Nacemos en un contexto cultural, social, económico, ideológico, construido con distintas narraciones articuladas entre sí a manera de cosmovisión.
Sin embargo, ante la crisis actual emerge la oportunidad de reconfigurar el significado, el sentido y la interpretación que más convenga a los intereses humanos del futuro.
Durante el primer año de pandemia se habló mucho acerca de aprender de lo que estaba ocurriendo, se expresó la necesidad de entender el mundo en su plena globalidad, lo que implicaba cooperación y empatía entre los diferentes universos culturales que se expresan en el mundo, sin embargo si analizamos las conductas y acontecimientos concretos, pareciera que esa incipiente intención de cambiar las narrativas globales se quedó en buenas intenciones.
Las naciones emergentes y pobres culpan a las potencias de primer mundo por acaparar las vacunas para aplicarlas en sus propios territorios. No hay duda que ésta acción está sustentada en una narrativa legítima: “las naciones desarrolladas pagamos por la investigación, en nuestros territorios se producen materialmente las vacunas, nuestros votantes exigen que primero atendamos las necesidades internas y lo justo es que no se exporte una sola dosis en tanto no tengamos vacunada a toda nuestra población”.
Sin embargo, por más legitimidad que pareciera tener esta manera de ver las cosas, no es la única narrativa posible, y mucho menos si pretendemos habitar un mundo global, donde reconocemos que todos los seres humanos merecen acceder a la salud.
En este caso sería posible articular una narrativa distinta: “las naciones que hoy nos consideramos de primer mundo logramos nuestro desarrollo actual en buena medida, primero explotando nuestras antiguas colonias (esos países emergentes y pobres que no tienen vacunas) y después, una vez que se convirtieron en “naciones independientes”, inundándolos de nuestros productos. En aquellos contextos históricos suponíamos hacer lo correcto, pero hoy, con una comprensión más amplia del ser humano sabemos que lo justo es que cuando menos una parte de la producción de vacunas se distribuya equitativamente entre el resto de las naciones. Si pretendemos restablecer las comunicaciones, la movilidad, el turismo y demás industrias colapsadas por la pandemia, no hay mas remedio que inmunizar el mundo de forma homogénea. La pandemia por Covid-19 es un problema que tenemos todos y que persistirá en tanto no lo resolvamos todos”.
Esta segunda narrativa puede parecer ingenua, pero, de adoptarse, sentaría las bases para un mundo muy distinto al que habrá de emerger si se sostiene la política del “sálvese quién pueda”.
Pero el asunto va mucho más allá. El ejemplo de la vacunación es homologable al resto de los demás desafíos que enfrentamos como especie: si se quiere detener la migración forzada e ilegal es indispensable resolver la injusticia y la desigualdad en los países de origen de los emigrantes. La solución verdadera no pasa por erigir muros más altos, sino por mejorar la distribución de la riqueza con programas de cooperación internacional y acceso para el ciudadano común a una justicia verdadera, de tal forma que resulte innecesario el abandono del territorio natal.
Si se quiere revertir el cambio climático tendrán que ser las naciones más desarrolladas las que den el primer paso hacia transformar sus procesos industriales por otros más limpios, reducir el consumo irracional en el que han caído sus ciudadanos y colaborar con aquellas naciones emergentes, a quienes se pretende limitar los procesos industriales contaminantes, de los cuales las naciones desarrolladas se beneficiaron durante décadas.
Plantearse narrativas que nos conduzcan a un mundo de cooperación y equidad –acompañadas de acciones, políticas públicas y presupuestos– nos acerca mucho más a conseguirlo. No se trata de ingenuidad boba, sino de articular conscientemente narrativas que retraten el mundo en que queremos vivir y, con actos, conductas y decisiones en el mismo sentido, se favorezca la emergencia paulatina de ese mundo deseado.
Este es quizá el aprendizaje central que nos deja la pandemia: en un mundo irreversiblemente global, con mercados compartidos y geopolíticamente entrelazado, la suerte de las naciones poderosas está atada al desarrollo del resto de los países; tal y como sucede con los ejércitos que al avanzar o replegarse, siempre se desplazan a la velocidad del más lento.
En el caso del cambio climático, que si bien se trata del más grande desafío enfrentado por la especie humana y que nos atañe universalmente, sus efectos no se siguen en relación causa-efecto con las conductas que los producen –la emisión de gases de efecto invernadero–. Este hecho hace que no resulte sencillo entender las implicaciones sistémicas de nuestros actos y decisiones cotidianas, tanto en lo individual como en lo colectivo y mucho menos aceptar medidas extremas coercitivas hacia la población.
Mientras que con la pandemia por Covid 19 –y sus múltiples consecuencias ya bien conocidas– las cosas han sido distintas: por primera vez en la historia de la humanidad somos conscientes de estar experimentando un problema auténticamente global, que afecta sin distinción a naciones y personas tanto ricas como pobres, mujeres y hombres, de todas las religiones, ideologías, preferencias sexuales, razas y cualquier otra peculiaridad que suponemos nos distingue y separa de los demás seres humanos.
Mientras que en el cambio climático todo parece difuso y complejo de relacionar con la experiencia cotidiana, en el caso de la pandemia el resultado de las distintas gestiones salta a la vista. Mientras hay naciones con un número relativo de fallecidos más bajo, otras lucen fuera de control. El resultado de nuestras acciones repercute casi de inmediato en nuestro entorno íntimo y en la sociedad en general y esto hizo posible que medidas coercitivas, como el confinamiento o el uso obligatorio de mascarilla fuesen aceptablemente bien recibidas por la gente de la mayor parte de las naciones, cosa muy distinta si se buscara restringir el consumo, el uso de energía o se cobrase un impuesto a los individuos en función a su huella contaminante.
Si lo tomamos con seriedad y mesura, el mundo no se convertirá en un paraíso de paz y comunión solidaria una vez que la pandemia termine, pero sí se abre la oportunidad real para construir y reconstruir una serie de relatos que podamos compartir y que favorezcan el desarrollo y la evolución del ser humano como especie, sin importar el contexto cultural específico de cada quien.
En la antigüedad este tipo de narraciones entrañaban explicaciones míticas y sobrenaturales acerca del origen y el funcionamiento del mundo, pero hoy estas narrativas, si bien siguen configurándose con palabras, a partir de teorías, de ensayos, de películas y novelas, se construyen sobretodo con hechos: con políticas públicas, con planes de gobierno, con programas de vacunación, con tratados de cooperación, acuerdos comerciales, de salud, de investigación científica, con nuestra manera de relacionarnos con los demás, incluso con nuestra propia familia; es decir, con acciones específicas que al materializarse cuentan una historia subyacente.
Por ejemplo, no puede articularse el mismo relato en un país en que su programa de vacunación tenga reglas claras, basadas en una metodología científica, una logística que privilegie a los más vulnerables y de ahí se expanda al resto de la población, que en otro donde, lejos de un programa concreto, la vacunación se lleva a cabo de manera discrecional, azarosa o quizá anteponiendo criterios socio-económicos o políticos de las élites del poder. En este último caso los discursos y los hechos avanzan por caminos separados proyectando incongruencia. Más allá de las palabras y discursos políticos, los actos configuran narrativas.
Construimos narrativas en todo lo que hacemos. Y el trabajo fino está en que los relatos y las acciones sean conscientes, deliberadas y congruentes. El desfase entre relato y acto produce desconfianza, confusión y descrédito. Este fenómeno no es privativo del ámbito político; también sucede en empresas, en familias, en grupos de amigos, en partidos políticos, en parejas o en ONG´s.
Sin embargo, puesto que los primeros impulsos por construir narrativas se acercan más a escenarios ideales que objetivos, resulta natural que en etapas tempranas exista un grado mayor de incongruencia entre lo que se desea y lo que se tiene.
Pongamos un ejemplo: no es fácil renunciar en lo profundo a la discriminación. Los seres humanos como grupo hemos sobrevivido a partir de confrontar y rechazar lo diferente, sin embargo si hoy queremos dar un salto evolutivo en lo que a igualdad se refiere, necesitamos reducir la distancia entre lo que sabemos acerca de la igualdad humana y la forma de comportarnos ante la diversidad en todas sus manifestaciones. Acción y discurso deben acercarse lo más posible para que la narrativa que se cuenta a partir de la combinación de ambas sea de verdad poderosa. Tal y como ha ocurrido en otros casos análogos a lo largo de la historia humana, entre más adoptamos actitudes y acciones en concordancia con el discurso deseable, más cerca estaremos de que esa nueva realidad se consolide.
Nuestros componentes naturales como humanos para reconocer el mundo –sensación, emoción, sentimiento, razón– se combinan para construir, ya sea con palabras, con rituales, con metáforas, con imágenes, con símbolos, con objetos, con costumbres, un universo coherente y previsible que nos permita habitar la existencia con seguridad. Esto se consigue por dos vías: mediante la congruencia entre discurso y acto, y mediante la revisión crítica constante de las “verdades” que nos contamos y damos por ciertas. El propósito sería buscar nuevas y mejores interpretaciones que enriquezcan, renueven y hagan más maleables y dúctiles nuestras visiones del mundo de cara a una realidad cada vez más cambiante.
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