Era Covid: las semillas de un nuevo liderazgo

Los líderes actuales son producto de un sistema que la pandemia está en proceso de demoler. Corresponde a los ciudadanos, a partir de su compromiso y responsabilidad, sentar las bases para el surgimiento de un nuevo tipo...

26 de febrero, 2021

Los líderes actuales son producto de un sistema que la pandemia está en proceso de demoler. Corresponde a los ciudadanos, a partir de su compromiso y responsabilidad, sentar las bases para el surgimiento de un nuevo tipo de liderazgo más acorde con los desafíos del siglo XXI.  

La semana anterior hablábamos de las profundas carencias que han mostrado a lo largo de la gestión de la pandemia los diversos liderazgos políticos en el mundo. Sin embargo, sin que deje de suscribir una sola palabra de lo expresado, la reflexión de hoy va encaminada a plantear la idea de que simplemente culparlos a ellos, deslindándonos por completo de toda responsabilidad, ni resuelve el problema ni nos enseña nada.  

Aun cuando es más cómodo buscar culpables, cada uno de nosotros, en tanto miembros activos de la sociedad, somos actores en el complejo sistema común que entendemos como civilización humana. Cuando nos observamos como individuos aislados ante los grandes poderes económicos y políticos, nos queda la impresión de que somos pequeñas piezas de madera flotando en un océano convulso y que seremos conducidos por las corrientes sin la capacidad de oponer resistencia o decidir por nosotros; sin embargo esto no es totalmente cierto. 

Es verdad que estamos inmersos en una compleja red de sistemas y contextos que están en funcionamiento con o sin nuestra venia; no obstante, al mismo tiempo que somos piezas de esos sistemas, en alguna medida los influimos y podemos ejercer ciertas presiones sobre ellos en aras de transformarlos paulatinamente. Y es posible acelerar este proceso si de manera organizada orquestamos y sumamos intenciones y esfuerzos.  

Desde el sitio que ocupemos en nuestro grupo social participamos tomando infinidad de decisiones que, sumadas a las de nuestros pares, crean la realidad común que habitamos: cumplimos –o no– con la ley, ejercemos nuestro trabajo con entrega y profesionalismo, pagamos impuestos, votamos responsablemente en cada elección –o declinamos ese derecho, permitiendo que otros decidan por nosotros–, educamos a nuestros hijos inculcándoles una serie específica de valores… son algunas entre muchas otras micromaneras de participación que, por diminutas que parezcan, terminan por ser determinantes en nuestro ámbito de influencia, en especial de cara al futuro. 

Una vez asumido que, efectivamente cada uno de nosotros jugamos un papel en la sociedad que habitamos, así sea sutil, es importante reconocer también que si deseamos realmente vivir en un mundo mejor, estamos obligados a cooperar con la parte que nos toca, para lo cual requerimos desarrollar una serie de atributos que no nos son dados, sino que emergen del trabajo, la voluntad y el compromiso. 

Los tiempos de visiones aisladas y compartimentadas del mundo pertenecen a otro tiempo. Si los seres humanos pretendemos sobrevivir al siglo XXI, con todos los retos y desafíos en los que ya estamos inmersos, tendremos que entender que, sin perder nuestra individualidad y autonomía, debemos asumirnos como una parte influyente y participante de una realidad social y comunitaria compleja en evolución. Esto exige que desarrollemos esos atributos que en el artículo anterior echábamos de menos en nuestros líderes: el aplomo y la serenidad para de gestionarnos en contextos de incertidumbre extrema y la capacidad de adaptación y cambio ante dichos escenarios.   

Los líderes que nos gobiernan salen de nuestra misma sociedad, así que si queremos elevar el nivel de gestión pública, tendremos que empezar por elevar nuestro particular sistema de gestión privada y personal. 

Conforme la civilización –entendida no como la suma de individuos aislados, sino como una colectividad viva y en permanente desarrollo– ha evolucionado, ha resuelto infinidad de problemas que los individuos aislados no pueden. 

Pongamos como ejemplo el referente previo a la Era Covid que hoy nos aqueja. Entre 1918 y 1920 azotó al mundo una terrible pandemia conocida como “gripe española”. Por causas que no cabe desarrollar ahora, nadie la considera como el hecho más dramático que le sucedió a la humanidad en el siglo XX. Y sin embargo lo fue. Debido a ella fallecieron en un lapso de dos años más seres humanos que en la Primera y la Segunda guerras mundiales JUNTAS. 

Nos dice Laura Spinney en su espléndida investigación acerca de este periodo, contenida en el extraordinario libro El jinete pálido1

“La gripe española infectó a una de cada tres personas del planeta, a 500 millones de seres humanos. Entre el primer caso registrado el 4 de marzo de 1918 y el último, en algún momento de marzo de 1920, mató a entre 50 y 100 millones de personas, o entre el 2.5 y el 5 por ciento de la población mundial…”.

Si extrapolamos los números de aquella pandemi, –que, por cierto, tuvo enormes semejanzas con la provocada por la Covid-19–, considerando nuestra densidad de población actual tendríamos el escalofriante número de más de 2500 millones de contagiados y entre 175 y 350 millones de muertos a nivel mundial en tan solo dos años.   

¿Por qué entonces nadie piensa en la “gripe española” como la inmensa tragedia global que fue y, sin embargo, con un número marginal de infectados y fallecidos, la Covid-19 ha paralizado al mundo provocando costos inconmensurables en todos los ámbitos humanos? 

Con todo y lo trágico que son los números de muertos y contagiados por Covid y las inciertas perspectivas de futuro a mediano plazo que se muestran ante nosotros, no estamos ni remotamente en un riesgo de semejante catástrofe sanitaria y humanitaria, y esto se debe a que, a pesar de que como individuos ni siquiera sepamos nada de dicho episodio histórico, como humanidad aprendimos de aquella experiencia. 

Gracias a ella hemos evolucionado: en muchos aspectos el salto cuántico dado por la ciencia médica en el último siglo ha sido influenciado por dicho suceso, también fue fundamental para la consolidación de la epidemiología, disciplina que hoy tantas vidas ha salvado, o el intercambio de información y cooperación internacional entre naciones en casos de crisis sanitaria como la actual –inexistentes en 1918–. Y qué decir de la consciencia de que cada vida humana es invaluable, convicción cada día más interiorizada en el mundo global del siglo XXI, pero aun difusa a principios del siglo XX. Pero sobre todo, la gran diferencia entre la gripe española de 1918 y la Covid 19 del año 2020 está en que en el segundo caso tenemos una comprensión plena de que se trata de un fenómeno global y hace un siglo, no. 

La gripe española de 1918 fue entendida en su tiempo como una serie de epidemias independientes, donde cada país hizo lo que buenamente pudo con los recursos, conocimientos médicos disponibles y circunstancias específicas de cada lugar. En contraste, la crisis por Covid-19 se comprendió como pandemia desde el primer momento en que la infección salió de territorio chino. Esta pequeña gran distinción está haciendo toda la diferencia, porque ni los gobiernos más omisos han podido abstraerse de la influencia global. 

Con todas sus desventajas, este es un gran ejemplo de la diferencia entre vivir un mundo globalizado y vivir en uno que no lo es. La cooperación científica, el flujo de información instantánea acerca de lo ocurrido en otros países, el catálogo de medidas y prevenciones entre naciones –donde lo que hace uno sirve como referente para los demás y viceversa–, el compromiso general de que las vacunas se distribuyan de forma equitativa entre naciones ricas y pobres –buen propósito que por el momento no se cumple del todo– y la competencia entre unos gobiernos y otros por desarrollar una buena campaña de vacunación… nada de esto ocurrió –ni podía ocurrir– en el mundo de 1918, sumergido en la Primera Guerra Mundial, dividido en naciones aisladas con una muy baja interconexión, un mundo sin telecomunicaciones, gobernado por el nacionalismo mal entendido y segmentado por fronteras políticas inexpugnables, sin la tecnología con que hoy contamos, pero sobre todo, un mundo sin la conciencia de que los seres humanos, todos, de la nación que sea, somos parte de una sola especie y de que es mucho más lo que tenemos en común que lo que nos distingue. 

Así como en 2020 y 2021 la humanidad es muy distinta a la de 1918, si queremos resolver los grandes problemas que nos aquejan como especie –además de la Covid 19–, como el cambio climático, la desigualdad, la migración masiva y un largo etcétera, necesitamos construir un mundo distinto al que, para bien o para mal, dejamos definitivamente atrás con el inicio de la pandemia. 

Aun contra nuestra voluntad, la Era Covid se ha convertido en un catalizador que ha desnudado una buena parte de las carencias que necesitamos forzosamente transformar para que ese “nuevo mundo” Post Covid comience a surgir y seamos viables como especie en los siglos por venir.     

Es aquí donde la responsabilidad individual se hace indispensable. Esperamos que nuestros líderes sean perfectos, infalibles y sobrehumanos cuando surgen circunstancias graves e inéditas, pero tampoco nosotros lo hemos sido y al final nuestros gobiernos, como ya se dijo, no vienen de otra galaxia, sino que salen de la propia ciudadanía. No nos hace daño reconocer que en muchas ocasiones, en especial aquellos que, sin pedirlo, gozamos de oportunidades que la mayoría más desfavorecida carece, hemos quedado a deber en términos de participación solidaria, de tomar las medidas personales de prevención básicas y en desarrollar nuestras facultades con miras a nuestro desarrollo, pero también al de nuestra comunidad. 

Antes de la pandemia íbamos en la ruta de ser la primera generación en la historia humana en heredar a quienes habrán de seguirnos, condiciones de vida inferiores que las de quienes los precedieron. Paradójicamente, si nos comprometemos con la ineludible edificación de ese mundo nuevo que nos toca construir, la Era Covid habrá servido para ayudarnos a evitarlo. 

Web: www.juancarlosaldir.com

Instagram:  jcaldir

Twitter:   @jcaldir   

Facebook: Juan Carlos Aldir

1 Spinney, Laura, El jinete pálido. 1918: La epidemia que cambió el mundo, Primera Edición, Cuarta Impresión, España, Crítica-Planeta, 2020, Págs. 348

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