Hipersensibilidad y falsa incorrección: por un lado la igualdad es el valor supremo y carecemos del derecho de salirnos de tono para expresar cualquier cosa que contravenga la moral dominante.
Al mismo tiempo está prohibido ser convencional y transgredir, rechazar la corrección política e innovar es la forma más apropiada de estar en el mundo. ¿Cómo conciliar ambas tendencias sin morir en el intento?
En un paso más en nuestro análisis de la “cultura de la cancelación” hoy abordamos dos temas que en cierta manera se contraponen de forma paradójica, pero que en el fondo forman parte del mismo orden.
El primero de ellos es la “hipersensibilidad” ante lo políticamente incorrecto.
Como ha quedado claro a lo largo de las últimas entregas, vivimos exacerbados en la búsqueda de defender lo que se considera correcto, aunque sólo sea en la forma. Esta ambición, en gran medida legítima, se combina con una deficiencia generalizada en el manejo de la frustración y la incomodidad. Si bien los asuntos suelen ser de la más perentoria importancia, la forma de buscar erradicarlos o corregirlos tiene mucho de pueril. Lo que nos molesta, lo que consideramos inapropiado o inaceptable queremos que desaparezca de inmediato y para siempre. Nos resulta intolerable cualquier cosa que perturbe nuestra inquebrantable y perfecta solidez moral, y por ello, cualquiera que ose violentarla –sin importar si aquello que la violenta corresponde a un hecho del pasado, producto de la moral de otro tiempo– debe ser eliminado, erradicado, cancelado, borrado para siempre.
Por alguna causa consideramos que nosotros no tenemos obligación alguna de esforzarnos para gestionar nuestra incomodidad y nuestra frustración, son los otros quienes deben proveernos de escenarios distendidos y relajados, donde apaciblemente nos relacionemos con los demás y con el mundo, siempre desde nuestros códigos y preferencias.
En su libro Trump y la posverdad, Ken Wilber1 nos pone algunos ejemplos de lo que él llama “hipersensibilidad narcisista”: relata el caso de un maestro que, en una universidad norteamericana, “se atrevió” a corregir la gramática de los estudiantes en un examen. Al parecer esta acción produjo que sus alumnos lo denunciaran ante las autoridades académicas por generar “un clima de miedo” en el aula.
Otro caso detallado por Wilber es el de una asistente a un mitin feminista. Luego de que el primer orador recibiera un gran aplauso, esta mujer se puso de pie para decir que dicho aplauso la había “puesto nerviosa”, con lo cual se organizó una votación con la que se decidió evitar los aplausos durante el resto de la sesión.
Dice Wilber a este respecto: “Estos son ejemplos de una sensibilidad tan enfermiza que, en lugar de reconocer que la persona en cuestión quizá padezca un problema emocional, se la etiqueta como víctima y se obliga a todo el mundo a someterse a sus caprichos narcisistas2”.
Prohibir el aplauso en un evento público, tras una exposición que lo amerite, para no contrariar la sensibilidad de una sola persona ¿es un ejemplo de respeto y de igualdad? Tengo la impresión de que no. Al parecer existen centros deportivos donde los niños juegan partidos de futbol sin contar los goles para que los perdedor no se sienta estresados y desvalorizados. Incluso se habla de escuelas donde se busca que todos aprueben y no se evalúe a nadie para no discriminar. ¿Será este el camino correcto? ¿Hay algo en la naturaleza que crezca y evolucione sin un cierto nivel de estrés y desafío? ¿Qué ocurrirá con esos niños cuando salgan al mundo y se enfrenten a la vida real? ¿No sería mejor dejar en claro en qué ámbitos y por qué motivos es oportuno competir y evaluarse y en qué otros todo individuo merece el mismo nivel de validación? ¿Hacer creer a los jóvenes que la realidad es plana, uniforme, predecible y estática será una manera eficaz de educar?
El ser humano es un animal social, sin duda, pero también es un individuo movido por el deseo y en oposición permanente con la necesidad y el deseo del otro y tiene la responsabilidad para consigo mismo de construirse de tal modo que pueda alcanzar cierto grado de madurez personal y fuerza interior que lo habilite para la convivencia e interacción con los demás.
Para redondear la paradoja, en contraposición con el tema de la hipersensibilidad, nos encontramos con la “falsa incorrección política” como parte de la extraña cultura de la “transgresión light”.
En su microensayo “Poéticamente correcto”, dentro de su libro Filosofía mundana, el filósofo español Javier Gomá3 nos hace ver algo interesante: por alguna extraña causa –que yo me inclino a pensar que tiene mucho que ver con ese narcisismo hipersensible– cuando a la gente se le pregunta por su mayor defecto, suelen responder con una virtud llevada a lo superlativo: soy demasiado autoexigente, demasiado sensible, demasiado generoso, demasiado perfeccionista y así, un largo etcétera, mientras que nadie confiesa: soy mezquino, envidioso, tacaño o resentido, características mucho más cercanas al concepto de defecto que “tender al perfeccionismo”.
Pero, por el otro lado, cuando se habla de virtudes curiosamente nadie suele presumir su condición de “políticamente correcto” como una de ellas. Y se entiende, porque esto implicaría ser común y corriente y, por alguna causa, también misteriosa, aunque de nuevo encaja a la perfección con la hipersensibilidad narcisista, todos huimos de “la norma” para calificarnos como “únicos y especiales”.
La “cultura de la transgresión light” implica renovar la envoltura sin proponer un cambio verdadero en lo interior. Por más que dé la impresión externa de producir una transformación auténtica, no hace sino reafirmar valores caducos. Sorprender por sorprender o escandalizar por escandalizar no implica renovación alguna. Todo lo contrario, se trata de una manera de buscar la distinción a partir de actos sin sentido que sólo alimentan un individualismo gastado y decadente, que ni siquiera le es útil a quien lo ejerce.
Estas dos tendencias muy presentes en el mundo de hoy causan una profunda confusión y complican la congruencia para pensar y actuar.
Por un lado tenemos que ser como todos, porque la igualdad es el valor supremo: nadie debe ser evaluado, estresado, incomodado, calificado, invalidado en sus ideas o deseos, pero tampoco nadie tiene permiso para salirse de tono, para expresar cualquier cosa que contravenga la moral dominante, que ofenda, que desafíe los valores considerados correctos.
Y, al mismo tiempo, de manera completamente esquizofrénica, está prohibido ser convencional y formar parte de la “normalidad”.
Ser común y ordinario se asocia con lo negativo, mientras que ser transgresor se asume como una virtud extraordinaria que en apariencia abre nuevos caminos, pero que la inmensa mayoría de las veces sólo lleva al exceso, a la estridencia y a la provocación, sin que exista novedad o propuesta que aporte valor auténtico.
Desde luego se trata de una paradoja falsa, aparente, porque desde luego no todos somos “únicos y especiales”, de hecho somos bastante parecidos, sufrimos los mismos conflictos, tenemos sueños análogos, talentos equivalentes, miedos , filias y fobias que podemos rastrear hasta las épocas más antiguas. Por eso nos sigue emocionando Homero, Shakespeare y Neruda. Por eso seguimos estudiando a Platón, a Séneca o a Sartre, porque, cada uno a su modo, cada uno desde un enfoque distinto, desde una perspectiva particular, desde una cosmovisión única, crean ese complejo caleidoscopio que nos muestra a los mismos seres humanos de siempre, desde una creciente multiplicidad de ángulos.
Pero esto no es negativo en lo absoluto. Es gracias a que, aun dentro de las profundas diferencias que nos separan, los seres humanos compartimos tanto y a niveles tan profundos que nos permite soñar con que es posible que emerja la empatía necesaria para gestionar nuestras diferencias, aprender a vivir en convivencia constructiva y salvarnos como especie.
La tendencia dominante aspira a imponer una corrección política que funcione como mecanismo para inducir el respeto y la igualdad. El problema es que llevarla al límite a causa de la hipersensibilidad mencionada propicia escenarios absurdos e inútiles, como lo hemos visto en los ejemplos expuestos, con el agravante de que aquellos que callen por temor a la descalificación pública, en vez por auténtico convencimiento, acumularía un resentimiento inexpresado en espera de un momento propicio para salir a la superficie.
Por eso, más que una “corrección política” forzada, lo que cabría es poner el énfasis en el “cómo se expresa” lo que de verdad se piensa y se siente. El equilibrio entre el fondo –decir lo que de verdad se piensa– y la forma –encontrar maneras que no ofendan, que no descalifiquen, que no discriminen– de expresión es el camino para, al mismo tiempo que sale a luz los pensamientos y sentimientos genuinos, estos aparecen expresados en formas que privilegien el auténtico respeto y tolerancia hacia los demás.
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1 Wilber Ken, Trump y la posverdad, Primera Edición, España, Kairós, 2018, Pág. 68
2 Idem.
3 Gomá Lanzón, Javier, Filosofía mundana. Microensayos completos. Cuarta Edición, España, Galaxia Gutenberg, 2018, Págs. 181-183
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