Los desafíos humanos son cada vez más intrincados y complejos, las variables que intervienen en un mismo fenómeno se multiplican y entrelazan y las consecuencias de nuestras acciones nos ponen en riesgo como especie. Y ante un escenario semejante, buscamos explicaciones simples y soluciones inmediatas o de lo contrario perdemos por completo el interés.
Conforme la sociedad humana avanza en tecnología, comercio, comunicaciones, densidad de población y un larguísimo etcétera, nos sumergimos más y más en una dinámica de complejización paulatina. El problema con esta complejidad creciente en que estamos inmersos consiste en su naturaleza sistémica, donde una inmensa cantidad de variables interactúan, haciendo imposible para el ojo y el entendimiento humano comprenderla a través de los sentidos o del conocimiento inmediato.
Son tantas las variables interdependientes en los sistemas complejos y tan pocos los actos directos que expliquen, influyan o reviertan el estado presente, que tan solo articular un relato coherente, creíble y atractivo, con el que individuo común se identifique y sea movido a la acción, resulta extraordinariamente difícil.
El mejor ejemplo es el cambio climático. Se trata del mayor reto que ha enfrentado la humanidad como especie y, sin embargo, no parece interesar demasiado a nadie. El último antecedente de una posible extinción humana tuvo lugar en el periodo de la Guerra Fría, –en especial entre el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y la caída del Muro de Berlín en 1989– cuando por algunos años se cernió sobre nosotros la amenaza global de la autodestrucción. Pero a diferencia de ese episodio, donde era fácil identificar los bandos en conflicto, las ideologías que defendían cada uno y donde era relativamente obvio que, de desatarse, sería una guerra que perderíamos todos, en la actual crisis climática las causas, consecuencias y medidas a tomar no son tan claras. Y por si fuera poco, lejos de que esta ambigüedad e incertidumbre nos mueva al cambio, en realidad nos produce tedio y desinterés.
Así lo expresa Jonathan Safran Foer, en su libro Podemos salvar el mundo antes de cenar refiriéndose justamente al cambio climático:
“…esta historia no es fácil de contar, la crisis planetaria ha resultado no ser una buena historia. No sólo no consigue transformarnos; ni siquiera consigue interesarnos. […] La crisis planetaria –abstracta y ecléctica como es, lenta como es, y carente de figuras y momentos icónicos– parece imposible de describir de un modo que resulte al mismo tiempo apasionante y verídico1”.
Por milenios nos hemos contado historias maniqueas donde es muy fácil reconocer a los buenos defendiendo las causas justas (siempre nuestro bando) así como a los malos, tiranos e injustos (siempre “los otros”) que buscan quebrantar el orden natural o divino de las cosas. En este tipo de historias el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto aparecen con claridad nítida y por lo tanto es muy fácil tomar partido por el bando “apropiado” y casi siempre resulta obvio lo que debe hacerse para remediar la situación, aún cuando no resulte fácil llevarlo a cabo.
Este tipo de historias inflaman las emociones y sentimientos nacionalistas –si lo que está en juego es el territorio–, espirituales –si lo atacado es la religión– y hasta culturales –si alguien busca descalificar u ofender lo que consideramos valioso para nuestra forma particular de estar en el mundo–. Sin embargo, conforme avanza el siglo XXI descubrimos que nada de lo que hoy es realmente importante puede agruparse en esas históricas categorías, que si bien poseen cierto valor, son ahora desafiadas por una nueva premisa que nos ubica en otro nivel de comprensión: los seres humanos somos una sola especie y si no nos salvamos todos –a pesar de nuestras diferencias– no se salvará nadie.
Por momentos pareciera que la humanidad en pleno padece una especie de “fastidio ciego” que nos impide ver y aceptar tal como es la realidad en que estamos atrapados y, lejos de arrancarnos el antifaz y encarar los hechos que nos rodean en su auténtica dimensión de complejidad, optamos por dejarnos mimar por un tsunami de estímulos artificiales que insensibilizan y aturden nuestro entendimiento.
Al tratarse de verdades sistémicas y complejas no resulta sencillo construir un relato atrayente que describa los problemas más graves de la humanidad de tal modo que el individuo común se sienta identificado con ellos. No solo es el ya citado cambio climático, tenemos también una buena variedad de problemas globales nada sencillos, ya no de resolver, sino siquiera de entenderlos, como por ejemplo, todas las variedades de tráfico ilegal –estupefacientes, personas, armas, minerales, etc.–, el consumismo o la desigualdad. En cada uno de ellos –como sucede también con el cambio climático– los individuos de a pie somos parte del problema y de la solución. Estados, Instituciones, empresas y clientes/usuarios –consumidores de drogas o de prostitución ilegal, usuarios de celulares fabricados con mano de obra esclava, consumidores de productos altamente contaminantes, etc.– formamos una intrincada red de actos que son a la vez causa y efecto de dichos problemas.
Como se trata de conflictos y desafíos globales y sistémicos, formamos parte de su dinámica natural sin siquiera darnos cuenta y sin poder evitarlo. De este modo cualquiera de nosotros estamos alternativamente del lado de los “buenos” como de los “malos”, y si a esto le sumamos que aun tomando consciencia de ellos, nuestra acción individual luce tan imperceptible que carece de sentido, optamos por observar el problema incluso con tedio, como si no nos perteneciera, como si no tuviera nada que ver con nosotros, como si nos fuera ajeno. Es entonces que un domingo por la tarde vemos un documental de cómo se explota a niños en las minas de litio para fabricar las baterías de nuestros celulares y nos conmovemos superficialmente pero sin identificarnos de verdad con la situación al grado de movernos a la acción.
¿Cómo estructurar entonces narrativas potentes y complejas con las que estemos dispuestos a identificarnos? La respuesta no es sencilla, pero sí inaplazable. En su poderoso texto El jinete pálido. 1918: La epidemia que cambió el mundo, Laura Spinney, argumenta lo complejo que es crear narrativas que conmuevan, que produzcan conexión emocional y nos lleven a la acción cuando la trama de dicho relato no está claramente delimitada y el individuo no es capaz de sentirse proyectado e influido por ella.
Spinney, para su análisis, compara dos acontecimientos históricos que tuvieron lugar simultáneamente: por un lado la pandemia iniciada desde principios de 1918, conocida como Gripe Española y por el otro, la Primera Guerra Mundial, que tuvo lugar entre julio de 1914 y noviembre de 1918. Al respecto, dice la autora:
“Dicho de otro modo, la guerra tenía un foco geográfico y una narrativa que se desarrollaba en el tiempo. La gripe española, en cambio, invadió todo el planeta en un abrir y cerrar de ojos. La mayoría de las muertes se produjeron en sólo trece semanas, desde septiembre hasta mediados de diciembre de 1918. Fue amplia en el espacio y breve en tiempo, comparada con una guerra, prolongada y limitada geográficamente2”.
A diferencia de una narrativa convencional donde suele estructurarse a partir de un planteamiento, un desarrollo y un desenlace, donde pueden apreciarse los conflictos y es posible observar las tensiones en polos claramente reconocidos (buenos y malos), en una pandemia, en el cambio climático o en la imperiosa necesidad de abatir la desigualdad en el mundo las cosas no son tan claras: como decía antes, todos somos parte del problema y nadie puede ser excluido de la solución. Estos fenómenos globales y sistémicos no se desarrollan de manera lineal y las connotaciones morales y éticas de los elementos que los componen no son fácilmente discernibles.
Lo esperanzador es que hoy vivimos en un mundo radicalmente distinto al que el ser humano habitaba en 1918. Y no sólo el mundo ha cambiado, sino que los seres humanos también somos otros. A pesar de nuestro rosario de defectos, por fin hemos sido capaces de vivir, y entender en tiempo presente un evento sistémico como tal.
La pandemia por Covid-19 puede ser, si sabemos aprovecharla, a pesar de los brutales costos en todos los sentidos que ha traído consigo y aún cuando en muchos aspectos no hemos estado como especie a la altura del desafío, un muestra inequívoca de que sí es posible para el ser humano contemplar y abordar problemas globales y sistémicos de forma global y sistémica en tiempo presente. En menos de un año hemos conseguido aislar el virus, homologar medidas sanitarias, de movilidad, de comercio, hemos desarrollado, fabricado y aplicado vacunas… con todo y sus enormes limitaciones, en apenas unos meses hemos conseguido un nivel de cooperación, entendimiento y empatía inéditos en la historia humana. Que falta mucho, no hay duda de ello, sin embargo, esta dolorosa experiencia universal puede cambiarnos la perspectiva e incluso salvarnos como especie si comprendemos que ése –el de la cooperación, el entendimiento y la empatía– es el camino a seguir.
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1Jonathan Safran Foer, Podemos salvar el mundo antes de cenar, 2019, P. 22
2 Spinney, Laura, El jinete pálido. 1918: La epidemia que cambió el mundo, Primera Edición, Cuarta Impresión, España, Crítica-Planeta, 2020, P. 14-15
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