Opinar acerca de cualquier cosa resulta tan sencillo porque no se necesita saber acerca de aquello que juzgamos. Basta con asumir una postura moral a partir de lo que creemos o de lo que suponemos que es correcto.
Nuestras opiniones casi nunca se refieren a aquello de lo que opinamos sino que hablan de nosotros, de quiénes somos y de cómo queremos que los demás nos perciban.
La semana anterior poníamos como ejemplo el caso de Morgan Freeman, de cómo, tan sólo por lo expresado por una periodista, cayó sobre el actor una andanada de opiniones acerca de su persona que carecían por completo de fundamento.
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Opinar consiste en hacer público un juicio de valor, la conclusión moral que tenemos acerca de las cosas. Aunque otra manera de decirlo es que una opinión es el modo más inmediato de darle cuerpo y externar nuestras creencias a través de un juicio.
Es conveniente no confundir el acto de expresar una opinión acerca de un hecho ajeno a nosotros, que el intercambio de argumentos con un interlocutor del que se hablaba cuando en un apartado anterior nos referimos a la conversación y al debate. En aquellos casos existe una interacción directa con un “otro” y ambas partes fundamentan sus ideas, ya sea que exista o no una escucha que permita reconocer el valor de lo expresado por la contraparte.
Cuando, por la razón que sea, nos sentimos impelidos a expresar lo que opinamos sobre un hecho, lo que en realidad ocurre es que, tras mirar ese episodio del entorno con los lentes de la creencia y el prejuicio, nos posicionamos ética y moralmente de una manera determinada pero de forma unilateral. Un “opinador” obsesivo y fanático equivale a un juez que emite sentencia en cuanto le exponen el caso, sin escuchar pruebas y sin contrastar argumentos. A los seres humanos nos gusta tener razón y seguir el flujo de la corriente dominante, lo que en México se le conoce como “subirse al tren del mame”, es la mejor manera de que nadie nos contradiga.
Una de las noticias de los últimos tiempos es la separación y pelea descarnada –donde canciones, relojes Casio y automóviles Twingo van y vienen– entre la cantante colombiana Shakira y el exfutbolista Gerard Piqué. Aun cuando nadie de nosotros sabemos realmente lo que ocurre, ha ocurrido y habrá de ocurrir entre estas dos figuras públicas, nos posicionamos a favor de uno u otro sin darnos demasiada cuenta de que con nuestro juicio no hablamos tanto de la pareja en conflicto como de nosotros mismos.
A través de los juicios de valor con los que se acusa, se condena o se justifica a cualquiera de las dos partes, sin conocer a fondo los pormenores del asunto, el opinador proyecta en un relato, en una declaración axiomática, en una sentencia inapelable lo que cree acerca del matrimonio, de la pareja, de la maternidad y paternidad, del feminismo o de la infidelidad, aun cuando no siempre realice esta operación de forma consciente.
Opinar acerca de cualquier cosa resulta tan sencillo porque no se necesita saber acerca de aquello que juzgamos. Basta con asumir una postura moral a partir de lo que creemos o de lo que suponemos que es correcto. O, en el peor escenario, posicionarnos a partir de lo que la corriente dominante de opinión dice acerca del hecho a juzgar. En este caso Shakira y Piqué pasan a un segundo plano en tanto personas y se convierten en referentes simbólicos de dos posturas morales encontradas y lo que importa al emitir una opinión es mostrar de qué lado del espectro nos colocamos a partir de nuestros juicios.
Nuestras opiniones casi nunca se refieren a aquello de lo que opinamos –puesto que poco o nada sabemos de verdad del asunto– sino que hablan de nosotros, de quienes somos y de cómo queremos que los demás nos perciban. Por supuesto, esto no aplica del mismo modo cuando se trata de una opinión profesional o experta, pero de ello hablaremos un poco más adelante.
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