Recientemente, he leído diferentes opiniones (y me he enfrascado en conversaciones) acerca de la existencia de algún dios (o, en su caso, dioses). En estos mismos días, también me he enfrascado en charlas acerca del presidente López. En este rango de discusiones, noté, sin sorpresa alguna, que muchas personas que defienden la idea de un mundo sin dios y que incluso llegan a ofender a las personas que sí creen en un ser supremo, sea cual sea, muestran una devoción casi religiosa al líder de Morena y actual presidente de México. Esto me llevó a pensar en cómo el fanatismo, sin importar de qué tipo sea, es un peligro para la democracia, especialmente para una incipiente, como la nuestra.
El fanatismo religioso y el fanatismo político son dos formas de extremismo que comparten muchas similitudes. Ambos se basan en creencias dogmáticas y absolutistas, suelen estar asociados con una falta de tolerancia hacia los que piensan de manera diferente y pueden llevar a la violencia. Recuérdense actos que han llevado a cabo los seguidores de López, cómo la quema de la efigie de la ministra Norma Piña en la plancha del Zócalo capitalino. Este fanatismo político puede ser explotado por líderes carismáticos con la finalidad de socavar la democracia.
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Juntas, la diversidad de opiniones y la libertad de expresión son el aire que mantiene viva a una democracia. El fanatismo puede limitar estas libertades y hacer que la democracia sea menos efectiva. Los fanáticos pueden ser más propensos a apoyar líderes autoritarios que limitan la libertad y la democracia en nombre de sus propias creencias o ideologías, sin importar si arrollan los derechos de los “herejes”.
El fanatismo político puede impactar en la democracia a través de la polarización política. Cuando los fanáticos tienen creencias absolutas e inamovibles, pueden tener dificultades para encontrar puntos en común con aquellos que piensan de manera diferente. Esto puede llevar a la división y a la polarización en la sociedad, lo que puede hacer que sea más difícil llegar a acuerdos y compromisos políticos. En resumen, esto es lo que el presidente López ha promovido en lo que lleva de sexenio. La polarización, división y el autoritarismo, a diferencia de la democracia, son el aire que mantienen vivo a su partido y a su gobierno.
Este fanatismo político impactó negativamente en la capacidad de las personas para participar en la política y en la toma de decisiones. Los fanáticos pueden estar menos dispuestos a escuchar y debatir puntos de vista diferentes, lo que puede limitar la capacidad de la sociedad para resolver los problemas que nos aquejan a todos. Piénselo usted, estimado lector, ¿cuántas discusiones ha escuchado o leído cuya única finalidad es defender o atacar lo que dijo o hizo el presidente López y no en buscar soluciones a los problemas que todos los miembros de la sociedad (sin importar si pertenecemos al equipo “fifí” o al equipo “pueblo”, esos grupos que el presidente ha creado de manera artificial) experimentamos día a día?
Si buscamos continuar con la democracia joven, de la que aún gozamos (socavada, sí, pero en resistencia), debemos dejar atrás ese fanatismo político del que se nutren los líderes carismáticos. Sin importar cuánto nos agraden, debemos empezar a verlos como simples mortales, con todas sus falencias y virtudes, y no como seres supremos e infalibles que conocen exactamente lo que necesitamos y queremos. Porque de continuar así, pronto viviremos en una república teocrática.
Antes de irme, estimados lectores:
La lluvia cae sin cesar, pero la esperanza también. Acompaña a Fidel en su lucha por la libertad y el amor perdido en “El blues de Tláloc”.
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