Pensar en el destino como una serie de acontecimientos predeterminados resulta desesperanzador, pues convierte la existencia en un sinsentido.
Sin dejar de lado los contextos que nos condicionan, existen espacios de maniobra para que la voluntad humana sea ejercida.
Si pienso en la mera posibilidad de la existencia de un destino preestablecido, lo que me vienen son unas cuantas preguntas elementales:
¿Por qué alguien determinó que naciera una Marie Curie, un Albert Einstein, un Pablo Picasso, un Lionel Messi, una Malala Yousafzai o una Sor Juana Inés de la Cruz… mientras que esa misma inteligencia cósmica determinó que yo fuese… “solamente” yo?
¿Bajo qué criterio se le asignan a algunos seres humanos destinos ejemplares y transformadores de su entorno, a otros se les castiga con vidas miserables de profundo sufrimiento, mientras que a la mayoría se nos condena a existencias anodinas, caracterizadas por la trivialidad y la irrelevancia?
Pensar en el destino como una serie de acontecimientos predeterminados e inmutables no sólo me parece inverosímil sino sobre todo desesperanzador. Imaginar que mi vida está irremediablemente atada a un argumento inamovible y, escrito por algo o por alguien, con un propósito oscuro y desconocido para mí en el cual, lejos de ser un participante activo en mi propio futuro, soy como el personaje de un videojuego que sube y baja a capricho de una fuerza controladora e incomprensible, me hace sentir que la existencia carece por completo de sentido y fundamento.
Esta manera prescriptiva de crear historias ni siquiera es una buena técnica para escribir una novela. Por más que se considere al autor como creador del universo literario que narra, incluso ahí es mucho más emocionante encararlo como descubridor de lo que los personajes hacen, respetando sus acciones y decisiones en función del carácter y temperamento del propio personaje, que como preceptor que ordena las circunstancias y controla el futuro de todos según su capricho. A fin de cuentas, no olvidemos que el autor, por más “dios” de su mundo que se crea, depende del lector para que su trabajo tenga sentido, y éste sólo habrá de interesarse en lo que el autor dice en la medida en que las acciones y sentimientos descritos se correspondan con la lógica interna de la existencia en la que vive el lector. Si quien recibe la obra literaria no consigue mirarse en el espejo de lo narrado, el autor se quedará sólo con su creación, convirtiéndola en un paraje estéril y yermo. El autor requiere que sus personajes se expresen con verdad, aun cuando ésta no se corresponda con la “verdad” propia, tanto como los personajes necesitan del aliento de vida que les otorgan las palabras y artilugios narrativos de los que los provee el autor.
Para esa inteligencia cósmica, como quiera que cada quien decida llamarla, tendría que ser muy aburrido presenciar a lo largo de la eternidad miles de millones de películas que ya vio y vivir preso de un spoiler perpetuo.
Si no estoy habilitado para influir en lo que me sucede, si no soy capaz de aplicar en mi existencia y mi interacción con otros un poco de creatividad y si además las consecuencias de todos nuestros actos están ya predeterminadas, ¿qué sentido tiene cualquier experiencia?
En la Grecia clásica el destino lo marcaba todo. El oráculo expresaba de forma enigmática los retos que el individuo consultante habría de enfrentar de forma inevitable y en muchas ocasiones la vida entera era una lucha perdida de antemano contra ese destino del que no se podía escapar.
Tetis, diosa griega relacionada con el mar, recibió la profecía de que su hijo, Aquiles, podría tener una larga vida pero aburrida, o gloriosa pero corta, y por más que trató de protegerlo para que no muriese joven, tal y como el oráculo indicaba, no pudo evitar que el impetuoso guerrero marchase a la guerra de Troya en busca de su destino, donde efectivamente murió como consecuencia de una flecha envenenada que dio en su único punto vulnerable: el talón.
El caso más dramático del universo clásico es quizá el de Edipo, cuyos padres, Layo y Yocasta, recibieron la terrible profecía del Oráculo de Delfos de que su hijo mataría a su padre, se casaría con su madre y usurparía el trono de Tebas. Para evitar ese perturbador destino trataron de matar a Edipo siendo bebé, pero el destino inexorable conspiró para que sobreviviera y provocó que muchos años después, sin saber que lo era, Edipo matara a su padre en un duelo callejero, se casara con su madre y se convirtiera en rey de Tebas para terminar sacándose los ojos cuando se enteró de la verdad.
El destino para los griegos era ineludible; sin embargo, desde nuestra perspectiva actual, si el devenir traducido en infinidad de vivencias no deriva en un aprendizaje que influya en nuestras decisiones y resultados posteriores, ¿cuál podría ser la motivación para levantarse cada mañana? Si la conciencia que tengo de mi propio ser y de mis acciones no me faculta para participar en el diseño de mi ruta existencial, ¿qué sentido tiene que exista el concepto de bueno o malo, de correcto o incorrecto? Y, en última instancia, ¿qué sentido tendría existir?
Es innegable que dentro de nuestra existencia particular nacemos inmersos en una serie de contextos que si bien no califican como destino, en efecto condicionan nuestra vida de manera muy importante. El país en que nacemos, la familia que nos acoge, el credo religioso e ideologías que estructuran nuestro carácter, las condiciones culturales, económicas y sociales en que estamos inmersos, todo ello nos ubica dentro de una serie de estructuras que muchas veces nos marcan de manera definitiva.
Sin embargo no estamos completamente indefensos ante esta manera de experimentar el destino y, como metáfora de ficción, me gustaría tomar como ejemplo a Coleman Silk, el personaje central de la novela de Philip Roth, La mancha humana.
Este personaje, aunque azarosamente de piel blanca, era descendiente de una genealogía de raza negra que en tiempos remotos habían llegado a América como esclavos. Ser de raza negra en los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX implicaba una amplia gama de limitaciones en todos los sentidos, desde el tipo de educación que podía recibir, la clase de parejas a las que podía aspirar, la calidad de trabajos que podría obtener, entre muchas otras. Por eso Coleman, que se siente preso de la realidad que le tocó vivir, decide desafiar ese destino para construirse uno alternativo: rompe con su pasado, rompe todo contacto con su familia –con sus padres, con sus hermanos, a quienes jamás vuelve a ver–, con su linaje negro y se inventa una vida nueva aprovechando su apariencia convencional a partir de la cual su secreto era imperceptible al grado de que ni esposa, Iris Gitterman, de origen ruso y judío, nunca supo la verdad.
De este modo Coleman, que de pronto comprendió “la facilidad con que la vida puede ser una cosa en vez de otra1”, asumió una identidad como blanco, huérfano, judío y catedrático universitario especializado en literatura griega clásica. Como afirma en alguna parte de la novela el propio narrador: no se podía tener una vida más de blanco, y gracias a ello consiguió derrotar a su destino, aunque, desde luego, no sin pagar un alto precio por ello.
Aun cuando todos hemos vivido momentos y circunstancias inexplicables que sólo parecen comprenderse desde la predestinación, no parece que la existencia esté realmente dictada a partir de un destino absoluto y predeterminado. Sin dejar de lado los contextos que nos condicionan, todo parece indicar que existe un espacio de maniobra en el cual la voluntad humana puede ser ejercida. Pero continuaremos con esta exploración en la próxima entrega, donde exploraremos las implicaciones del azar.
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1 Roth, Philip, La mancha humana, Primera Edición, México, Debolsillo-Penguin Random House, 2018, Pág. 159
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