La trata de personas constituye una forma extrema de violencia y es un fenómeno delictivo que como bien lo apunta Mario Luis Fuentes, expresa su “extremo”; es decir, la cúspide de múltiples violencias que a nivel estructural y personal propician condiciones de vulnerabilidad frente a este delito.
En este sentido, es de precisar que a pesar de que se encuentran tipificadas las diferentes conductas y modalidades de trata, las cuales tienen consignadas sanciones severas, no es suficiente para su combate y erradicación, toda vez que en nuestros días a nivel federal y estatal aún existen importantes vacíos y contradicciones normativas que impiden la adecuada investigación y sanción de este delito. De ahí que la realidad continúa siendo desgarradora.
Tenemos que reconocer que no basta con la tipificación del delito, pues es imprescindible que las acciones llevadas a cabo por los policías, ministerios públicos e impartidores de justicia sean eficientes y efectivas, lo que exige en primer lugar, una reingeniería al marco jurídico en la materia.
En segundo lugar y como lo he repetido en distintos espacios, la Ley es de vital importancia, pero no lo es todo. El problema es estructural y está cruzado por múltiples complicidades que derivan en un delito trasnacional con diversos modos comisivos y cada vez más sofisticados.
Los clientes forman parte de nuestra sociedad y determinan la magnitud del ilícito; en otras palabras, la demanda de seres humanos en calidad de mercancía determina la oferta. En este sentido, los consumidores pueden estar en cualquier lugar: en nuestra colonia, trabajo o familia, pueden pasar desapercibidos ocultándose bajo la careta de personas “normales” e incluso su conducta puede ser conocida por sus círculos cercanos, cuyos integrantes, a manera de observadores o cómplices silenciosos por omisión, dejan que sucedan delitos aberrantes haciéndose de la vista gorda.
Por eso es que la norma jurídica debe estar concebida desde un nuevo paradigma y, el delito, consignado exclusivamente en el Código Penal Federal para evitar la dispersión normativa y su falta de aplicación, lo que implicaría derogar cualquier disposición contraria para hacer de la norma penal sustantiva un mandato ineludible.
Una vez más, insisto en que la trata de personas debe ser elevada a rango constitucional por su magnitud, daño e implicaciones, ya que esta conducta ilícita ha sido reconocida internacionalmente como un tipo de esclavitud moderna. Abordar el tema en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos permitiría visibilizar y atender el delito desde todos sus ámbitos y enfrentar la indiferencia hacia sus diferentes tipos, la cual subsiste con igual crueldad que la conducta primigenia.
Pensemos, por ejemplo, en las muchas acciones que se tendrían que instrumentar si la Ley Fundamental ordenara que, al igual que la esclavitud, está prohibida la trata de personas; y que las víctimas gozarán de toda la protección del Estado, garantizándoles acceso rápido a la justicia, una integral reparación de los daños y perjuicios por parte de sus victimarios, asesoría jurídica, atención médica y psicológica gratuita, así como el derecho a permanecer en albergues o refugios temporales hasta que puedan reincorporarse a la sociedad plenamente.
Elevar el delito de trata de personas a nivel constitucional, posibilitaría que su mandato se cumpla, que caiga todo el peso de la Ley sobre los tratantes, que se castigue con mayor severidad a los clientes y que se otorgue la debida atención a las víctimas. Pero, sobre todo, permitiría aceptar y enfrentar una realidad concreta, indignante y alarmante, usando toda la fuerza del Estado y de la comunidad internacional, ya que es un delito que se resiente a escala global y que requiere ampliar y fortalecer los mecanismos de cooperación para investigar y sancionar la trata de personas, así como brindar refugio y seguridad a las víctimas en países diferentes de donde se cometió o tuvo su origen el delito, a fin de salvaguardar la integridad de las víctimas y sus familias.
La trata de personas constituye un asunto de seguridad nacional, pues no sólo significa un agravio a la dignidad de las personas y a los derechos humanos más elementales, sino que también representa una actividad altamente rentable en la que están involucrados redes delictivas trasnacionales, y que, a su vez, es un delito que se encuentra asociado con otras actividades ilícitas, como el tráfico de armas y de migrantes, el lavado de dinero y el narcotráfico.
Por otro lado, es menester fortalecer nuestro sistema judicial con el fin de poder enfrentar y frenar la red de complicidades que involucra a funcionarios públicos y policías, lo mismo que contar con procesos más ágiles y eficaces que den como resultado un mayor número de sentencias condenatorias que impongan castigos ejemplares a los tratantes y a la red de personas involucradas.
Cuando hablo de complicidades, no puedo dejar de recordar que después de catorce años no ha llegado plenamente la justicia para Lydia Cacho, una víctima más del sistema depredador y cómplice que la torturó y persiguió por haber publicado en 2004 su libro, Los demonios del Edén, donde exhibió una red de pornografía, abuso y explotación infantil en la que estuvieron involucrados diversos funcionarios públicos y empresarios.
El pederasta Jean Succar Kuri, “el tío Johnny”, acusado por delitos sexuales en contra de varias niñas, purga una condena de 112 años de prisión. El exgobernador de Puebla, Mario Marín, “el góber precioso”, quien llevaba dos años prófugo de la justicia debido a una orden de detención emitida por una juez de Quintana Roo, fue detenido hace unos meses por la Fiscalía General de la República (FGR), acusado de ordenar la tortura y el arresto ilegal de Lydia Cacho en 2005, cuando gobernaba Puebla; asimismo, otros funcionarios fueron vinculados a proceso penal por su participación en dichos delitos. Sin embargo, no son todos los involucrados en esa red que denunció la periodista; no, desgraciadamente muchos de esos pederastas, tratantes y abusadores siguen libres porque forman parte del poder económico y del rancio régimen político que se resiste a desaparecer.
Cómo olvidar la filtración de la llamada telefónica entre el entonces gobernador Marín y Kamel Nacif, publicada por el diario La Jornada: “Qué pasó mi góber precioso, mi héroe chingao / No, tú eres el héroe de esta película, papá. Ya ayer acabé de darle un pinche coscorrón a esta vieja cabrona. Le dije que aquí en Puebla se respeta la Ley”.
La realidad es que, durante los sexenios de Fox, Calderón y Peña, los delitos cometidos en contra de Lydia Cacho quedaron impunes, al igual que los perpetrados en contra de las niñas, niños y adolescentes. No es ninguna casualidad que la ruta de la trata de personas tenga en Puebla un lugar preponderante, ni que en diversos municipios de esa entidad y Tlaxcala, los tratantes sean protegidos; tampoco es por azar que Cancún sea uno de los destinos favoritos de los pedófilos.
La realidad de la trata de personas en nuestro país es escandalosa, revela la existencia de un “mercado nacional” en donde la oferta y la demanda son a gran escala. Los clientes, quienes hacen del sufrimiento de otro ser humano su entretenimiento, arrebatándole la dignidad, sueños y posibilidades de desarrollo, son parte fundamental y primigenia de la cadena delictiva, y deben ser sancionados de manera mucho más severa, a fin de inhibir la conducta.
Estamos ante un crimen que en nuestro país se encuentra ubicado por diversos estudios en el segundo o tercer ilícito más lucrativo para la delincuencia organizada, constituyendo junto con el narcotráfico y el tráfico de armas, una triada que amenaza a la sociedad.
Además, el incremento del uso de las tecnologías de la información y la comunicación junto al fenómeno migratorio coinciden con los riesgos y las vulnerabilidades de la población vulnerable al ser víctimas fáciles para los enganchadores.
Sabemos que la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) ha realizado diversas acciones en esta materia. En el marco de la violencia contra las mujeres en noviembre de 2020 su titular Santiago Nieto, destacó que el crimen organizado está mutando en México a medida que las bandas que roban petróleo y trafican drogas incursionan en el lucrativo negocio de la tarta.
México es un país de origen, tránsito y destino para la trata de personas, un negocio mundial cuyo valor se estima en 150 mil millones de dólares al año. La UIF ha congelado más de 250 millones de pesos relacionados con la trata de personas y la pornografía infantil, y trabaja con la Policía Cibernética para atender esta última problemática.
La cosificación de los seres humanos en nuestro país requiere atención inmediata y un abordaje multifactorial. La trata de personas es un delito aberrante, pero también es un fenómeno social cotidiano, creciente y normalizado. La violencia y la inseguridad tienen causas estructurales que se deben combatir de raíz.
No podemos mantenernos al margen de la realidad y dar la espalda a un fenómeno delictivo donde los clientes y los consumidores son los delincuentes principales. No podemos seguir solapando una cultura social donde unos seres humanos usan como objetos sexuales o máquinas de trabajo a otros, asumiendo que existe superioridad de unas personas sobre otras.
La crueldad extrema, la deshumanización, la falta de compasión y solidaridad y el placer o indiferencia ante el sufrimiento de otro ser humano, son el contexto psico-emocional en el que se lleva a cabo el delito de trata de personas en sus diferentes tipos penales, lo cual no podemos pasar por alto.
En ese sentido, resulta importante señalar que la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual constituye el tipo penal más extendido y grave desde el punto de vista de las consecuencias en la salud, la sexualidad, la psicología, el desarrollo y la vida de las víctimas, lo cual, tenemos que decirlo, se ha abordado desde una perspectiva ciega al género que no atiende la situación de extrema vulnerabilidad de las mujeres.
La invisibilización de sus características específicas en los informes y estudios, así como la desvinculación en el discurso, las leyes y las políticas públicas, son factores que han contribuido al incumplimiento de la obligación del Estado de proteger a las mujeres de manera efectiva, ya que es una forma de violencia de género con un proceso de deshumanización particular.
Para enfatizar lo anterior, basta con observar las estadísticas: la inmensa mayoría de las víctimas de trata con fines de explotación sexual son mujeres, lo que da cuenta inequívoca de la “jerarquía sexual”, pues el sujeto activo del delito, esto es, el receptor del lucro generado, ya sea como proxeneta o como dueño del lugar donde la víctima es explotada, y mayoritariamente el cliente, es hombre, como acertadamente lo ha señalado Magaly Thill y Pilar Giménez Armenta.
Los especialistas coinciden en que la trata de mujeres con fines de explotación sexual no es un fenómeno social aislado dentro del “sistema de prostitución”, puesto que es su principal abastecedor de acuerdo con la altísima proporción de víctimas en este mercado ilegal.
Las políticas públicas en materia de trata de personas, necesariamente requieren contar con un claro enfoque de género, al igual que los estudios y estadísticas generados por las instituciones y las leyes en la materia. Ahora bien, el aparato legislativo también debe tomar en cuenta la relación víctima-victimario (entendiendo que este último puede ser enganchador, trasladador, vigía, proxeneta, dueño del establecimiento donde tiene lugar la explotación, autoridades involucradas, cliente y testigos silenciosos quienes, en esa red de complicidades, omitieron su deber de auxilio a la mujer en peligro o denunciar ante las autoridades).
Asimismo, las políticas públicas de prevención también deben involucrar a los hombres desde edades tempranas para que no siga normalizándose una cultura en la cual ellos pueden obtener placer a cambio de dinero, a sabiendas de que las mujeres no lo desean o sienten indiferencia, asco o temor, colocándolas en una situación de inferioridad y, por lo tanto, de vulnerabilidad extrema.
La trata de personas a manera de esclavitud moderna, se diferencia de la de otrora que, dio paso a varios movimientos abolicionistas en todo el mundo, en que existe un conocimiento pleno y generalizado de que la trata constituye un delito grave, de ahí que se han conformado organizaciones delictivas nacionales e internacionales para su comisión; su tipología más recurrente no son los trabajos forzosos, la servidumbre o la gleba, sino la explotación sexual con un alto componente de discriminación y violencia hacia las niñas y las mujeres; y las causas no son colonizadoras ni se fundamentan en la supremacía de una raza sobre otra.
Los avances en materia de derechos humanos y los Instrumentos Internacionales asumidos por la gran mayoría de los países del orbe, también hacen diferencias sustanciales, así como el desarrollo científico y tecnológico, lo cual conlleva un entendimiento mayúsculo sobre las implicaciones de la conducta ilícita. Además, el nivel educativo y el poder adquisitivo de los “clientes” es prácticamente homogéneo en el mundo, y la alta incidencia en algunos países o regiones responde más a la corrupción, incapacidad institucional, inseguridad y altos niveles de violencia social, pobreza y discriminación por razones de género.
La más grave consecuencia de la globalización es la desigualdad que divide a los seres humanos en el único valor conocido por la economía: el dinero. En la sociedad y la vida líquida, todo, incluidas las personas, tiene la categoría de objeto de consumo que pierde su valor en el instante mismo después de ser usado para convertirse en desecho, lo que limita su esperanza de vida; ejemplo de ello es la industria del sexo y su proveeduría.
La “cosificación” de las personas al reducirlas a categoría de objetos, niega su naturaleza, condición y dignidad humana, las despoja de sus derechos al despersonificarlas, las coloca en el mercado y las sujeta a los principios de la oferta y la demanda bajo las reglas del capitalismo.
Resulta innegable que el delito de trata de personas, en sus diferentes tipologías, está profundamente asociado a satisfacer un deseo y obtener una ganancia económica -además de a una serie de factores antropológicos, sociales y culturales subyacentes que rodean el abuso y la extrema violencia hacia una persona. Lo que significa que está cimentado en una nueva estructura donde se privilegia la jerarquía de unos seres humanos sobre otros, dando paso a un sistema formal e informal en el que lo más importante es el rendimiento económico que produce la mercancía bajo una valoración estrictamente racional de costo-beneficio, donde la justicia, la moral, la equidad, la igualdad y la humanidad misma no tienen cabida si no es para formar parte de una cadena comercial, ya sea como productor, trasladador, vendedor, comprador o mercancía.
El capitalismo moderno y la globalización no pueden mirarse de manera separada a la “sociedad de consumo”, de ahí que Marx dedicara extensos análisis a la mercancía. En nuestros días, ésta debe ser estudiada a partir de sus nuevos componentes, valores, asignaciones, símbolos, asociaciones y significados, separándola del proceso de producción para colocarla no como problema central de la economía, sino de la sociedad capitalista moderna en sus diferentes manifestaciones, incluidas las relaciones sociales, socio-comerciales, socio-culturales y sus nuevas interrelaciones con el tiempo (inmediatez), a efecto de tomar conciencia del fenómeno de la cosificación y la ideología que de él se ha derivado, la cual determina las relaciones de poder económico, político y social sobre las que se construye tanto la sociedad capitalista y el mundo globalizado como el Estado mismo y sus estructuras jurídicas e institucionales.
La víctima, al haber sido cosificada, queda sujeta a la suerte que la sociedad del consumo le imponga, y, en el mejor de los casos, es rescatada por un sistema de justicia que le asigna un número de expediente para hacerla parte de un procedimiento de sistematización racional al que pertenecen las regulaciones jurídicas con sus vicios, lagunas e inconsistencias, donde, aunque el sistema y su proceso fuera perfecto, su realidad se ajusta a la generalidad de la norma jurídica y a una serie de tipos penales para encuadrar la conducta ilícita cometida en su contra y poder ser receptora del sistema de justicia y sus elementos resarcitorios, compensatorios, reivindicatorios e incluso sancionadores para sus victimarios.
Lo anterior, de ninguna manera significa que estoy en contra de las leyes o de los sistemas de justicia, pues es innegable su contribución al mantenimiento del orden social, o bien, a que el delito trate de evitarse mediante políticas preventivas (autodefensivas o dictadas por el Estado) para impedir que las personas sean parte de la estadística de víctimas, lo que se pretende subrayar es que la prevención, legislación, sanción y reparación del daño, por más integrales que sean, no lo son todo, puesto que estas acciones quedan circunscritas a un sistema racional donde las personas en calidad de víctimas o delincuentes quedan sujetas a un tratamiento burocrático formal.
La conducta del ser humano no se puede “agotar” en el cálculo previsto en las leyes y políticas públicas, ajustándose conforme surgen nuevos fenómenos delictivos, sino que es necesario trabajar en la reconstrucción del tejido social desde el Estado y la sociedad, porque el trabajo no sólo debe direccionarse hacia las masas, sino a la persona, lo que conlleva un primer esfuerzo de cada uno de nosotros para poderlo proyectar a nuestro entorno más próximo y de ahí a la colectividad, a fin de que pueda ser realmente trascendental.
La concientización sobre lo que significa la persona humana no puede ser una tarea exclusiva del Estado, ya que comienza en el individuo, abriendo el camino a auténticas posibilidades para su evolución y no para su destrucción. Así, reconstruir el tejido social es plantear un nuevo modelo de sociedad que genere otros modelos económicos, jurídicos, políticos y culturales a partir de valores diferentes en los que el ser humano no tenga precio.
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