En nuestros días redescubrimos el potente papel que juegan los relatos para transformar la realidad de los hombres. Pero, ¿qué es un relato? El relato es el conjunto de historias que nos permiten entender e interpretar a nuestro mundo. Es lo que se conoce como cosmogonía. El relato se convierte en nuestro mapa de navegación, en la guía que moldea la conducta humana: establece lo permitido y lo prohibido, lo lícito y lo ilícito. De esta manera nos proporciona certeza en nuestro proceder social. Ese conjunto de normas, de ritos que dan lugar a las costumbres, es lo que conforma la moral de las personas y sus pueblos.
El marco conceptual y normativo que establece la cosmogonía o relato fundacional de una tribu, de un pueblo o de una nación es la base sobre la cual cada persona elabora su propia guía conductual. El relato es como una gran pecera que da cobijo a todos los peces y cada uno de ellos, a su vez, recoge partes de esa pecera-relato para conducirse en la vida, siempre en concordancia y hasta con un alto grado de armonía entre peces y su pecera-relato. Es decir, entre cada pez puede haber discrepancias, opiniones diferentes, pero son interpretaciones del mismo relato, que varían según el interés y la posición de cada uno. No obstante, existe un acuerdo, un amplio consenso, en lo fundamental.
El conjunto de ideas que los relatos transmiten (para comportarse y conducirse en el día a día) se convierten, a fuerza de reiterarse, en la moral pública, en los valores comunes. Su papel es cohesionar-controlar al grupo para facilitar su supervivencia y así garantizar la seguridad y el bienestar de cada individuo y del colectivo. En Vigilar y castigar, Michael Foucault describe cómo un determinado comportamiento o conducta se forja mediante la vigilancia y el castigo del infractor, hasta que la norma se introyecta en el cuerpo y se convierte en conducta inconsciente: se normaliza. El confesionario en el mundo cristiano jugó dicha función.
Pero, ¿qué pasa cuando, aun compartiendo la misma cosmovisión, las interpretaciones entre miembros del mismo grupo sobre esa visión común del mundo y de la vida se vuelven antagónicas e irreconciliables? Entonces, cada bando toma partido y se fractura la cohesión social. Los miembros del grupo social se desconocen y se forman tribus enemigas. ¿Por qué se llega tan lejos? Los dos bandos que antes formaban una sociedad plural y ahora son tribus enemigas se sienten mutuamente humilladas. Y la humillación se deriva porque uno y otro grupo creen que perdieron su estatus, que el otro bando dejó de respetarles y darles el lugar que suponen merecer. Vienen el rompimiento y la enemistad.
El sentimiento de humillación suele tener asidero en las condiciones sociales de los grupos en disputa, cuyo origen son los fallos del capitalismo. Está documentado que la enorme desigualdad habida entre grupos sociales ha indignado y enojado a una parte considerable de la población. Y ese enfado se ha traducido de manera general en un profundo resentimiento y repudio contra las élites, contra la meritocracia y las jerarquías. Si a ello sumamos la experiencia vivida durante la pandemia que, aunque dolorosa, visibilizó el trabajo llamado esencial: los jornaleros, los meseros, los repartidores, el personal sanitario…, quizá haya lugar para una profunda reforma del sistema económico.
Entre tanto, la polarización en la que se encuentran nuestras sociedades puede ser harto peligrosa. Ocurre en un mundo en el que China y Rusia, por un lado, y Estados Unidos y Europa por otro, se disputan la hegemonía global. Una herida doble sufren nuestras sociedades. En el plano local-nacional, las élites se confrontan; una parte de ellas arremete contra la otra. Ambos grupos, cual tribus, disputan fieramente el poder, a riesgo de ocasionar una guerra civil en algunos países. Y, en el ámbito global, el cambio climático, el declive relativo de Estados Unidos y el ascenso de China pueden trastocar todas las reglas sociales, económicas y políticas que damos por buenas quienes vivimos en Occidente. El escenario extremo sería una guerra.
Pero, ¿qué explica la polarización? En el plano interno, en los países occidentales, la cosmovisión común, que hacía posible compartir creencias y perseguir objetivos comunes se ha fisurado. Un grupo pone el acento en unos valores y minimiza a los demás, y el otro hace lo contrario. Por ejemplo, en Estados Unidos, una parte de la gente supone que lo importante es prohibir el aborto, dar libertad total a las empresas para producir sin reparar en el medio ambiente ni el cambio climático, portar armas como en el viejo oeste, limitar a los sindicatos y favorecer a los grandes corporativos y sus dueños, así constituyan monopolios. La contraparte pone el acento en la libertad personal, el cuerpo y las decisiones de la mujer es responsabilidad sólo suya, las empresas deben regularse para lograr un bien mayor, como es evitar el cambio climático y favorecer la competencia, limitar el uso de armas y apoyar la sindicalización. Son dos visiones derivadas de la misma cosmovisión: una pone énfasis en la libertad del capital, la otra en la libertad personal.
Sin embargo, ha llegado a tal grado la rivalidad, que uno y otros grupos sociales han cerrado cualquier posibilidad de entendimiento. Will Storr, en un libro imprescindible, La ciencia de contar historias, dice: “… si permitimos que los relatos tribales determinen nuestra forma de pensar, estaremos cerrando los ojos a toda complejidad que nos resulta moralmente insatisfactoria. Nuestros cerebros cuentacuentos [el hemisferio izquierdo es el encargado de dar coherencia y simplificar la inconmensurable información que nos allega nuestro hemisferio derecho] transforman el caos de la realidad y lo convierte en una narrativa sencilla, compuesta por relaciones causales tranquilizadoras que sirven para convencernos de que nuestros modelos sesgados, junto a los instintos y emociones que generan, son honestos y adecuados. Y esto conlleva que atribuyamos a la tribu contraria el papel de villano”. Así estamos.
Párrafos adelante, añade Storr: “…Pensamos en términos de relatos tribales. Ese es nuestro pecado original. En cuanto percibimos que otra tribu amenaza el estatus de la nuestra, se desencadena [todo] tipo de actos infames. El cerebro narrador (…) Atribuye al grupo opositor motivos puramente egoístas. Escucha sus argumentos desde el rencor (…) con la intención de malinterpretar todo (…) Aprovecha las más terribles transgresiones de los peores miembros del otro grupo para difamar a todo el colectivo. Señala a individuos aislados y borra toda huella de diversidad y riqueza (…) transforma a la tribu opositora en una masa informe de siluetas a las que niega la empatía, la humanidad y la paciente capacidad de comprensión que atribuye a su propia tribu…”.
Continúa: “El cerebro opta por esta posición beligerante porque cualquier amenaza tribal de orden psicológico supone una amenaza para su propio control”, como si se tratara de su supervivencia. Añade más adelante: “cualquier amenaza tribal resulta existencialmente muy perturbadora. Es mucho más que una amenaza a nuestras creencias manifiestas sobre esto y lo otro, es una amenaza a las estructuras subconscientes a través de las cuales experimentamos la realidad (…) supone una amenaza para [nuestro] estatus al que tanto esfuerzo hemos dedicado en nuestra vida (…) supondrá nuestro descenso en la jerarquía [y la destrucción de la tribu misma]. Nuestra pérdida de estatus sería absoluta e irreversible; es lo que en psicología se llama ‘la aniquilación del yo’ (…) Cuando el estatus colectivo de un grupo se siente amenazado y teme la posibilidad de que otro grupo lo humille, se desencadenan masacres, cruzadas y genocidios”. Tengo la impresión de que, en varios países, incluido México, hemos caído en esta trampa.
Además de los sentimientos de rabia y de humillación, los relatos que nos arrojan al estado de naturaleza, al mundo salvaje, por dejarnos de ver como humanos, “son capaces también de provocar una tercera emoción: asco”, dice Storr. Y nos recuerda que en nuestro pasado los grupos extraños suponían una amenaza al estatus de la tribu y un riesgo de contagiarnos con patógenos para los que no se tiene inmunidad. Ese mismo sentimiento se explota hoy en día entre las tribus rivales, a una de las cuales unos y otros se afilian. “La propaganda tribal explota este tipo de procesos mediante la representación de los enemigos como apestados portadores de enfermedades, como si fueran cucarachas, ratas o piojos (…) las narraciones más convencionales y populares explotan el poder de ese sentimiento de repulsión”, añade el autor.
Storr habla en estos últimos renglones de las ficciones de novelas y obras de teatro, pero desafortunadamente es la fábula en la que vivimos. Y concluye este apartado: “…Nos dejamos engañar de buen grado por relatos extremadamente simplistas, aceptando alegremente como verdadera cualquier historia que nos conceda a nosotros el papel de héroe moral y al otro de villano (…) Las narraciones de estas características nos seducen porque nuestro pensamiento creador de héroes nos quiere convencer a toda costa de nuestra valía desde un punto de vista moral. Sirven para justificar nuestros impulsos tribales más primitivos y nos engatusan para que nos creamos unos santos, incluso cuando nos devora el odio”. ¿Tenemos salida para esta trampa?
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