- Miguel Ángel Castro NogueiraUNIR – Universidad Internacional de La Rioja
- Laureano CastroProfesor Tutor Biología, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia
- Miguel Angel Toro IbáñezProfessor Animal Breeding, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)
El triunfo electoral de Donald Trump en las elecciones estadounidenses es visto con estupefacción por buena parte del mundo progresista occidental.
Es cierto que una parte de sus apoyos puede explicarse como respuesta a intereses concretos de determinados votantes que se sienten amenazados por las políticas del partido demócrata. Por ejemplo, los efectos negativos de la globalización o de la inmigración no regulada sobre una parte de las clases medias y bajas americanas.
A pesar de ello, muchos analistas muestran su desconcierto ante lo que perciben como un comportamiento electoral con dosis altas de irracionalidad que premia a un personaje como Trump que no tiene reparos en mostrarse como un individuo de dudosa moralidad.
¿No detectan sus votantes esos rasgos poco virtuosos en la personalidad de Trump? ¿Por qué no influyen en su voto? Debemos descartar, por inverosímil, que millones de personas no perciban tales defectos o que voten de manera carente de racionalidad. ¿Qué sucede en realidad?
Steven Pinker, un prestigioso psicólogo evolucionista de la Universidad de Harvard, descarta que los comportamientos de apariencia irracional sean fruto de los errores de tipo lógico que nuestra cognición comete en situaciones de carácter abstracto. Tampoco parecen deberse al impacto que los bulos y la desinformación tienen sobre nuestras decisiones. Según Pinker, la apariencia de irracionalidad con la que muchas veces se comporta la gente proviene de los efectos de ciertos sesgos cognitivos como el sesgo “de mi lado”. Este conduce a que los individuos sean mucho más receptivos a los argumentos del grupo con el que se identifican y rechacen los de los grupos rivales.
Por otro lado, el razonamiento motivado lleva a rechazar la evidencia lógica y empírica que avala conclusiones que no nos gustan y a buscar evidencia en favor de nuestras ideas, reforzando el sesgo anterior.
Estos y otros sesgos contribuyen a sostener los grandes sistemas de creencias de carácter mitológico, no instrumentales, como las religiones o los mitos nacionales. Estos actúan como relatos destinados a construir una realidad social que cohesione al grupo y le confiera un propósito moral sin que, en apariencia, importe que sean más o menos verdaderos.
Para comprender mejor el funcionamiento de esos relatos, auténticos productos culturales contingentes, es necesario indagar en el papel que han jugado en nuestra evolución como organismos culturales.
‘Configurados’ para una vida determinada socialmente
La evolución es responsable de que nuestra cognición esté configurada para una vida social con múltiples interacciones de cooperación, intercambio y aprendizaje cultural. Cada persona interactúa de forma emocionalmente intensa y significativa con un número relativamente pequeño de individuos que constituyen su grupo o grupos de referencia.
En esos escenarios microsociales no solo aprendemos a comportarnos, sino que absorbemos inconscientemente las convenciones, preferencias, valores y normas presentes en nuestro entorno cultural. Esa interiorización se produce gracias a la presencia de formas elementales de enseñanza basadas en la aprobación o desaprobación de nuestra conducta por parte de aquellas personas a las que estamos ligadas de manera más estrecha.
Junto con los saberes instrumentales propios de cada entorno local, a través de la enseñanza se transmiten también innumerables contenidos valorativos y narrativos referidos a la identidad grupal, la normatividad o cualesquiera otras creencias populares. El refuerzo social hace que aquello que se enseña se perciba como verdadero gracias al bienestar que surge cuando seguimos las indicaciones de las personas que nos importan y del malestar que sentimos cuando nos alejamos de sus recomendaciones.
La verdad con la que percibimos muchas de nuestras convicciones es fruto de ese aprendizaje emocional que podría haber sido otro. Sirva de ejemplo de ello la fuerza de las creencias nacionalistas sobre la bondad de su patria y sus tradiciones o la seguridad de la fe religiosa en torno a su credo, certezas imposibles de explicar si eliminamos el bienestar que experimentan unos y otros en sus prácticas e interacciones colectivas.
Una verdad incómoda
Nos encontramos así ante un hecho molesto: que los sentimientos de placer y desagrado que orientan el aprendizaje cultural son capaces de dotar de consistencia cognitiva y moral a las diversas prácticas, creencias y estructuras sociales que rigen las sociedades humanas.
Ahí radica el poder de la cultura para moldear el comportamiento humano y, al tiempo, la dificultad que encuentran las transformaciones culturales de calado para imponer su verdad en el imaginario colectivo de aquellos que se han educado de una manera diferente. Solo así podemos entender por qué tantas personas admirables en muchos sentidos se han sentido cómodas viviendo en sociedades donde la esclavitud, el racismo o la discriminación de la mujer eran hechos cotidianos.
El voto conservador trumpista
Volvamos a Trump. Como afirmamos más arriba, sería un error reducir su éxito a una pura reacción tribal contra los demócratas, la inmigración o contra quienes luchan contra el racismo. El triunfo de Trump no es ajeno a su defensa de ciertos valores tradicionales profundamente enraizados en sus votantes y al sentimiento de veracidad e inmediatez con que estos los perciben.
A pesar de sus miserias, Trump ha sabido capitalizar la defensa de lo que muchos norteamericanos conservadores consideran importante. La democracia exige aceptar el resultado electoral mientras que nuestras preferencias ideológicas nos invitan a discrepar políticamente para revertirlo.
Los seres humanos no podemos ni debemos ignorar nuestras convicciones. No obstante, dado el carácter contingente y la veracidad con la que percibimos las creencias, incluyendo las propias, consecuencia del modo en que aprendemos culturalmente, deberíamos enseñar a no estigmatizar a nuestros oponentes por pensar de una manera que juzgamos equivocada.
Es cierto que la vida política funciona como una batalla y comportarse así puede resultar una estrategia poco exitosa, como demuestran los réditos que proporciona la polarización. Sin embargo, nos gustaría pensar que a largo plazo podría mejorar el funcionamiento democrático de las sociedades humanas. Además, desde un punto de vista ético, parece incuestionable.
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