Durante las últimas semanas no he dejado de hacer énfasis en la importancia que para el ser humano tiene la construcción de narrativas que le permitan entender el mundo en el que vive y para moldear el mundo en que quisiera vivir.
Sin embargo somos testigos, cada vez con más estupor y desconcierto, de una dinámica contradictoria y perniciosa: mientras los desafíos humanos se hacen cada vez más intrincados y complejos, conforme las variables que intervienen en un mismo fenómeno se multiplican y entrelazan, y mientras las consecuencias de nuestras acciones colectivas nos ponen en mayor riesgo de inviabilidad como sociedad, civilización y especie, nosotros intentamos explicarlos con mayor superficialidad y resolverlos con medidas cada vez más parciales y desarticuladas.
En lo político, la demagogia y el populismo utilizados por izquierdas y derechas por igual, con el único propósito de hacerse de, o de conservar el poder, hacen promesas grandilocuentes e imposibles, simplificándolo todo hasta niveles tan absurdos que el problema planteado de disuelve en el discurso, aunque lamentablemente en la realidad no sólo persiste, sino que suele agravarse. Y esta dinámica puede verse en infinidad de vertientes: pobreza, educación, violencia, sólo por citar algunos, son problemas nacionales de la más profunda importancia que ninguno de los gobiernos recientes ha sabido atacar de fondo, aun cuando en el discurso han asegurado tener las soluciones adecuadas.
En lo individual las cosas funcionan por el estilo. Como individuos nos refugiamos cada vez más en la banalidad, en la inmediatez de los estímulos digitales, en las redes sociales, en la moda y el esnobismo, en contenidos superficiales y de consumo inmediato, buscamos entretenimiento sin esfuerzo, reduciendo, sin darnos cuenta, nuestra capacidad de concentración, dispersándonos cada vez más y naufragando en un océano de estímulos que fatigan y aturden nuestra comprensión, con lo que cada vez estamos menos propensos y dispuestos a explorar y entender de verdad la complejidad de nuestra vida y de nuestra sociedad.
El esfuerzo interior que implica entregarnos a la frivolidad es mucho mayor de lo que imaginamos. Al cabo de unas horas de bombardeo digital, quedamos vacíos, mentalmente exhaustos y saturados, sin la energía vital para asumir los auténticos compromisos de fondo que involucran todos los aspectos de nuestra vida –familiar, relacional, profesional, etc.– y para lo único que nos queda fuerza es para continuar sumergidos en la atrayente y adictiva contemplación de nuestros celulares y tabletas.
Lo anterior se complica ante otro fenómeno desconcertante. Conforme los retos que enfrentamos como humanidad asumen cada vez más una dimensión global, conforme sus posibles soluciones resultan más intrincadas e interconectadas entre naciones, resulta cada vez más difícil construir narrativas que por un lado permitan explicar la dimensión exacta del panorama local y la inserten en el amplio y profundo panorama del problema global.
Esto acarrea consecuencias múltiples y una de ellas, a manera de ejemplo, se está dando en la política. En distintas latitudes del planeta la democracia ha entrado en una especie de crisis. El votante ha comenzado a descreer en ella como el único sistema capaz de llevarnos a un siguiente nivel de desarrollo y tengo la impresión de que esta decepción se alimenta de la tendencia a buscar resolver problemas complejos con narrativas simples.
El político en campaña promete soluciones imposibles, pero fáciles en el discurso. El votante lo escucha y descansa interiormente entregándose a la creencia de que aquello es posible y que en esta ocasión no le habrán de fallar. Una vez en el cargo, como era lógico, no se consigue cambiar nada y la decepción se acrecienta, hasta que el siguiente candidato hace lo mismo. Así, una y otra vez, hasta que el votante, decepcionado del sistema, voltea a un lado y al otro en busca de un nuevo salvador.
Este estado de ánimo social es auténtica tierra fértil para los populismos, tanto de izquierda como de derecha, que simplifican aun más las cosas, al grado de caricaturizarlas, ofreciendo soluciones simples y de otras épocas a problemas complejos e inexistentes en etapas previas de la historia humana. Esta fórmula resulta muy atractiva para el electorado porque lo releva de cualquier responsabilidad. Y sería perfecta para nuestro tiempo de no ser porque lejos de resolver algo, complica y ahonda los problemas sociales y globales.
Pensemos en la decisión del expresidente Donald Trump de abandonar unilateralmente en 2016 el Acuerdo de París, sin importar ni los compromisos adoptados por su predecesor ni mucho menos las consecuencias globales de que la economía más grande del mundo dé la espalda al problema ambiental que nos amenaza. La narrativa del expresidente Trump era simple y atractiva para su votante en la unión americana: make America great again… pero ¿de que podría servir esa promesa si no hay planeta para materializarla? Sin embargo Trump actuó los cuatro años de su gobierno como si de verdad no entendiera la complejidad y las implicaciones del problema ambiental para el mundo entero, incluidos los norteamericanos que respiran el mismo aire y habitan la misma atmósfera que los hindúes, los chinos o los islandeses.
Es verdad que se trata de problemas invisibles y de apariencia lejana, que no está en nuestra mano resolver, pero de los que somos parte. Vivimos en los tiempos más complejos que haya registrado la historia de la humanidad. Nunca un ser humano común y corriente había tenido que vivir cotidianamente rodeado de tantas variables, con tantas alternativas, opciones, riesgos y desafíos, tanto en lo personal como colectivo. No hay referentes en el pasado que retraten con fidelidad la realidad humana del siglo XXI y por ello no hay forma de que encontremos respuesta a los problemas del presente aplicando soluciones inviables por lo superadas.
Necesitamos “refrescar nuestra conexión” con la realidad, dar un paso atrás para ampliar nuestra perspectiva y releer al mundo desde una óptica más compleja e interdependiente que nos permita entender de una buena vez que no existen problemas generales que sean provocados por una sola causa y por lo tanto tampoco las soluciones llegarán por esta vía.
Pensemos un ejemplo individual: ¿por qué no puedo bajar de peso? Pareciera que la respuesta es simple y que podría aplicarse una solución que resuelva el problema de manera general: deja de comer carbohidratos.
No hay duda que esta solución podría funcionar en determinadas circunstancias y en el corto plazo, pero en la vida real, nuestra relación colectiva y particular con la comida tiene que ver con una enorme gama de factores que van desde los cambios históricos en los modos de industrializar los alimentos, pasando por nuestra historia familiar y personal, nuestra genética, la sobreabundancia de alimentos chatarra, por nuestra subjetividad, nuestra psicología, nuestro metabolismo, nuestros horarios y costumbres (quizá no nos da tiempo de detenernos a comer sano), con las costumbres de nuestros amigos y de nuestra gente cercana (quizá sentarnos a beber coca y comer Doritos frente a la TV es la manera como nos relacionamos con nuestra pareja, nuestros hijos, lo que hace dicho hábito difícil y emocionalmente costoso de abandonar) y un larguísimo etcétera. Y podríamos seguir por páginas y páginas enumerando aspectos que influyen de un modo u otro en la manera en que cada persona se relaciona de forma particular con la comida, lo que hace imposible que una sola medida, un único remedio sirva siempre y para todos.
En este caso se trataría de entender la importancia del problemas y la necesidad de atenderlo en aras de tener una buena salud presente y futura, tomárselo en serio e ir implementando hábitos y rutinas que de forma sinérgica modifiquen nuestra relación con los alimentos sin atentar contra nuestros modos de socializar y relacionarnos con los demás y con el mundo. Como se ve, un problema complejo e importante no es susceptible de resolverse con decisiones triviales tomadas sobre las rodillas.
Este ejemplo es extensivo a casi cualquier interacción que llevemos a cabo con la realidad. El punto es comprender que todos los fenómenos que nos afectan en un sentido u otro son producidos por infinidad de factores, y que simplificar demasiado las variables conlleva no resolver nada.
Por eso las soluciones simples y generales casi nunca resuelven nada y suelen agravar el problema original, como en el ejemplo de dejar de comer carbohidratos –o sus equivalentes en otros ámbitos, como podría ser: para combatir la pobreza, otorgar magnánimamente una pensión minúscula sin tomar en cuenta temas como alimentación, transporte, educación, oportunidades laborales, reconstrucción saludable de vínculos afectivos y familiares que eviten violencia y la descomposición familiar, etc., que favorezcan que realmente los grupos vulnerables abandonen esa situación–.
Nos guste o no reconocerlo, el mundo que habitamos en el siglo XXI es mucho más complejo e incierto y cambia con mucha mayor rapidez que nunca en la historia humana. En las últimas dos generaciones nuestra forma de vida se ha alterado hasta niveles inimaginables y la tendencia es continuar por ese camino, aunque casi seguro a un ritmo de transformación aun mayor. No queda sino aceptar que no es un tema de mera voluntad y que las narrativas que construyamos para explicar y resolver los desafíos que nos aquejan deberán tomar en cuenta este escenario de complejidad creciente.
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