Desencanto democrático

La democracia está siendo devastada por quienes más interés deberían tener en fortalecerla: los propios políticos. Con el escándalo, la mentira sin escrúpulos, la mutua descalificación y la falta de propuesta, esta paradoja se fortalece con cada...

21 de mayo, 2021

La democracia está siendo devastada por quienes más interés deberían tener en fortalecerla: los propios políticos.

Con el escándalo, la mentira sin escrúpulos, la mutua descalificación y la falta de propuesta, esta paradoja se fortalece con cada proceso electoral. 

Es posible que aún estemos a tiempo de salvarlas a ambas –democracia y política–, pero cada vez pareciera que tenemos menos margen de maniobra, así que convendría actuar pronto. 

Son muchos los retos que enfrenta la democracia en su lucha por sobrevivir a las embestidas populistas, empresariales, reaccionarias y autoritarias, y muy pocos los decididos a defenderla.  Y son muchas las tentaciones que un bien intencionado aspirante a político profesional encuentra en su camino. En algún momento las buenas intenciones se transforman poco a poco en un deseo enfermizo por obtener el poder a cualquier precio. Y si éstas no fueran suficientes, están las que le ponen delante los grupos de poder empresariales obsesionados por conseguir o conservar sus privilegios. Estos dos factores se funden y colisionan con una incipiente y débil democracia que apenas y es arropada por instituciones perniciosamente burocratizadas y poco eficientes. 

Esa debilidad institucional, además de planes ineficaces y frágiles, provoca otro contratiempo más: abre la puerta para que el individuo delire con convertirse en el salvador de la nación a partir de su propio carisma, y gracias a él y su aparición providencial, ésta se redima de todos sus males.  

En general las naciones con mejores instituciones –parlamentarias, educativas, de justicia, financieras, comerciales, etc.– suelen funcionar de manera más eficiente, suelen entender y atender problemas más complejos y hacerlo con mayores matices, y suele tratarse de sociedades con mejores sistemas en todos los ámbitos y que suelen operar según sus propios protocolos y procedimientos en vez de por decisiones impulsivas o irreflexivas del mandamás de turno. 

En general, los Estados con instituciones sólidas poseen presupuestos equilibrados y equitativamente distribuidos a lo largo y ancho de las instituciones del Estado, lo cual facilita el aprovechamiento de los recursos y con ello una mayor fortaleza para afrontar con éxito cualquier contrariedad. Incluso los errores individuales son más fáciles de detectar y subsanar, existe una mayor transparencia, lo que obliga a una mejor utilización de los recursos disponibles y la obligatoriedad de rendir cuentas desincentiva la corrupción y la desidia. 

Y por el otro lado, la perniciosa relación de la democracia con el dinero, que ha entrado en una etapa donde lo que pone y quita gobernantes no es tanto el voto popular como el poder económico, que controla campañas, información y redes sociales. 

En los tiempos que corren es impensable ganar una elección sin dinero, y empieza a serlo también la idea de ganar una elección sin descalificar al oponente con “fake news”, “bots” o cualquier otra herramienta, legal o ilegal, siempre y cuando penetre e incline la opinión pública a favor de quien la patrocina. 

Estos mecanismos otorgan un enorme poder a las grandes corporaciones financieras, energéticas, industriales y comerciales que apoyan a candidatos a modo en aras de defender sus intereses. Pero este sistema también funciona para que el crimen organizado posicione candidatos a modo que protejan y fomenten sus actividades ilícitas. 

La contradicción es evidente: si en teoría se busca un puesto de elección popular sin afán de enriquecerse o enriquecer a otros, ¿por qué invertir en las campañas tan ingente cantidad de dinero que no habrá de recuperarse?¿Por qué exponerse de forma tan descarnada al insulto y al ridículo, sacrificando reputación y prestigio, si no se está buscando a cambio un beneficio material? 

Y en medio de este escenario casi apocalíptico está el votante, el ciudadano común que de entre tanto insulto, descalificación y espectáculo bochornoso, sin que medie ninguna propuesta sensata y razonable de por medio, está tan confundido respecto a quién darle su voto como desilusionado por esa gran promesa de una nación mejor y más justa que le vendieron bajo el grandilocuente nombre de “Transición a la democracia”. 

Más allá de la coyuntura del momento, tendríamos que darnos cuenta que los precios que se pagan por este “desencanto de la democracia” son muy altos. No solo en términos de abstencionismo y pedagogía contraproducente para las generaciones futuras, que difícilmente verán la vía del voto como solución a nada, sino que además nos ponemos en riesgo inminente de crisis por malas decisiones administrativas de autoridades poco calificadas para los puestos para los que son electas. Por si fuera poco, una democracia defectuosa abre la puerta a caudillos, supuestamente “anti-sistema”, que prometen cambiarlo todo, para que al final, con tal de imponer su estilo personal de gobernar, lo único que resulta de verdad debilitado sean justamente esas instituciones que en el fondo son la verdadera salvación. 

Quizá un intento de posible solución es pugnar porque la política y la democracia dejen de ser negocio. Si algo requiere tanto la política como la democracia para sobrevivir moralmente es su dignificación. Por ingenuo que suene, hay infinidad de profesiones centrales para el desarrollo de una nación que se mueven por una genuina vocación de servicio: nadie es maestro de primaria, médico familiar o bibliotecario para hacerse rico y poderoso y, sin embargo, este país sería mucho peor si no tuviéramos esta clase de profesionales. Que lo mismo ocurra con la política… y quien no guste de la moderación y la sobriedad, que se dedique a otra cosa. 

La iniciativa privada ofrece infinidad de oportunidades legales y legítimas para hacer negocio y acumular ganancias, mientras que el servicio público y la política profesional ofrecen la oportunidad de servir a las instituciones nacionales y colaborar de primera mano en materializar un país más justo y más equitativo. Por más que no implique la riqueza económica, el premio de una carrera digna e intachable, traducido en prestigio, reconocimiento y orgullo personal ante una trayectoria ejemplar no es menor.  

 

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