Estar consciente de los estratos de presencia (sensorialidad, emocionalidad, sentimentalismo, intuición, racionalidad, etc.) es, sin duda, complejo, pero la alternativa sería vivir en piloto automático, sin ser capaces de diferenciarlas y decidir desde cada una.
El gran reto consiste en utilizar estos mecanismos y decidir así con mayor amplitud y libertad.
En los artículos anteriores hablamos acerca de cómo, ante cada situación que debemos enfrentar, la experimentamos desde distintos estratos de presencia (sensorial, emocional, sentimental, intuitivo, racional) y cada uno de ellos nos da información fundamental acerca de nuestra experiencia de vivir, aunque casi siempre los ignoramos, rechazando conocimiento muy valioso acerca de lo que nos pasa, convencidos de que la existencia se gestiona exclusivamente a partir de nuestro pensamiento racional.
A lo largo de las semanas recibí una serie de comentarios que agradezco infinitamente, pero me gustaría centrarme en una de las preguntas que me pareció central. Ante la complejidad que implica atender todos esos estratos de presencia simultáneamente… “¿no crees que sería todavía más complicado tomar cualquier decisión?”.
La única respuesta posible es: sin ninguna duda; entre mayor número de variables debamos tomar en cuenta y mayor atención sobre cada una, la gestión consciente de los acontecimientos se vuelve cada vez más compleja.
Pero la cuestión no es si se vuelve más complejo, sino cuál sería entonces la alternativa. Al final de cuentas se trata de una serie de facultades y recursos que efectivamente tenemos y cuya existencia influye en la manera en que experimentamos la vida, los queramos observar o no. Y más allá de nuestra atención o desidia, de cualquier modo cada uno de esos estratos terminan por ser centrales en la forma y el tipo de decisiones que tomamos.
Es verdad que estar consciente y atento a tantos estratos es complejo, pero de lo contrario, la alternativa sería vivir perpetuamente en piloto automático, o permanecer en la etapa previa donde no éramos capaces de diferenciar entre cada una de ellas.
Mi impresión es que en otras etapas de la historia humana podíamos vivir sin diferenciarlas porque el cuerpo central de las decisiones de nuestra vida se tomaba a partir de criterios señalados por el entorno y no solo interveníamos muy poco en las circunstancias de nuestra existencia, sino que ni siquiera lo notábamos.
Con el surgimiento de la modernidad y la invención del individuo como lo conocemos hoy todo cambió. Hasta hace unas cuántas generaciones trabajo, profesión, matrimonio, y un largo etcétera, eran decididos por las circunstancias y los condicionamientos sociales. Si habíamos nacido en una familia de médicos, abogados o carpinteros, nosotros seríamos médico, abogado o carpintero. Si las mujeres de nuestro entorno se casaban a los dieciocho años, nosotras así lo haríamos. Si los varones de nuestro círculo debían ser proveedores, fuertes e insensibles para manifestar “correctamente” la virilidad, seríamos proveedores, fuertes e insensibles. Si se trataba de una mujer cuya todas las generaciones previas habían sido ama de casa, ella, casi sin vacilar, sería ama de casa.
Podríamos decir que en general, más que producto de una decisión personal basada en los propios deseos, gustos y necesidades, se “hacía lo que había que hacer” sin entrar en demasiados dilemas. En ese mundo, donde las decisiones están “pre-tomadas” la emocionalidad, la sensorialidad, el sentimentalismo y la propia razón no requerían de ser demasiado diferenciados; sabíamos que teníamos todo eso y, aun cuando no sabíamos cómo gestionarlos del todo, las propias situaciones nos iban marcando el rumbo “apropiado”. En conjunto, todas ellas nos dejaban una sensación general positiva o negativa acerca de las condiciones que la vida nos había impuesto, pero fuera de un modo u otro, no había más remedio que seguir adelante tan bien como se pudiera y adaptarse de la mejor forma posible para abatir la incomodidad.
Sin embargo, conforme avanzan los tiempos, la individualidad se ha ido consolidando y, contrario a aceptar lo que la vida puso ante nosotros, la idea es, a partir de los recursos con que se cuenta, buscar las condiciones que más se acerquen a aquello que sentimos como la auténtica manifestación de nuestra personalidad única.
Para ello, durante muchas décadas supusimos que la clave era la racionalidad, pero hoy podemos estar seguros de que no es así. De que la razón sirve para muchas cosas, pero no para suplantar a las emociones, los sentimiento o las sensaciones. Y es entonces que nuestras facultades, estratos de presencia y recursos personales se convierten en activos útiles para gestionar nuestra vida de forma más eficaz y diversa pero, desde luego, también exigidos por una mayor complejidad.
Las decisiones existenciales importantes son efectivamente más complejas cada vez porque conllevan una mayor cantidad y una sutileza más profunda de factores y variables. Los tiempos invitan a que con cada decisión tomemos en cuenta nuestra salud, nuestro equilibrio psicológico y emocional, el bienestar de quienes nos rodean, nuestros sentimientos, la realización personal, la ecología tanto social como natural, por citar solo algunas aristas. Pero no debemos olvidar que si bien cada vez el mundo es más complejo, al grado de que hasta hace no mucho la mayor parte de estos estrato ni siquiera se podían pensar de forma independiente de la razón, también es cierto que, cada vez tenemos más herramientas, más recursos, más referentes, con lo cual cada vez estamos más capacitados para gestionar esa complejidad. El gran reto consiste en hacerse consciente de todos estos mecanismos para así tomarlos en cuenta, cada uno en su proporción y nivel, poder decidir con más amplitud y libertad.
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