Más que ingenua es errónea por completo la idea de que en 1810, celebración del grito de Dolores (hecho que nunca sucedió), corresponde al nacimiento de la nueva nación mexicana. Es bajo el cuestionado, pero jurídicamente válido (aunque fugaz), imperio de Agustín de Iturbide, que a la postre encuentra la muerte por fusilamiento en Tamaulipas, por un decreto arbitrario emitido sin el conocimiento del emperador caído en desgracia y que tuvo a mal regresar al país en el peor momento.
Desde los primeros insurgentes hasta el fusilamiento del segundo emperador, Maximiliano de Habsburgo, en 1867, la idea prevaleciente para intentar dotar de gobernabilidad y viabilidad al nuevo país independiente, habida cuenta de la evidente imposibilidad para gobernarse a sí mismo, y que fue la insistencia de que un miembro de la casa Borbón gobernara a la otrora Nueva España; si esto no se dio, fue no sin el ingrediente de soberbia del reino español.
La insistencia pues de que un Borbón (un elemento nacido y formado para gobernar) evidencia pues el caos de las primeras décadas del México independiente, que iba de imperios creados al alimón, hasta gobiernos de corte centralista o federalista, ningún gobierno estable (Anastasio Bustamante gobernó durante más tiempo que Santa Anna). Y no es hasta el triunfo definitivo del Plan de Ayutla, que no es más que el fusilamiento de Maximiliano emperador en el cerro de las campanas en Querétaro y que nos muestra el nivel de caos y contradicción de la época: un emperador traído por los conservadores qué resultó más liberal qué los liberales más convencidos.
No es sino, de hecho, hasta el primer gobierno de Porfirio Díaz (héroe de la república, con la decisiva batalla del 2 de abril cómo su mayor blasón), emanado por cierto del golpe militar (plan de Tuxtepec) contra Sebastián Lerdo de Tejada, luego de otro contra Juárez (plan de La Noria) que fracasó, que el país encuentra, bajo la mano dura del general Díaz, el primer periodo de estabilidad política y desarrollo económico luego de los tres siglos de virreinato y el cual dura el lapso nada despreciable de tres décadas.
Después vino la convulsión social de la Revolución mexicana, donde afloran las distorsiones y las asignaturas pendientes de larga data, con especial énfasis en lo social en lo general y lo laboral en lo particular, que representó penosos años de violencia fratricida, hasta que desde Carranza y la Constitución del 17 al primer sexenio, el cardenista, pasando por indudables avances encabezados por personajes cómo Obregón y Calles que se rubrica la dolorosa formación del Estado mexicano, tal y cómo aún lo conocemos hoy en día. ¿Que por qué nuestra más reciente transición democrática ha resultado tan tortuosa? Quizás el presente texto, esbozo de un resumen de otro periodo convulso, como lo fueron los primeros años de un México no virreinal pueda sugerirnos alguna respuesta.
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