La importancia de la palabra para la vida de la polis 

Para los atenienses la política era el arte del lenguaje. Hoy quizá la política sea el arte de utilizar el lenguaje para «no-decir», defender falacias, evadir los cuestionamientos directos, refugiarse en el eufemismo, engañar e incluso para...

30 de agosto, 2024 La importancia de la palabra para la vida de la polis 

Ahora que está de moda la discusión acerca de la conveniencia de conservar la democracia, no estorba comparar algunas de las características que tuvo en la Grecia clásica en contraste con lo que sucede hoy. En esta ocasión analizaremos la importancia de la palabra para la vida de la polis 

En las polis clásicas el uso de la palabra era fundamental para el planteamiento de conflictos y discrepancias y la solución de los problemas del orden público. Para aquellas organizaciones, la política era el arte del lenguaje. 

La palabra en la Atenas clásica evoluciona. Pasa de ser el vehículo para transmitir mitos, órdenes de gobierno y mensajes cerrados y específicos para convertirse en una herramienta que sirve para ideas y argumentaciones producto de la propia razón. Eso la convierte en un instrumento de poder para quien sabe utilizarla. “La palabra –nos dice Jean-Pierre Vernant – no es ya el término ritual, la fórmula justa, sino el debate contradictorio, la discusión, la argumentación⁠1”. 

     La política se transforma en el ejercicio del lenguaje y las cosas importantes, que modifican y determinan el cauce de los problemas de la comunidad. Gracias a la posibilidad de discutirlos, los asuntos del grupo se vuelven públicos y por primera vez el ciudadano participa de manera activa en ellos.

     Nacen los sofistas, quienes preparan a los ciudadanos en el arte de la retórica, se alfabetiza a la población para que sean capaces de participar en los asuntos públicos. Este grupo de “académicos” le dan al alumno las herramientas para lograr el triunfo político dentro de la comunidad, le dan los argumentos para imponer sus criterios. Pero no todo era miel sobre hojuelas. Los sofistas, además de enseñar retórica, enseñaban también el arte de manipular a través de la palabra.

El discurso oratorio se utiliza para convencer, pero ese convencimiento intenta alejar al ciudadano; busca poner una distancia entre la gente común y el orador, adquiriendo éste un aura de tutoría sobre ciertas decisiones comunitarias, lo que le otorga poder. 

En nuestro tiempo todos estos usos se conservan. Quien tiene la palabra busca transmitir la idea de que es un experto, lo mueven las mejores intenciones y solicita la confianza y la libertad de actuar por todos. 

Mientras en Atenas el ciudadano utilizaba el lenguaje para promover un cambio, ahora se ha convertido en sujeto pasivo del político profesional que busca convencerlo de que sólo él puede llevar a cabo las modificaciones necesarias para el bienestar común.

     Dentro de la propia clase política, la palabra también conserva un lugar fundamental, ya sea, desde la tribuna, para intentar convencer a correligionarios y opositores acerca de una posición específica, como para lograr negociaciones privadas que consigan acuerdos para gobernar sin sobresaltos. En ambos casos, el sesgo discursivo está estrictamente marcado por los intereses, tanto personales como de la facción a la que se pertenece, y es las menos de las veces, cuando se privilegia la necesidad ciudadana. 

Ahora, el individuo miembro de una comunidad es un instrumento que el político utiliza para conservar el poder y en general, sea o no tiempo electoral, está dirigido a mantener o mejorar la posición de su grupo político dentro del entorno de autoridad.

Para los atenienses la política era el arte del lenguaje. Hoy quizá la política sea el arte de utilizar el lenguaje para «no-decir», para defender falacias, para evadir los cuestionamientos directos, para refugiarse en el eufemismo, para engañar y, en los últimos tiempos para construirse la realidad a modo a través de la posverdad.  

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1 Vernant, Jean-Pierre. Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Buenos Aires, 1973, p.p. 11-53

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