Desde hace quizá dos décadas la tendencia de los programas de televisión de cualquier género es la suavizar –y en algunos casos hasta combatir– las formas.
Por alguna causa productores, conductores, invitados y espectadores hemos comprado la idea de que las estructuras comunicativas, los guiones, el cuidado del vestuario, modales y lenguaje son obstáculos para la comunicación honesta, y que ésta sólo se consigue a partir de espontaneidad, improvisación, ocurrencia y emocionalidad desbordada.
Cada vez con más frecuencia nos topamos con canales de youtube, podcasts, publicaciones de Instagram e incluso programas de televisión formal cuyo valor reside en carecer de estructura y, con el pretexto de proyectar “autenticidad”, lo que realmente muestran es improvisación y descuido.
En cierta forma es normal que esto ocurra. Cada vez se exige de los llamados “creadores de contenido” más y más material, más y más frecuentes publicaciones, y que cada vez sean más y más productoras de engagement. Desde luego, resulta imposible preparar todo ese “material” de forma acuciosa. Por eso vemos a los candidatos, youtubers, conductores o influencers hablando sin decir nada a lo largo de minutos inacabables desde el asiento del copiloto del coche, un parque público, un juego mecánico en funcionamiento o desde una cafetería de moda; pero eso sí, enfatizando la informalidad, la improvisación y el lenguaje soez y desarticulado, bajo un paraguas de sensiblería hueca.
Para el filósofo Javier Gomá Lanzón «la vulgaridad» consiste en “la libre manifestación de la espontaneidad estética instintiva del yo”. Y posee un grado de originalidad porque exterioriza una “espontaneidad no refinada, directa, elemental, sin mediaciones, de un yo no civilizado” y que posee el mismo derecho existir y ser manifestada públicamente “que los más elevados, selectos y codificados productos culturales1”. Y si bien tanto lo espontáneo como lo elaborado, en tanto productos ambos de la subjetividad humana, comparten la misma dignidad.
No se trata, por lo tanto, de anteponer purismos, que por otro lado no tiene sentido defender porque las tendencias culturales seguirán su curso con independencia de que nos gusten o no. Del mismo modo que no se comunicaba igual en la década de los cincuenta, de los sesenta, de los ochenta del siglo XX ni en el inicio del XXI, no se mantendrán las formas y los contenidos en los años por venir.
Sin embargo, sí parece posible prestar atención a la manera que tenemos hoy de articular entretenimiento y divulgación. No desde un enfoque prioriza exclusivamente la corrección, como si se tratara de un valor en sí mismo, sino desde una manera de entender la comunicación que implemente formas creativas que conserven, o incluso potencien, la expresividad y las posibilidades comunicativas, sin escudarse siempre en lo bobo y hueco.
El lenguaje elaborado –que no implica rebuscamiento sino precisión– exige un público atento, cuesta trabajo construirlo, pero desde el aspecto creativo, abre oportunidades expresivas. Lo que entendemos por “groserías”, cuando son utilizadas en la medida justa aportan expresividad, precisión y color a una conversación, pero si se abusa de ellas, lo que se produce es estridencia y empobrecimiento del discurso. Cuando una de las candidatas a la presidencia afirma que lo que quiere lograr si se le da el voto es un “México chingón”, en realidad no está diciendo nada. Pero no evadamos la responsabilidad: sus asesores políticos le recomiendan expresiones vacías y estridentes como esa, porque el electorado las aceptamos, nos hacen gracia. Si fuésemos más exigentes, no le quedaría más remedio que elaborar más y mejor.
Cada generación siente la necesidad de romper con los moldes que sienten que los apresan. El problema viene cuando se asume erróneamente que «libertad» es sinónimo de dejadez, de falta de estructuras, de frivolidad o de anarquía en vez de entenderla como el despliegue de nuestras capacidades dentro de ciertos límites y contextos imposibles de ignorar y eliminar, y que , por otro lado, enriquecen la expresión.
El romper con las supuestas pautas de forma nos hace creer más libres, sin tomar en cuenta que ciertos límites detonan la creatividad. La comunicación eficaz y asertiva implica un equilibrio entre la forma y el fondo.
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1 Gomá Lanzón, Javier, Ejemplaridad Pública, Primera Edición, España, Penguin Random House – Taurus, 2014, Pág. 22
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