Soy fumador, quiero obviar toda discusión sobre la maldad intrínseca del tabaco, tampoco quiero discutir sobre la idoneidad de las reglas que protegen a quienes no fuman; por mi parte, me atengo a los hechos, al mundo como es y a los cada vez más reducidos espacios de que disponemos quienes queremos, todavía, ejercitar el arte del tabaco. Comparto la suerte de miles de viajeros fumadores que, apresurados, dan las últimas caladas al cigarrillo, los mismos que bajan azorados del avión y antes de preguntar por el equipaje indagan el lugar reservado para los fumadores. Los menos jóvenes aún recuerdan los tiempos, ahora míticos, del final del siglo XX, que en los aviones había filas para fumadores; en algunas naves que aún surcan el cielo quedan, como muestras arqueológicas, inútiles ceniceros; mis hijos se preguntan por esas baldadas cajitas y deducen que son compartimientos para guardar medicamentos.
Durante poco tiempo, algunas aerolíneas dispusieron en la cola del avión de una pequeña habitación casi cerrada en la que los fumadores podíamos concurrir. El resultado no podía ser más infame para fumadores y para abstemios. Confinados, como especie acorralada, los consumidores perdimos la cortesía a que nos obligaba la estancia compartida con los demás y nos alentaba, rodeados de nuestros iguales, a fumar el doble y el triple de lo que habitualmente acostumbrábamos; el humo, así multiplicado y confinado, se desparramaba del deficiente encierro y como una marejada, desagradable aún para el más empedernido de los fumadores, invadía la cabina y generaba así, más quejas de las que hubiera querido evitar. Luego vino la era de la prohibición absoluta.
Andando los meses, algunos aeropuertos se apiadaron del triste destino de la especie perseguida y crearon, con más ni menos fortuna, reservaciones para satisfacer sus anhelos. El aeropuerto de Barajas en Madrid fue un pionero en las zonas reservadas, pero con tan mal tino que su área de fumadores incitaba más a la risa que a disfrutar un buen ducado; se trataba de un corralito, sin puertas, muros o ventanas, que pusieran límites al humo frente al aire común. En el aeropuerto regional de Loja, Ecuador, en donde coinciden las fuentes del Amazonas y el nacimiento de los Andes, en un claro de la Cordillera, entre un circo de fantásticas montañas, están fijos en la pared los señalamientos de no fumar, pero a nadie parece preocuparle. Existen los cubos confinados cuyo mejor ejemplo es la sutileza y la elegancia que provee el aeropuerto Charles de Gaulle de París, cuyos cristales con calcomanías que imitan biselados que dibujan un tupido bosque. Heathrow, en Londres, también tiene cabinas de fumadores, tienen en cambio un artilugio que funciona igual que los monigotes de ropa vieja inútilmente tratan de asustar a los cuervos: ceniceros industriales, rebosan de colillas y cenizas en faraónicas pirámides, pero la eficiente higiene británica no se hace esperar, gigantescos aspiradores no dejan huella del olor del tabaco quemado.
El aeropuerto de Frankfurt tiene un reducto patrocinado por la marca de tabaco que fumo desde los veinte años, lo que produce la extraña sensación que hemos desarrollado en Occidente y a la que llamamos “lealtad de marca”. Un área rara, entre la pecera del fumador y la cafetería libre de restricciones, es la habitación de fumar del aeropuerto de Washington D.C. Ahí, sin embargo, el viajero deja escapar una risa ineludible cuando se da cuenta que el espacio que ahora ocupa está a cargo del heroico departamento de bomberos del distrito de Columbia.
El paraíso del fumador está en las cafeterías sin restricciones; la primera de ellas, escondida en lo más profundo del aeropuerto de Quito, Ecuador. En Atlanta, el aeropuerto dispone de una sórdida cafetería como arrancada de una película de Tarantino: un rincón oculto tras de una puerta anónima y solo le faltan las escupideras en el suelo, el forzudo con chaleco de piel y los brazos íntegramente tatuados y un buen pleito a sillazos para completar el estereotipo. A su vez, dispone de un encanto peculiar: una estupenda vista sobre las pistas de los aviones mercantes, resulta fascinante el lento movimiento de esas ballenas que se enfilan, como en una migración prehistórica a las pistas, donde, dotadas de una gracilidad inimaginable abandonan su condición cetácea para volverse gigantescas bestias voladoras con sus vientres repletos de riqueza.
El último y mejor de todos los espacios fumadores es una pequeña y muy completa cafetería en el aeropuerto Václav Havel de Praga, sencillo con claridad meridiana, con un bar bien aprovisionado de buenos sándwiches y bebidas y un delicioso café de calidad mucho más que suficiente, grandes ventanales a pie de pista por los que se dejan ver rápidos e incesantes pequeños aviones para vuelos domésticos y, sobre todo, la dulce sensación de estar, con enorme nostalgia, en un viejo restaurante de aquellos que eran comunes cuando las libertades aún eran prioritarias y resultaba natural fumar un cigarrillo acompañando al café. Es ahí donde, como dice la canción, fumando espero.
@cesarbc70
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