Por más libres que nos sintamos, no podemos volar ni respirar bajo el agua ni correr más rápido que un caballo.
Pero son esas estructuras limitantes las que generan los espacios para ejercer la libertad y para dar rienda suelta a nuestra creatividad e intención. No existe un acto libre sin contexto ni límites.
Si bien en los artículos anteriores negamos la posibilidad de que nos rija un destino cerrado o una contingencia total, tampoco queda claro que estemos en posibilidad de elegir nuestra vida con libertad absoluta.
Está claro que existen infinidad de condicionamientos materiales, sociales, económicos, políticos, culturales e incluso la propia interacción con los demás, que nos limitan. La libertad, pensada como la facultad para de ejercer ilimitadamente la voluntad es una ilusión, pero eso no significa que no podamos participar en alguna medida de nuestra propia existencia.
Gozamos de una franja de libertad, pero siempre dentro de una serie muy clara de estructuras de todo tipo –físicas, químicas, sociales, culturales, etc.– de las que no podemos escapar y el espacio de creatividad y libre albedrío que ejerzamos, tendrá que moverse dentro de esos espacios dados.
En tanto seres humanos, la existencia sólo tiene sentido dentro de esas estructuras y de los límites que naturalmente nos imponen. Por más libres que nos sintamos, no podemos volar ni respirar bajo el agua ni correr más rápido y por más tiempo que un caballo. Nuestras neuronas tienen limitaciones materiales y por ello también las tienen nuestras capacidades cerebrales y cognitivas. Lo mismo nuestra energía vital. Estamos circunscritos a las posibilidades de nuestro cuerpo-mente inserto en un contexto ecológico, social, económico, político y cultural.
Sin embargo, esas mismas estructuras que en cierto sentido nos limitan y condicionan son las que generan los espacios para ejercer la libertad que somos capaces, para dar rienda suelta a nuestra creatividad y a nuestra intención. No existe un acto libre sin contexto. Decidir una cosa o la otra requiere de que exista la disyuntiva. En abstracto, la libertad carece de sentido. Un monje budista que, tras décadas de meditación, alcanza el Nirvana, ni es libre ni deja de serlo. En ese estado de fusión con la Totalidad, en esa condición de ser que trasciende las estructuras y los límites, la libertad es un concepto vacío: no hay nada por hacer ni sitio alguno donde ir. La libertad, así como la voluntad, sólo puede ejercerse en escenarios donde existen límites, marcos de acción y alternativas, y donde optar por una opción implica renunciar a las demás.
El ejercicio de la libertad como mecanismo para diseñar y desarrollar la propia existencia está estrechamente relacionado con la voluntad que nos habilita para construirnos un propósito existencial que estamos en posibilidad de concretar a partir de realizar acciones deliberadas. Nos trazamos una meta, una serie de objetivos, diseñamos estrategias, llevamos a cabo acciones, adquirimos hábitos, sorteamos inconvenientes inesperados y, eventualmente conseguimos (o no) lo que nos propusimos.
En este caso, ya sea que logremos los objetivos, como si no, se trata de un enfoque centrado en la idea de que tenemos un cierto grado de libertad y que nuestras decisiones son, en alguna medida, producto de nuestra voluntad. Por lo tanto, lo que nos ocurra será el resultado de nuestras acciones y decisiones, lo que lleva aparejado un altísimo grado de responsabilidad en aquello que nos ocurra.
Tenemos un cuerpo y una biología que nos habilitan para hacer ciertas cosas y nos impiden otras. No podemos elegir tener genes distintos a los que tenemos, pero sí decidir la mejor manera de sacarles provecho, según nuestros contextos y propósitos. Habitamos un planeta sujeto a leyes físicas, químicas y biológicas que ni podemos pasar por alto ni mucho menos controlar. Formamos parte de una serie de contextos que no escogimos: la nación, ciudad y familia en que nacimos, el entorno socio-económico-cultural y político en que estamos inmersos e incluso la forma de interacción con los demás está condicionada por todos esos contextos. Es, por ejemplo, muy distinto como nos relacionamos en entornos urbanos en Occidente que cómo lo hacen en un país islámico de Oriente, sin calificar como intrínsecamente mejor o peor a una forma que otra, simplemente, para efectos de este tema, son realidades distintas y los espacios de libertad exigen maneras de ejercerlos radicalmente diferentes.
En resumen, no es posible, en abstracto, hacer lo que se quiera. Hay un margen de acción posible dentro del que debemos movernos para ejercer la libertad y que nos habilita para llevar a cabo ciertas actividades y pensar ciertas cosas, impidiéndonos otras. De hecho esas “limitaciones” constituyen estructuralmente la realidad en que habitamos y sirven como estructuras sobre las que se asientan los actos libres.
Es por eso que idealizar la libertad considerándola una facultad absoluta es erróneo. ¿Cómo podríamos jugar al futbol en total libertad? La esencia del juego mismo, su distinción central la marca su límite: futbol = balón/pie. Se trata de un juego cuya esencia consiste en meter la pelota en la portería contraria sin utilizar las manos. Sin esa condición limitante de la libertad de los jugadores el juego no existe; su esencia misma se basa en que todos los participantes asuman “libremente” esa restricción.
Si los acontecimientos de nuestra existencia no están totalmente predeterminados, ni tampoco son por completo accidentales ni tenemos la potestad para ejercer una libertad absoluta ¿Cómo es que se construye el futuro? ¿Qué tanto participamos de esa construcción? ¿Qué tanto podemos influir en nuestro destino? Y lo más importante, en caso de sí poder influir en él ¿cómo se logra conducirlo por el cauce que nos gustaría, en vez de andar al capricho de una predeterminación externa? De esto y más hablaremos en la entrega de la semana próxima.
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