos nos parecía previsible y constante, en realidad es misterioso e insondable. Pero también queda la impresión de que, dentro de lo microscópico que resulta bajo esta mirada una vida individual, estamos en la posibilidad de influir de manera consciente en nuestra experiencia. Esta influencia no parece estar disociada de la posibilidad de interpretar y significar esa realidad entretejida e interconectada que pareciera ser la existencia. La humanidad como especie está habilitada para aprender de las señales, los guiños y los desafíos que pone ante nosotros el devenir, aun a pesar de los misterios que entraña.      

La intuición ha jugado siempre un papel fundamental en la vida de los seres humanos, y para continuar desarrollándolo en estos tiempos de incertidumbre existencial y cósmica lo primero potencial tanto nuestra capacidad de atención como la de observación. Prestar atención a las sincronicidades que nos resuenen y nos inviten al cambio y la transformación puede convertir nuestra vida en una pieza vital mucho más interesante y llena de oportunidades y creatividad. ¿Cómo empezar a jugar con estos mensajes sutiles y efímeros?

Quizá la clave esté en mantener la atención en nuestra propia vida, en nuestro entorno, en nuestro propio devenir cotidiano, de tal manera que seamos capaces de observar lo que nos ocurre con una vocación de sentido y propósito. Es muy probable que si alcanzamos este grado de atención estemos en mejor posibilidad para sacarle provecho a las oportunidades y tomar mejores decisiones en nuestro día a día.

 

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