Nos describimos a nosotros mismos como humanos modernos. Nombramos nuestra época y nuestra forma de vida como “Modernidad”. Estamos cien por ciento seguros de que hemos atravesado por un proceso de millones de años para llegar a lo que somos ahora. En nuestra egocéntrica visión creemos que todo lo que existió antes de nosotros, durante millones y millones de años, fue solo una preparación, una base para que los humanos modernos hayamos llegado a la cima no solo de la cadena alimenticia, también de la única inteligencia comprobable sobre la Tierra, la que nos ha permitido dominar plantas y animales, modificar el entorno y conquistar a otras etnias que a pesar de ser de nuestra misma especie consideramos inferiores y por tanto obligadas a servirnos, entretenernos y ser consideradas, más que personas, herramientas de trabajo a nuestro servicio.
“El evolucionismo social hace referencia a los cambios que se producen en una sociedad a lo largo de los años; La antropología indica que cada sociedad pasa por un proceso similar a la hora de desarrollarse y sentar las bases fundamentales de su civilización” (Economipedia).
El aliado perfecto de nuestro constante retroceso y de la forma elíptica para llamarla de alguna forma en la que hemos transitado durante los últimos siglos es sin duda nuestra mala memoria, la dificultad que enfrentamos los seres humanos para comparar épocas y problemas sociales y poder evolucionar a una forma más amable de convivencia. Ninguno de los males que nos aqueja en estos tiempos es nuevo: ni las guerras, ni la discriminación, ni el machismo, ni la violencia, ni las epidemias y enfermedades. A lo largo de la historia hemos padecido de estos cánceres sociales y sin embargo repetimos las fórmulas que ya anteriormente nos llevaron al riesgo del auto exterminio.
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No hay que ir muy lejos: cientos de miles de científicos, historiadores, filósofos, investigadores y personas comprometidas con el estudio nos han demostrado cuáles son los errores que hemos cometido en el pasado. Importantes tratados de ciencia e historia nos señalan cuáles fueron las decisiones que tomamos que nos lastimaron como especie; sin embargo y a pesar de ahora más que nunca tener acceso a la información inmediata, seguimos cometiendo sistemáticamente los mismos errores. Tal vez estemos empeñándonos en demostrar que no somos los Homo Sapiens como nosotros mismos nos auto nombramos.
Durante miles de años padecimos las inclemencias climáticas, la dificultad de encontrar alimentos, la vulnerabilidad de nuestro tamaño comparado con el de las fieras con las que subsistíamos y es ahora cuando dominamos el pensamiento abstracto, cuando aprendimos a comunicarnos con signos y sonidos, cuando entendimos el secreto de la nutrición, de la prevención y cura para las enfermedades e infecciones que pareciera que insistimos en volver hacia atrás.
Vemos como algo muy lejano comportamientos y tradiciones que de acuerdo a los estudios que tenemos ahora nos deberían de parecer no solo absurdos, de muchas formas criminales y con otros nombres y otros conceptos lo seguimos practicando.
Se abolió la esclavitud. No existen ya aquellos infames barcos negreros que traían a millones de personas en condiciones inhumanas a trabajar en las plantaciones hasta encontrar la muerte en el trabajo extenuante, pero ahora son millones de migrantes los que van ven en condiciones deplorables para poder trabajar en países que tienen mejor economía que los suyos; son abandonados en contenedores en medio del desierto, son condenados al anonimato y a la falta absoluta de derechos y vistos por miembros de la misma especie pero de diferente color como ciudadanos de tercera si no es que menos que eso.
Ya no existen coliseos pero nos encantamos de asistir a estadios, rings y plazas de toros a presenciar peleas y enfrentamientos entre seres humanos o entre personas y animales y conste que a mí me gusta la tauromaquia, pero no por eso dejaré de reconocer el comportamiento tan extraño que como especie tenemos de contemplar el peligro, el odio y el abuso de la fuerza.
Desde que empezamos a asentarnos y agruparnos en comunidades con la finalidad de vivir mejor y repartir esfuerzos, entendimos que para que las cosas funcionaran tenía que haber una organización. De ahí derivaron la política, las reglas, las jerarquías y también las guerras.
Nos ufanábamos de haber derribado muros y hoy mismo se construyen kilómetros de muros fronterizos. Redactamos eternas constituciones, reglamentos, abrimos instituciones en pro de los derechos humanos y, sin embargo, el racismo, el machismo y la discriminación surgen de los propios hogares, haciendo imposible a cualquier organización erradicarlos.
Entendimos desde hace muchísimos años términos como la Democracia y, sin embargo, este fin de semana contemplamos todos a un rey blanco siendo coronado dentro de una catedral por el obispo, unificando los poderes divinos con los humanos, rodeado de los lujos más exorbitantes, las joyas y las prendas más ostentosas para honrar a una persona que adquiere el poder por sucesión y no por elección de la comunidad y que reina pero no gobierna. En pocas palabras, con los impuestos de la gente, existe en un palacio rodeado de lujos un rey venerado pero que no tiene injerencia en el devenir mundial. Hubiésemos podido pensar que durante el reinado de Elizabeth ll, en un siglo plagado de cambios ideológicos, la muerte de ésta representaría el fin de una tradición tan milenaria como absurda. Pero no. La monarquía para los países que aún la practican es más que una política, una tradición que los unifica e identifica como nación.
Ver para creer.
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