Ya que todos los hombres y mujeres que habitan este planeta somos del mismo género y especie, todos nacemos libres e iguales y estamos provistos de la misma dignidad y valor profundo. Este es un punto de partida común desde el cual podemos mirarnos a los ojos sabiendo que sin importar raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o nacionalidad, poseemos los mismos derechos y obligaciones en tanto humanos.
En la última entrega dimos pruebas científicas de que las razas son únicamente cambios adaptativos sutiles y que en realidad los seres humanos, todos, formamos parte de una sola especie.
Ante la complejidad de definir el concepto de dignidad de manera positiva y clara, intentaré construir una definición hasta cierto punto negativa, al afirmar que la dignidad humana es aquella sensación íntima y personal que queda en cada uno de nosotros cuando nos son retiradas todas las categorías construidas –ética, cultural y biológicamente1– que nos distinguen, que nos separan, que nos diferencian: raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Eso que queda, esa sensación profunda y personal de existir, de ser nosotros, es nuestra dignidad, es el sustrato más elemental de nuestra condición de humano y que todos sin excepción la compartimos con la misma potencia y calidad.
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En esa misma Declaración Universal de los Derechos Humanos ya citada, las primeras líneas del preámbulo explican la justificación del texto en su conjunto: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…”.
Para Jürgen Habermas , como lo dice en el texto, El concepto de dignidad humana y la utopía realista de los derechos humanos, “la dignidad humana (…) constituye la ‘ fuente’ moral de la que todos los derechos fundamentales derivan su sustento”. Kant, como el más grande de los filósofos que se ocupó de este tema, afirmó que el hombre es un fin en sí mismo, no un medio para uso o beneficio de otros individuos, ya que dicha condición lo convertiría en una cosa, en un objeto.
Una vez que podemos reconocer que todos los hombres y mujeres que habitan este planeta somos del mismo género y especie, todos nacemos libres e iguales, como de manera generalizada y convencional se aceptó en la Declaración de Derechos Humanos, y que estamos provistos de la misma dignidad y valor profundo, entonces tenemos por fin un punto de partida común desde el cual podemos vernos de frente y mirarnos a los ojos sabiendo que todos, sin importar raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o nacionalidad, poseemos los mismos derechos y obligaciones en tanto humanos.
Esta es una declaración muy importante porque implica que nadie está facultado, bajo ninguna justificación cultural, económica, política o religiosa para despojar, someter, esclavizar o denigrar a otro ser humano. Éste es el límite del multiculturalismo. Cualquier creencia, tradición, régimen, ideología que atropellen cualquiera de estas condiciones no tiene por qué ser aceptada y valorada en el mismo rasero que una creencia, tradición, ideología o régimen respeta esa condición profunda de lo humano y que permite y alienta un marco de libertad para que cada ser humano esté habilitado para construirse su propia versión de “vida buena”. Esta es la función de mi propuesta de Universalismo. Tomar como base lo que nos iguala, lo que nos permite crear condiciones de desarrollo libre en un marco donde la voluntad del individuo sea respetada.
Creo que es complicado no aceptar que dentro de la inmensa diversidad de las manifestaciones humanas, hay unas que promueven más este tipo de espacios y otras que los limitan. Desde luego que en la práctica hacerse de las herramientas para juzgar de una manera desprejuiciada y justa a las diversas manifestaciones culturales no es tarea fácil, pero estoy convencido que el trabajo complementario de la aceptación de la diferencia planteada por el multiculturalismo está incompleto sin esta segunda parte.
Pero ¿cómo juzgar estas manifestaciones de una manera tan objetiva y razonable como sea posible? A mi gustaría proponer la visión ofrecida por el filósofo norteamericano Ken Wilber desde lo que llama Intuición Moral Básica, en la que afirma que: “La acción ética es aquella que aspira a proteger y alentar la mayor profundidad para la mayor amplitud2”.
Con esta definición asegura que una acción moral o ética lo es más en tanto más perspectivas se tomen en cuenta para juzgarla, entre más amplio sea el universo de aquellos que pueden manifestarse con ella, entre más se respete la libertad para que emerjan otras formas complementarias de acción y decisión sin atropellarse mutuamente, entre se tenga una visión más amplia que permita la existencia de otras visiones. Una cultura en su conjunto o una manifestación cultural en particular es más deseable, más ética y más moral en tanto en vez de considerar el interés de un solo individuo –pongamos por caso, los caprichos de un dictador o un monarca absoluto–, considere como prioritario el interés de todo un grupo –una nación, por ejemplo–, pero será aún más deseable si esta manifestación considera como fundamental el interés de todos los seres humanos, y lo será aún más si considera el bien de todos los seres vivos y lo será aún más sin tiene en cuenta la conservación y bienestar del planeta entero.
Trataré de poner un ejemplo. Hasta hace muy poco en nuestra propia sociedad el único modelo aceptable de familia era la tradicional: papá, mamá e hijos. Y cualquier otra manifestación que no se ajustara a esta concepción era inaceptable e incorrecta. Sin embargo hoy nuestra cultura, sin abolir el modelo previo, acepta muchas otras variantes como igualmente correctas: dos divorciados con hijos previos que se unen y ahora la familia son ellos, sus hijos previos y los que lleguen a tener juntos o una pareja de personas del mismo sexo que deciden contraer matrimonio y todas la variedades intermedias y distintas que puedan darse. Este nuevo modelo no descarta ni resta valor al previo, pero contempla muchas otras alternativas que incluyen a más gente, con convicciones religiosas distintas, con visiones del mundo diferentes y todos entran en una nueva institucionalidad que hasta hace poco era impensable.
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Desde la visión de Wilber, este segundo modelo de familia es ética y moralmente superior al de la familia tradicional, porque permite que más personas, con maneras de entender el mundo más diversas convivan institucionalmente y dentro de la ley de forma pacífica y constructiva, sin embargo esta conclusión es radicalmente contraria a lo que sostendría un hombre o una mujer que, por ejemplo, comprendan el mundo (y asuman su comprensión como única valiosa y aceptable) desde los valores cristianos tradicionales. Lo que para ellos sería una aberración (considerar este segundo modelo más ético y más moral que el que ellos defienden) para el resto de los ciudadanos sería un avance ético, moral y cultural deseable.
Pero también está el otro lado, el ejemplo contrario: una cierta cultura que tiene como “tradición” concertar los matrimonios por encima de la opinión y deseo de los cónyuges. En este caso, así en apariencia todos los involucrados estén de acuerdo, se trata de un modelo ética, moral y culturalmente inferior al que describíamos antes, en esencia debido a que los involucrados están siendo vulnerados en su libertad de decidir libremente con quien compartir la vida y la solidaridad/intimidad.
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1 Cuando digo que son categorías “construidas” e incluyo características biológicas como la raza y el sexo, me refiero a que, en lo referente al sexo, no hay ninguna diferencia esencial entre humanos por ser varón o mujer, y al respecto de las diferencias raciales, se trata de características que se han perfilado a partir de procesos de evolución cuyo propósito ha sido adaptar a los distintos grupos humanos a los diferentes climas y ecosistemas que como especie hemos habitado a lo largo de milenios, pero que no hacen ser más ni menos humanos que quienes tengan una u otra característica exterior.
2 Wilber Ken, La visión integral, Segunda Edición, Editorial Kairós, 2011, Pág. 135.
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