La semana pasada hablamos de cómo el actual gobierno llegó al poder y de la disyuntiva que marca el año electoral: el retiro –verdadero o simulado– de la máxima figura, no sólo de Morena sino de la política mexicana del siglo XXI y la pretensión de transformar el régimen político a partir de cambios constitucionales que modifiquen al poder judicial, a la autoridad electoral y la relación de las fuerzas armadas con la seguridad pública, entre otras.
En caso de que estas mayorías se concreten podemos tener la certeza de que Morena habrá de conservar el poder total durante las siguientes décadas. A esto hay que agregar que el Presidente López Obrador ha asegurado en un sin fin de ocasiones que al terminar su mandato habrá de retirarse de la vida pública. La gran interrogante es cómo se gestionará un movimiento de estas dimensiones y con semejante poder, sin el líder que lo hizo posible y que, sin duda, hoy conserva el control y la rectoría moral sobre las inevitables corrientes que habrán de surgir cuando éste haya delegado el poder.
A Morena, y muy en especial a su líder, Andrés Manuel López Obrador debe reconocérsele su enorme capacidad para comunicar y apropiarse del discurso y la agenda nacional. A partir del primer día de gobierno, sin que tuviera que hacer absolutamente nada, sin un sólo acto de gobierno realizado, su movimiento se autodenominó como la “Cuarta Transformación”, al mismo nivel de la Independencia, de la Reforma y de la Revolución. Y el éxito al posesionar su narrativa es tal que incluso sus opositores lo llaman así: el Gobierno de la 4T, el partido de la 4T… Ahora se da un paso más: todo aquel que no apoye incondicional y acríticamente dicho movimiento, traiciona a la patria, así, sin más. Lo realmente deseable sería que, en vez de la propaganda, fuese la historia la que decidiera si esa «transformación», en primer lugar ocurrió y en segundo si fue de semejante dimensión.
Morena sabe que para su consolidación como partido hegemónico el resultado de esta elección es determinante. Por eso no ha escatimado en integrar al movimiento a todo aquel que sea capaz de aportar votos, sin importar su filiación política, su pasado partidista, su calidad moral o sus aspiraciones presentes o futuras. Se trata de «ganarlo todo a como dé lugar» para hacerse de todas las instituciones del país y después, con un ejército de personajes variopintos abordo, la providencia dirá.
Este es quizá uno de los aspectos que me parecen más graves. Se estuviera o no de acuerdo con el discurso de López Obrador, aparentaba tener la virtud de la congruencia, de la razón histórica y de la calidad moral para esgrimirlo a partir de su honradez personal y de los principios ideológicos que defendió durante décadas. Sin embargo, cuando se deja todo de lado para integrar a quien sea, para utilizar cualquier método que reporte votos y cuando se está dispuesto a hacer lo que sea con tal de obtener el poder, aquello de que “no se buscan cargos ni el poder por el poder en sí mismo” pierde por completo su sentido.
Lo cierto es que, de un modo u otro, a estas alturas de la contienda, la ventaja que todas las encuestas le otorgan a Claudia Sheinbaum, sumada al aquelarre en busca de cargos en que parecen estar inmersos los partidos políticos opositores, el triunfo de la candidata oficialista parece inevitable.
El momento histórico es central. De conseguir el oficialismo la presidencia y la mayoría calificada en el congreso para la siguiente legislatura, yo, que paso de los cincuenta años, tengo claro que ya no veré un gobierno de México de un partido distinto a Morena. Como sobreviviente de los tiempos del PRI hegemónico, sólo de pensarlo, me da vértigo.
La situación es clara. Al finalizar las precampañas Xóchitl Gálvez pareció recuperar parcialmente el rumbo y auguró mejoras para lo que resta de la contienda. Sin embargo, en general, hemos observado una oposición débil, dividida y desdibujada, donde los liderazgos están más preocupados por repartirse los restos del naufragio y obtener un beneficio personal que por defender un presunto modelo alternativo al que ofrece Morena. Al día de hoy no queda claro –más allá del rechazo personal que puede sentir un segmento del electorado contra López Obrador y su movimiento– por qué deberíamos votar por la alianza opositora, cuando ni ellos mismos se ven unidos y con una meta en común. Una cosa en evidente: la mera animadversión contra AMLO –sin un proyecto concreto que dibuje un México distinto y mejor para el futuro– no será suficiente para evitar que Morena se haga del poder absoluto.
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