Cuando Donald Trump perdió las elecciones presidenciales estadounidenses hace cuatro años, The Conversation publicó un artículo titulado “El trumpismo visto desde la República de Weimar”, donde se analizaba el paralelismo con la situación vivida hace ahora un siglo en Europa. Un profundo malestar sociocultural y una coyuntura bastante adversa en lo tocante a la economía vinieron a propiciar el ascenso del nazismo, una vez arrinconado el espíritu de la socialdemocracia.
Era difícil predecir que Trump optase de nuevo a la carrera presidencial y pudiera volver a la Casa Blanca. Contra todo pronóstico podría ser el caso y la bola de partido puede caer a un lado un hacia otro como en el film Match Point, de Woody Allen. Por supuesto, las consecuencias de una u otra victoria electoral serán muy diferentes y condicionarán los equilibrios del baqueteado tablero internacional. Pero al margen del resultado, lo interesante para la historia de las ideas morales y políticas es el resurgimiento del trumpismo.
Cual ave fénix, este fenómeno sociológico ha renacido de sus cenizas, aunque todo apuntara en dirección contraria. Parecía que un trauma como el del asalto al Capitolio perduraría en el imaginario colectivo a modo de vacuna contra una posible repetición. Olvidamos que sus partidarios habían sucumbido al embrujo de las mentiras y suscribían, contra toda evidencia, la tesis de que les habían robado las elecciones.
Ya lo hizo Bolsonaro en Brasil
En realidad, ahora se maneja esa hipótesis a priori, anunciando que la contienda electoral solo será limpia en caso de victoria y que la derrota será fruto de un fraude. Jair Bolsonaro hizo exactamente lo mismo en Brasil, convirtiendo la consulta de las urnas en una batalla religiosa, como nos recuerda el documental Apocalipsis en el trópico. El movimiento evangelista le bautizó con el sobrenombre de “Mesías” para dejar las cosas claras entre sus feligreses.
También Trump ha sucumbido a la tentación mesiánica después de sufrir un atentado del que salió milagrosamente ileso y se presenta como un elegido de Dios con una misión que cumplir. Esta se condensa en el acrónimo MAGA (Make America Great Again) o “los estadounidenses antes que nadie”.
La consigna se repite como el ensalmo de un hechizo destinado a seducir al auditorio para controlar su comportamiento. A fuerza de repetir esa liturgia una y otra vez, el mensaje acaba calando entre quienes resultan epistemológicamente más vulnerables. Cuanto no se compadezca con ese credo, será visto como un anatema digno del peor de los castigos.
Al repetir incansablemente los mismos mantras, las masas hipnotizadas asumen como suya la voluntad indiscutible del caudillo de turno y los conceptos adoptan otro significado, como el filósofo Ernst Cassirer señaló con acierto en El mito del Estado:
“Han dejado de ser agentes libres y personales. Ejecutando los mismos ritos, empiezan a sentir, a pensar y a hablar del mismo modo. Actúan como muñecos en un teatro de títeres, y ni siquiera saben que los hilos del espectáculo, de toda la vida individual y social, son movidos por los caudillos políticos”
Este mecanismo es compartido por el neofascismo reaccionario que suscribe sin tapujos la supremacía de una casta privilegiada y desprecia a quienes no alcanzan ese confortable modo de vida. Sus adeptos enarbolan una libertad abstracta que solo pueden ejercer quienes tienen las condiciones para ello y se muestran intransigentes con todo cuanto no suscriba su ideario.
El culto a las mentiras
La película El aprendiz narra los primeros pasos de Trump como personaje público. Su mentor le adiestró magistralmente para negar las evidencias, no reconocer jamás los errores y despreciar a los perdedores, como sería el caso de su hermano mayor o del propio mentor en un momento dado. Solo alguien sin escrúpulos puede mantener la farsa de los denominados “hechos alternativos” que pretenden suplantar las evidencias construyendo una realidad paralela. Recordemos las fotos trucadas que ilustraron su toma de posesión en el Capitolio.
El culto sistemático a las mentiras es un cáncer para la democracia. Tal como subrayó Kant, la mentira socava nuestra confianza en las relaciones contractuales y viene a destruir la esencia misma del contrato social.
Pero no se trata de un problema ético, que también. Conviene preguntarse por las razones del éxito que tienen los movimientos populistas a lo Trump. ¿Cuál es el clima social y político que les sirve como caldo de cultivo?
En lugar de someterlo todo a crítica para formarnos un criterio propio, tendemos a preferir que nos den las cosas hechas. Resulta muy cómodo hacerlo así, como advierte Kant en ¿Qué es la Ilustración?, máxime cuando la inteligencia artificial puede suplantarnos con suma facilidad en esa fatigosa tarea de pensar por cuenta propia. Tampoco ayuda idolatrar el dinero como único sustento de la felicidad y la buena vida, cuando en realidad viene a suponer justamente lo contrario por exceso y defecto.
Nuestra capacidad para elegir necesita tener ciertas condiciones de posibilidad, cual son un mínimo bienestar y el acceso a los bienes culturales. Exacerbar la competitividad a costa del quehacer solidario y admirar a personajes como Donald Trump o sus homólogos internacionales dibuja un mundo poco amable. Meditemos al respecto.
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