Intolerancia que asesina

El discurso de odio nos distancia de los valores más nobles de la civilización, por eso debemos señalar su irracionalidad. 

19 de enero, 2022

Cuando era niño nunca quise ser bombero ni policía. Como todos los pequeños tuve sueños y quise ser piloto de avión para conocer el mundo que se adivinaba desde la azotea de los multifamiliares donde vivía; desde ahí, en días claros podía verse la pista del aeropuerto y aquello era un soñar continuo. Ávido siempre de lecturas, en aquellos días de la guerra fría que ahora, a vistas de nuestra realidad, parecen plácidos, mi padre leía el periódico cotidianamente y en seguida me apoderaba del ejemplar desechado. En la adolescencia mis sueños cambiaron y tal vez para mi fortuna, nunca se realizaron.

En la escuela convivía con niños que habían llegado de Chile y la Argentina. Siendo pequeño había seguido con interés el avance del Frente Sandinista en la liberación de Nicaragua; soñé entonces con ser corresponsal de guerra. Me imaginaba con mi camarógrafo esquivando las balas para lograr la entrevista en Masatepe, fantaseaba con tres pasaportes, todos de países distintos, infiltrándome en Santiago para dar a conocer la verdad de lo que sucedía en la dictadura; a veces, unas cuantas, dejaba la cámara y la libreta y me convertía en agente secreto del FSLN, del MIR, o de fantásticas conspiraciones internacionales, para llevar información, recursos o armamento, a los grupos que resistían la opresión. De aquello sólo me quedó la idea de escribir, de ser escritor, algo que, al menos me quiero creer, estoy trabajando.

Pero la violencia física, contra mi persona, me detenía en seco frente a los hechos. Todos mis sueños terminaban cuando mi poca pericia narrativa me hacía caer en manos de milicos y paramilitares; venía con ello la inevitable tortura y aquello, solo de imaginarlo me helaba la sangre; sabía ya que entonces, al primer zumbido de la picana eléctrica, cantaría todo lo que sabía y hasta lo que me imaginaba; viendo y leyendo los reportajes, platicando con algunos de los hijos de exiliados, me preguntaba ¿cómo es que los guerrilleros y los resistentes podían soportar aquellos ultrajes?, ¿qué los movía a aguantar tanto dolor y tanta humillación? La respuesta no llegó entonces, vino con el tiempo. Todos ellos soportaron por amor, porque su conciencia y su naturaleza se los exigía.

Amor es una palabra traicionera, inasible, pero contundente. Todos aquellos, mis héroes, anónimos que años y años de lectura e investigación me han permitido dar rostro, historia y nombre, soportaban por amor a sus familias, a sus camaradas, a su patria; no un amor discursero, sino uno de carne y piel; aguantaban porque no podrían haber vivido en adelante negándose a sí mismos. Soportaban porque la vergüenza y la deshonra, más frente al espejo incorruptible de la conciencia, les habría hecho inhabitable la vida.

Desde el estallido de la pandemia, México ha escalado inusitadamente en el discurso de odio y en el crimen homofóbico en escalas que no conocíamos. La lucha por los derechos de la diversidad sexual, de la identidad, es otra forma de resistencia frente a la opresión con rostro de prejuicio. Si a las estadísticas de la violencia homofóbica sumamos las de la feminicida, el cuadro de la identidad y la cultura nacionales es desolador. Hemos cultivado dos elementos tóxicos: una cultura de la muerte basada en el predominio de las peores prácticas de la masculinidad y una indiferencia absurda frente al dolor de los que no queremos comprender.

¿Por qué alguien que ha sido sometido a vejaciones y violencias casi siempre desde la infancia, por su aspecto, su estilo y sus deseos, sigue resistiendo?, ¿por qué las palizas y las humillaciones no son ejemplares?; por amor. Reconozcamos algo, ellas, ellos, se levantan todos los días para resistir frente al mundo, para defender su identidad, la forma en que se aman a sí mismos, la manera en la que aman a los demás, el camino que los lleva a amar a nuestro país, porque está en su forma de ser en el mundo y frente a ello no tienen opción como no la tiene nadie; porque ellas, ellos, han aceptado salir al mundo con el rostro que han elegido mientras que los agresores, los intolerantes han optado por la forma fácil y vergonzante, la ridícula comodidad del privilegio, la complicidad del silencio, la brutalidad de los golpes y las burlas.

Lo diferente los insulta, les hace pensar que ver a una mujer trans es un mal ejemplo para sus hijos, ¿con tan poca confianza los han educado?, el mal ejemplo lo castigan a golpes. En lo que va del año una pareja lésbica y otra homosexual fueron agredidos en restaurantes con ese pretexto. En la situación presentada con las mujeres, éstas fueron golpeadas por una mujer que quería defender la pureza de su hijo de 10 años quien, por cierto, también participó en la paliza. ¿Que dos mujeres se besen o se tomen de la mano es mal ejemplo pero alentar a un niño a golpear a quien no entiende es un buen ejemplo?

Porque no hay razones que valgan, en buena ley racional y a buena fe guardada no la hay. Dentro de los ataques una pareja homosexual fue expulsada de un parque de diversiones por muestras públicas de afecto, de nuevo, con el pretexto del mal ejemplo y el buen gusto, ¿si hubieran sido heterosexuales habrían tenido la misma suerte?, ¿fue mejor el ejemplo de la expulsión vergonzante que ser tolerantes frente a dos seres humanos que expresan su cariño? No nos hagamos tontos, que la mayoría de los ciudadanos no lo somos; se dice con profusión que los homosexuales están desatados, que han perdido el pudor y que se exhiben, quienes así se expresan muestran el poderío de una cultura en la que el machismo y su capacidad de violencia reciben el premio, mientras que otras masculinidades y otras formas de sexualidad son excluidas; ni se exhiben ni es materia de pudor, no es moda ni necesitan permiso, son ciudadanos que no sólo ejercen sus derechos sino que además ofrecen frente a la violencia la libertad de sus cuerpos y su capacidad de amar. Eso es lo que no les perdonamos.

Pero sigamos, los hechos del parque de diversiones tuvieron como reacción la convocatoria de los activistas a un “besatón”, en la que personas de todas las preferencias, sí heterosexuales también, se reunieron para besarse frente al parque y no, querido lector, abramos la mente pero también el corazón, no se trataba de abrazos y no balazos, esto es en serio, ¿querían un buen ejemplo? Pues ahí lo tienen, frente al insulto y la exclusión, el afecto. Sin embargo, la protesta pacífica terminó en que los participantes fueron atacados de nuevo, dos mujeres que se declararon heterosexuales atacaron con las uñas a un activista, con la mejor metáfora de la fiera desatada las garras buscaban los ojos y al final, el médico dice que las cicatrices quedarán de por vida.

Hace unos días apenas, una mujer trans, fue apuñalada en un hotel de la Colonia Portales, la picaron con una navaja en la nuca, la golpearon. Ella es una mujer que decidió serlo porque estaba en su naturaleza, los que odian la diferencia, los que no toleran y temen, creen que es moda, locura o enfermedad; se trata de un amor tan imbatible que no puede ser omitido. Natalia Lane ha apostado su vida para hacerla como su naturaleza le exige, no pide más que respeto y eso es lo que un sector de la ciudadanía le está negando.

No existe algo así como una “ideología de género que nos están imponiendo”, es absurdo, ridículo y ofensivo para la más elemental de las inteligencias; es el mismo argumento de los chips ocultos en las vacunas, son los estertores de la sinrazón que apelan al miedo para que nada se mueva, para que el patriarcado siga impune y esto, cuando se habla desde el poder de un legislador, ya no es cosa de histéricos, lo es de malintencionados y de recalcitrantes ofensores.

Nada nos obliga a apoyar las causas de la diversidad, pero sí estamos obligados a respetarlos; si no le gusta el matrimonio igualitario, no se case con alguien de su propio sexo; si no le agradan las personas trans, pues siga fiel a su propio rol genérico, ellos lo hacen y no quieren su aprobación, exigen su respeto; porque a final del día, ni ellos le piden permiso ni tampoco le roban el aire que respira. Pero el discurso intolerante, el crimen de odio, eso nos perjudica a quienes lo sufren y a quienes lo presenciamos porque nos distancia de la civilización, de la cultura, de la humanidad.

Hace ya muchos años cuando mi hija era muy pequeña, salíamos de la escuela y vimos una pareja de hombres que se besaban en la calle, la niña me miró y preguntó: “¿y eso…?”. Lo único que pude responder fue: “Mira, qué bueno que la gente se quiera…”. Anda, que nos dejen a que quienes creemos en la libertad, la buena voluntad y la potencia del amor, que eduquemos a nuestros hijos en este error tan humano, en este degenere que trae la libertad, mientras que quienes quieren seguir viviendo en la falsa paz de los prejuicios, sigan educando en la negación del mundo, la falta de compasión y la represión de sus deseos; pero por favor, cuando vivan, dejen vivir.

 

@cesarbc70

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