Qué sentido tiene incluir en una Constitución derechos que ni siquiera se pueden concretar. En realidad se trata de pura retórica que expresa buenas intenciones, pero la inmensa mayoría de los Estados no pueden garantizar casi nada de lo que esos nuevos derechos engloban.
En su libro País sin techo de Carla Escoffié, muestra un amplio panorama de los problemas por los que atraviesa el asunto de vivienda a nivel nacional. Se trata de un texto interesante y recomendable en muchos sentidos aunque en uno de sus capítulos me encontré con un concepto que nunca había escuchado: «derecho a la ciudad».
De por sí la generación permanente e ilimitada de nuevos derechos me produce inquietud, no tanto porque no sea deseable tener cada vez más derechos sino por dos razones. La primera es porque a cada derecho va –o debería ir– aparejada una obligación, y ésta casi nunca se menciona siquiera. Y en segundo lugar porque gran parte de los derechos que se otorgan son de carácter abstracto, idealista o retórico, lo que hace imposible que gobiernos y poderes judiciales puedan garantizarlos más allá del discurso y la buena intención.
Desde mi perspectiva, un derecho que no puede garantizarse, en espacial aquellos que apenas es posible entender lo qué pretenden garantizar, carece de sentido. Por ello, me parece un error incluirlos en constituciones locales y mucho menos generales.
Según nos explica Claudia Escoffié, el «derecho a la ciudad» consiste en:
“Derecho a habitar, utilizar, ocupar, producir, transformar y disfrutar ciudades, pueblos y asentamientos urbanos justos, inclusivos, seguros, sostenibles y democráticos, definidos como bienes comunes para una vida digna; bajo los principios de justicia social, democracia, participación, no discriminación, igualdad de género, sustentabilidad y respeto a la diversidad cultural, a la naturaleza y al medio ambiente1”.
Para mi sorpresa, revisando la Constitución Política de la Ciudad de México, promulgada el 5 de febrero de 2017, observo que en el artículo 12 dicho derecho ya está incluido en los siguientes términos:
“1. La Ciudad de México garantiza el derecho a la ciudad que consiste en el uso y el usufructo pleno y equitativo de la ciudad, fundado en principios de justicia social, democracia, participación, igualdad, sustentabilidad, de respeto a la diversidad cultural, a la naturaleza y al medio ambiente.
2. El derecho a la ciudad es un derecho colectivo que garantiza el ejercicio pleno de los derechos humanos, la función social de la ciudad, su gestión democrática y asegura la justicia territorial, la inclusión social y la distribución equitativa de bienes públicos con la participación de la ciudadanía2”.
Desde luego, ¿quién podría oponerse a que las cosas fuesen así? ¿Quién podría oponerse a que las ciudades que habitamos posean todas esas características que están descritas en estas definiciones?
Sin embargo la situación se enfrenta a inconvenientes serios. Por un lado se trata casi exclusivamente de conceptos abstractos. Que alguien me diga qué significa en el contexto de la ley «asentamientos urbanos justos», «sustentabilidad» o «asegurar la justicia territorial». De hecho, es casi imposible siquiera definirlos en términos concretos.
Por el otro lado, sin ni siquiera está claro qué es cada uno de esos conceptos, ¿qué herramientas tiene un gobierno o un Estado para genuinamente garantizar semejante cascada de abstracciones? ¿Cómo redactar una ley que regule objetivamente este derecho?
La propia Escoffié, luego de transcribir el borrador de el «derecho a la ciudad» en el proyecto de nueva constitución política del Estado de Nuevo León, se hace consciente del problema:
“El texto me parece un avance positivo por lo que denuncia. El problema es la incertidumbre que trae no sólo porque no se especifica cuál sería la autoridad especializada en garantizar este derecho, sino porque no se plantean mecanismos para exigir su cumplimiento3”.
Esto me lleva a preguntarme, qué sentido tiene incluir en una constitución derechos que ni siquiera se pueden concretar. En realidad se trata de pura retórica que expresa buenas intenciones, pero la inmensa mayoría de los Estados no pueden garantizar casi nada de lo que la definición engloba.
A mí me parece extraordinariamente valioso que este tipo de iniciativas forman parte de los idearios electorales, de la ética de los ciudadanos y de los lineamientos de los programas sociales, pero subirlos al nivel de derechos constitucionales lo único que provoca es profundizar un peligroso vicio interno en el que «el derecho» y los distintos poderes legislativos en prácticamente todo Occidente están cayendo cada vez con mayor insistencia: dejar de legislar y juzgar «hechos» para juzgar y legislar «emociones», «sensaciones», «intenciones» y «buenos –o malos– deseos».
Las legislaciones actuales pueden garantizarme –a nivel retórico– derecho al trabajo, a la vivienda, a la ciudad, a la salud, al libre tránsito, a la justicia social, y una larguísima lista más, y castigarme –a nivel muy real y objetivo– por un tuit que se interprete como «delito de odio» o como «violencia de género».
Pongamos cada cosa en su lugar. Estamos a tiempo de poner un alto a este desplazamiento en el derecho, que nació con la vocación de regular las interacciones objetivas y concretas entre individuos y entre individuos y autoridad, y dejar la ética y la moral para los debates sociales, cada vez más necesarios y a los que debe otorgárseles un espacio abierto donde puedan discutirse todos los temas, sin censura ni castigos a priori.
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1 Escoffié, Carla, País sin techo. Ciudades, historias y luchas sobre la vivienda, Primera Edición, Primera Reimpresión, México, Grijalbo – Penguin Random House, 2023, Pág. 215
2 Gobierno de México, Instituto de Desarrollo Social, Constitución Política de la Ciudad de México, Pág. 22
Consulta: 23 de febrero de 2024
3 Escoffié, Obra citada, Pág. 228
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