El pensamiento complejo se refiere a la competencia del individuo para conectar diferentes dimensiones de la realidad, la cual, conforme más se le analiza, y conforme más progresa y evoluciona, más componentes y más capas de realidad se le detecta.
No es una aptitud innata; es indispensable desarrollarlo conscientemente para potenciar su aplicación.
El pensamiento complejo, desde la óptica del Edgar Morin, es la capacidad reflexiva para comprender la relación que se da a distintos niveles entre el individuo, los hechos y los contextos que los contienen, y también la relación que todo este sistema guarda con el observador que la analiza.
Veamos un ejemplo1, tomado del libro Teoría de la comunicación humana de Paul Watzlawick, Janet Beavin Bavelas y Don Jackson:
En el norte de Canadá existe una variedad de zorros que vive sumergida en un extraño ciclo relacionado con el aumento y disminución de sus especímenes. En el transcurso de cuatro años pasan de la población máxima a la casi extinción, para paulatinamente recuperarse y volver a las poblaciones abundantes. Y todo esto con una clara periodicidad de cuatro años. Si los biólogos se limitaran a estudiar a los zorros, estos ciclos no serían comprensibles, pues nada hay en la naturaleza del zorro que de cuenta estas oscilaciones poblacionales, en apariencia azarosas. Sin embargo, si se toma en cuenta que esta variedad de zorros se alimenta casi exclusivamente de conejos salvajes, y que estos, a su vez, no tienen otro depredador natural, la relación entre ambas especies explica el fenómeno, pues los conejos salvajes de la región están inmersos en un ciclo casi idéntico, pero opuesto: cuando hay abundancia de conejos, crece la población de lobos y decrece la de conejos y así sucesivamente en tanto ningún fenómeno externo modifique la interacción.
El pensamiento complejo permite entender y profundizar en estas dinámicas de interacción que son las auténticas constituyentes de la realidad y que sin tomarlas en cuenta el conocimiento que obtendríamos de nuestras observaciones sería de una pobreza inaceptable para el siglo XXI.
Se trata de fijar una buena parte de la atención en el vínculo de interdependencia e interconexión entre las constantes y las variables dentro de un sistema y observar la influencia recíproca entre cada una de esas partes, que, por distintos factores también en interacción, deja de ser regular, automática y previsible.
Comprender el mundo de este modo nos previene contra la sobresimplificación y las premisas superficiales que suelen ser la materia prima de las fake news y los discursos, llenos de promesas grandilocuentes e imposibles, de populistas y demagogos, que trivializan los desafíos genuinos y las dinámicas orgánicas naturales hasta niveles en que el problema en cuestión se disuelve en el discurso mismo, quedando la impresión de que ha comenzado a resolverse.
En lo individual, y sólo como uno de los múltiples ejemplos en los que vivimos inmersos, las redes sociales son otra fuente inagotable de sobresimplificación. Una serie de imágenes ajenas y parciales, saturadas de esnobismo y vanalidad, se nos presentan de tal modo que parecen la proyección de formas de vivir perfectas y posibles, y si bien esos relatos podrían ser inocuos y hasta entretenidos si se les considera en su parcialidad, dejan de serlo cuando optamos por interpretarlos como realidades totales que terminan por hacernos cuestionar nuestra propia vida.
El problema con la complejidad creciente en que estamos inmersos consiste en su naturaleza sistémica, donde una inmensa cantidad de variables interactúa, haciendo imposible para el ojo y el entendimiento humano comprenderla a través de los sentidos o del conocimiento inmediato. Entre los sistemas naturales, sociales y culturales en que vivimos median una serie de niveles de complejidad a los que no podemos acceder o percibir de forma automática.
El análisis complejo se refiere a la competencia del individuo observador para conectar diferentes dimensiones de la realidad, la cual, conforme más se le analiza, y conforme más progresa y evoluciona, más componentes y más capas de realidad se le detecta. La realidad se podría comparar con el tejido de una especie de gran red, que a su vez está compuesto por múltiples hilos que se entrelazan entre sí y se alimentan de las interacciones que a diversos niveles se dan entre los fenómenos, las situaciones, los hechos y los individuos, relacionando de forma directa infinidad de componentes en cada acontecimiento.
Quizá la metáfora más palpable que tenemos acerca de cómo funciona en la práctica la complejidad la tenemos en el propio cerebro humano, donde el pensamiento se articula a través de intrincadas conexiones neuronales que se fortalecen con la repetición, pero que hoy sabemos que son susceptibles de transformarse mediante la neuroplasticidad, que permite expresar la capacidad adaptativa de nuestro sistema nervioso a través de reconexiones que renuevan los procesos cerebrales tanto en lo estructural como en sus funciones y que hasta hace muy poco se consideraban imposibles.
Con el pensamiento complejo se trata de comprender el mundo, tanto el natural como el social, como sistemas entrelazados y no lineales. Estructuras, más que de causas y efectos, de influencias recíprocas. De este modo ciertas acciones son causas indirectas de consecuencias que habrán de percibirse en otro lugar material, en otro eslabón de la cadena social o en un estrato distinto de la realidad concreta, como ocurre, por ejemplo, con el cambio climático, donde nuestras acciones favorecen una reacción que, aun sin resultarnos perceptible, impacta al sistema de maneras no siempre previsibles.
El pensamiento complejo no es una aptitud innata; es indispensable asumirlo y desarrollarlo para potenciar su aplicación, que ayuda al individuo a permanecer abierto en la búsqueda de nuevas opciones, prácticas y soluciones, aún ante los desafíos más intrincados.
En el siglo XX ningún concepto se resignificó de forma tan amplia como la complejidad. Del uso común del término, que lo relacionaba con lo complicado, lo enmarañado y lo difícil de entender, retomó su sentido originario y pasó a significar una nueva perspectiva para designar al ser humano, a la naturaleza, y a nuestra manera de relacionarnos con ella.
Una narrativa compleja no es sinónimo de confuso o indescifrable, sino que se trata de un relato capaz de considerar en su propia conformación la vasta cantidad de interacciones, coyunturas y contextos que conforman un fenómeno de tal modo que reconoce la interdependencia ineludible entre los participantes en dicha interacción.
Los estudios científicos basados en las Ciencias de la Complejidad fomentan la creación de modelos que expliquen el comportamiento de los sistemas en el tiempo, lo ha favorecido la emergencia de nuevos campos de investigación, y nuevas herramientas para comprender este tipo de sistemas. Quizá el mayor desafío que el pensamiento complejo opone a la inteligencia humana consiste en invitarla a ampliar la comprensión hasta llegar el punto de reconocer la imposibilidad de conocer todas las tramas y relaciones existentes y potenciales. El desarrollo correcto de este tipo de pensamiento nos acerca a aceptar la incertidumbre como una manera razonable de encarar la existencia.
En esta visión compleja puede englobarse, además del trabajo de Edgar Morin, el pensamiento sistémico de Ludwig von Bertalanffy, o las interpretaciones de Ilya Prigogine, que comprendía la inestabilidad como una propiedad de la naturaleza, o la ecología profunda, que considera a la humanidad parte de la biósfera, lo que implica asumir transformaciones sociales, culturales, políticas, y económicas que consigan por fin la convivencia armónica entre los seres humanos y el resto de las especies.
De lo que se trata es de desarrollar una postura, más que teórica, que modifique nuestras conductas en la vida práctica y así establezcamos nuevas relaciones más saludables con la propia existencia y con el mundo que nos rodea.
Necesitamos “refrescar nuestra conexión” con la realidad, dar un paso atrás para ampliar nuestra perspectiva y releer al mundo desde una óptica más compleja e interdependiente que nos permita entender de una buena vez que no existen problemas generales que sean provocados por una sola causa y por lo tanto tampoco las soluciones llegarán por esta vía.
Entender las implicaciones sistémicas y de complejidad que son inherentes al funcionamiento planetario en su conjunto –con los seres humanos incluidos– es fundamental para que las narrativas que se construyan sean más coherentes con la realidad que habitamos en el siglo XXI.
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1 Tomados de: Watzlawick, Beavin Bavelas y Jackson, Teoría de la comunicación humana. Interacciones, patologías y paradojas, Primera Edición – Décimo sexta reimpresión, España, Herder, 2012, Págs. 21-22
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