De Frente Y Claro | ABASTO DE MEDICINAS: UN FRACASO MÁS 

Sin lugar a dudas, los medicamentos son la base importante y determinante para combatir y prevenir las enfermedades en el cuidado de la salud, desde un simple catarro hasta un padecimiento grave como el cáncer. El no...

8 de julio, 2021

Sin lugar a dudas, los medicamentos son la base importante y determinante para combatir y prevenir las enfermedades en el cuidado de la salud, desde un simple catarro hasta un padecimiento grave como el cáncer. El no contar con ellos, tiene como consecuencia el detrimento de la salud y la pérdida de la vida.

Pero desafortunadamente para quienes integran la 4T, eso es lo que menos les importa porque desde que iniciaron su nefasta administración el 1 de diciembre del 2018, con su excusa tonta de que había corrupción en la compra de medicamentos, y cancelaron el servicio con quienes lo venían haciendo, todo ha sido un desastre, llegando a niveles enormes de desabasto de medicinas.

LÓPEZ TIENE OTROS DATOS

Y como siempre que se le muestran y demuestran sus errores, López el 27 de mayo de 2021 desde su púlpito en la mañanera, afirmó respecto a la compra de medicamentos que “Vamos bien”, señalando que su gobierno adquirió más de 160 millones de medicamentos en el extranjero, para ahorrar más de 11 mil millones de pesos. Todo esto, según él, gracias a la intervención de la UNOPS, adquirió en el extranjero 730 claves (medicamentos), con un gasto de 43 278 millones de pesos y de acuerdo con el Secretario de Salud, Jorge Alcocer, desde enero empezaron las entregas.

Y López, fiel a su manera de denostar a todo mundo, reconoció que no ha sido fácil cambiar el modelo de compra consolidada “porque como es público y notorio que había muchos intereses en la compra de medicamentos y equipos de curación”. Agregando que antes, el gobierno era un facilitador para hacer negocios al amparo del poder público.

LA CRUDA REALIDAD

La cruda realidad respecto a la compra de medicamentos es que ha repercutido en un gran desabasto generalizado en el país desde 2019. A tal grado que los amparos y las quejas que se han presentado en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos han ido en aumento, sin que a las autoridades responsables ni a López, les interese resolver, dado que el desabasto sigue.

De acuerdo a la investigación “Operación Desabasto”, que realizaron las organizaciones Impunidad Cero y Justicia Justa, en ella se lograron identificar las causas del desabasto de insumos médicos. Señalando que el desabasto se debe a una serie de políticas públicas que fueron mal planeadas y ejecutadas, que tenían como objetivo luchar contra la corrupción en la adquisición de medicamentos y ahorrar en la compra de insumos médicos.

El desabasto inició al asumir la responsabilidad de adquirir los medicamentos a nivel federal, incluidas las medicinas, la Oficialía Mayor de la Secretaría de Hacienda en un intento por reducir los costos de la compra de insumos. Pero sin tanto escándalo, esto ya se venía haciendo, con las compras consolidadas de medicamentos. Año con año el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) compraba los insumos médicos necesarios no solo para sus clínicas y hospitales, sino para otras instituciones de salud tanto estatales como federales. Debido a la compra masiva que se hacía anualmente, entre 2013 y 2018 se ahorraron hasta 21 361 millones de pesos. Pero al cambiar esas compras a la Oficialía Mayor de SHCP, resultó que se perdió el personal y el expertise técnico necesario para realizarlas.

Ante una notoria inexperiencia, en su primera compra del gobierno federal, se hizo a destiempo y de forma incompleta. Por lo mismo, 62% de las claves de medicamentos quedaron desiertas, es decir, no se recibió oferta alguna para que el gobierno las comprara y la mayoría de los contratos se dieron mediante adjudicaciones directas. Esto empezó a generar problemas de desabasto.

Sumándose a este grave error de centralizar las compras, el haber vetado, según por corrupción, a las tres principales distribuidoras de insumos médicos del país: Grufesa, Dimesa y Maypo. Se le prohibió al gobierno comprarles, ya que se afirmó que acaparaban el mercado y constituían un oligopolio. 

Desafortunadamente, al aplicar ese veto, nunca tuvieron la precaución de contar con quien o quienes las reemplazarían en la red de distribución, logística, almacenaje y personal que tenían esas distribuidoras, experiencia acumulada a través de los años dedicados a ello. El mundo se les vino encima a López y su cofradía por no haber tomado en cuenta que las distribuidoras les compraban a otras farmacéuticas los insumos que requerían, por lo que el gobierno adquiría tanto la distribución como el insumo médico a un mismo precio.

Y a todo este galimatías se le vino a sumar la crisis sanitaria del COVID-19, aumentando la problemática.

Pero vino la brillante idea de que para que no hubiera corrupción, que la Oficina de las Naciones Unidas de Servicios para Proyectos (UNOPS) fuera quien se encargara de las compras consolidadas de medicamentos del país. Pero, tampoco contaban con que LA UNOPS carecía de experiencia en relación al mercado mexicano, teniendo como consecuencia, realizar tardíamente la compra de insumos médicos. 

Y lo más grave, que por ese servicio de adquirir los medicamentos, que cuando lo hacía el IMSS no costaba un peso, al encargárselo a la UNOPS tendría un precio de alrededor de 85 millones de dólares por la comisión que cobra.

Y vino otra gran “ideota”: que la empresa paraestatal Birmex se encargara de la distribución de medicinas e insumos médicos. Pero, tampoco contemplaron que no se le podría dotar de la infraestructura y personal necesario a esa institución en el corto o mediano plazo que se requería para llevar a cabo la compra de medicamentos, además de que es una institución que tiene antecedentes de CORRUPCIÓN, que era supuestamente con lo que buscaban acabar.

Los antecedentes de Birmex se documentan en la investigación “Facturas Falsas: la epidemia en el sector salud”, donde se informa que Birmex fue la segunda institución federal con más desvíos de recursos mediante facturas falsas. Y que la corrupción en el sector salud no se daba en la compra de insumos médicos, sino que se facturaban consultorías, remodelaciones, asesorías y capacitaciones.

De esa corrupción denunciada nada pasó, ahí quedó todo sin aplicarse la ley. Y, antes, al contrario, le dan carta libre para que Birmex siga en los negocios. 

Finalmente, ese ahorro del que presume López y el “santo” secretario de salud, Jorge Alcocer (santo porque saben que existe, pero nadie lo ve), es una mentira, dado que el precio para adquirir medicamentos aumentó, por la comisión que debe pagarse a la UNOPS, además de pagarle a otras instituciones que se encargan de la distribución de insumos médicos a todo el país.

Todo este desastre ha repercutido en desabasto y en que finalmente los directores de los institutos nacionales de salud, hospitales y autoridades sanitarias de las 32 entidades federativas recibieron instrucciones el 26 de febrero del 2021, oficio INSABI-UCNAMEMCA-91-2021, de comprar por su propia cuenta más de un millar de claves de medicinas y material de curación para evitar su desabasto.

DESABASTO

El desabasto de medicamentos aumentó en 2020, principalmente para atender a los pacientes de cáncer, diabetes, que es la tercera causa de muerte en el país, de acuerdo con información del INEGI y de hipertensión, de acuerdo con el Colectivo Cero Desabasto.

Al igual que la insulina, que utilizan los pacientes diabéticos; así como Losartán, para hipertensos y Ciclofosfamida, que se usa en tratamientos contra el cáncer, son los medicamentos que más desabasto registraron, de acuerdo con la información que hicieron llegar los pacientes afectados al Colectivo Cero Desabasto. Los reportes de desabasto de medicamentos aumentaron 54% en el 2020, en comparación con 2019.

El problema de desabasto continúa a pesar de que López y su 4T tengan otros datos. Espero entiendan y valoren que, con la vida de los mexicanos no se juega. 

 

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práctica religiosa tradicional en occidente; el número de cristianos (católicos, protestantes, ortodoxos y anglicanos) ha ido decreciendo de manera sostenida durante las últimas décadas.  En Canadá, un país ampliamente conocido por su diversidad cultural y religiosa, entre un 19 y un 30% de la población mantiene puntos de vista ateos o agnósticos, y en los centros urbanos la tendencia aumenta. El 42.2% de los residentes de Vancouver manifiestan no tienen afiliación religiosa*. Acorde con información del informe ARIS*, en los Estados Unidos el 14.1% de los ciudadanos se describe a sí mismo como “sin religión”. La BBC inglesa arrojó en un ejercicio estadístico del 2004, que el 50% de los encuestados no creían en algún ser superior. En Suecia la situación es similar, con un 30% identificado como no creyente, junto con Francia y la República Checa liderando la Unión Europea con números que se ubican entre el 25-29%. Uruguay, Costa Rica, Alemania, Países Bajos, Nueva Zelanda, Noruega, Dinamarca y varios países más poseen números que gravitan entre el 12 y el 35% de su población total, mismos que se han incrementado con el inicio del presente siglo.     Te podría interesar: Hábitos (esenciales) de mi vida diaria (ruizhealytimes.com) Una gran cantidad de hombres y mujeres jóvenes (entre los 18 y los 45 años) han optado por la “no religión” en lugares donde la fe cristiana era predominante y esto obedece en buena medida, acorde con información recopilada en distintos puntos del orbe, a que muchos de sus ritos, prácticas, doctrinas y premisas lucen arcaicos a los ojos del siglo XXI, con su ideología de género, su postura frente al aborto, con la búsqueda de libertad(es) de carácter sexual, económica, los avances científicos, genómicos, etc. En el mismo sentido Brasil y México, dos de los grandes bastiones del cristianismo tradicional (catolicismo), han sido partícipes importantes de la caída que diversos estudios y encuestas reflejan, aun cuando la población general sigue siendo predominantemente cristiana.  No podemos obviar también los numerosos casos de abusos sexuales (la mayoría de ellos cometidos contra menores de edad) que han surgido en diócesis diversas durante las últimas décadas, los cuales no han logrado sino acrecentar la ira y el repudio, justificado sobra decir, de fieles, ateos y agnósticos por igual. Las atrocidades cometidas a lo largo de los siglos por parte de numerosos miembros de la Iglesia cuya sede se encuentra en Roma, y que la misma organización clerical haya permitido u ocultado éstas con mayor o menor grado de impunidad, ha terminado por pasar factura alrededor del mundo.  Aún hoy, a pesar de la ambigüedad con respecto al tema que ha mostrado El Papa Francisco, para la iglesia los actos y conductas homosexuales constituyen un grave pecado mortal debido a que atentan contra el orden natural de la sexualidad creado por Dios, al tiempo que la ideología de género gana terreno en el mundo occidental.  Bajo este contexto quisiera rescatar dos episodios poco conocidos que muestran un escenario distinto del anterior, ajeno a la batalla ideológica que se libra hoy en día; uno donde aquellos clérigos cristianos, aún a pesar de las afrentas, los prejuicios, el miedo y en contra de los mismos preceptos que dictaba la iglesia institucional, lograron llevar ayuda, consuelo y una mínima dosis de paz a seres humanos vulnerables y en situaciones desoladoras, hace no muchos años.  Los inicios de la pandemia  Los últimos meses del año 1979 y los primeros de 1980 comenzaron a arrojar evidencia de que algo grave, infeccioso y mortal, se estaba gestando en diversas ciudades del orbe. Lo anterior venía precedido del punto más álgido en materia de liberación sexual, entre principios de los años sesenta y finales de los setenta, que revindicó o generalizó la sexualidad como parte integral de la condición humana, el papel de la mujer en la sociedad, las relaciones homosexuales, el uso de métodos anticonceptivos y otras posturas y condicionantes que se habían mantenido relegadas u ocultas durante mucho, mucho tiempo.  Si bien es cierto que la información más aceptada dentro de la comunidad científica acerca del origen de la zoonosis que después llevaría el nombre de Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida estipula que ésta comenzó en el continente africano (específicamente en la zona de África central a finales del siglo XIX, siendo Camerún, Gabón, Guinea Ecuatorial y el Congo los epicentros de esta), su evolución al interior del continente tomaría aún varias décadas y su propagación alrededor del mundo, otros años más.  Los tejidos y muestras conservados, así como análisis posteriores han permitido identificar una de las cepas tempranas del virus de inmunodeficiencia humana como el causante de las afecciones que acabaron con la vida de un adolescente en Missouri en 1969, un ayudante naval en Noruega en el año 1976 y una cirujana danesa en 1977, siendo éstos, los primeros rastros de una pandemia que, de a poco, comenzaba a germinar en occidente.    No muchos años después, uno tras otro, día tras día y noche tras noche comenzaron a acudir a diversos centros hospitalarios, públicos y privados, de las ciudades más populosas de la unión americana (New York, Los Ángeles, San Francisco y en otras alrededor del mundo, después) pacientes aquejados de diversas molestias que parecían ser recurrentes: resfriados, fiebres, micosis, neumonías, padecimientos que, en lo general, no deberían representar mayor problema para aquellos a quienes aquejaban: hombres jóvenes, la mayoría entre los veinte y los cuarenta años. La única característica que compartían era su identidad homosexual, aunque los casos de usuarios de drogas autoadministradas por vía intravenosa comenzarían a emerger poco después. Para inicios de 1981, estos casos parecían multiplicarse sin que hubiera una razón específica ni un tratamiento eficaz.  En su libro “Perspectives in a pandemic”, el doctor y especialista en enfermedades infecciosas Kevin Cahill, radicado en Nueva York, recuerda lo sorpresivo que resultó la primera oleada de enfermos. En pocos meses, muchas de aquellas primeras víctimas habían muerto. Algunos otros sólo semanas después de acudir a revisión. Había algo, propagándose de una manera no identificada, que estaba matando a todos aquellos jóvenes de una forma devastadora y nadie sabía con mínima certeza su origen. Menos aún, qué hacer al respecto. ¿Era acaso alguna bacteria, un virus, algo en las drogas recreativas que muchos de ellos consumían? Betty Williams, quien laboraba como trabajadora social encargada de gente sin hogar en Nueva York a finales de los años setenta y principio de los ochenta, habló años después de algo a lo que en un principio se le denominó como “junkie flu” o “resfriado de adicto”; y cito textualmente: “Las historias de horror comenzaron a llegar: hombres y mujeres que se inyectaban, los cuales tenían neumonía o bronquitis, diarreas y morían poco después”.  Estos casos, que pueden rastrearse desde 1975 hasta 1980, no fueron reportados como algo nuevo dado que las afecciones no eran desconocidas y la inmunodepresión no era ajena a un grupo vulnerable como éste, así como dada la renuencia de muchos de los usuarios de drogas intravenosas a acudir a hospitales aun estando enfermos o a proveer información personal.  De manera oficial, la pandemia del sida comenzó el 5 de junio de 1981, cuando el CDC (Centro de Control de Enfermedades, por sus siglas en inglés) reportó casos inusuales de neumonía en cinco hombres homosexuales de Los Ángeles. En el transcurso de los 18 meses siguientes, más casos serían reportados a lo largo y ancho de los Estados Unidos, junto con otras enfermedades oportunistas como el sarcoma de Kaposi, la linfadenopatía, la candidiosis, el herpes, diversas infecciones estomacales, así como fiebre y cansancio generalizado.  El New York Times, en un artículo firmado por Lawrence K. Altman, lo llevaría al público general el 3 de julio de 1981 con el titular: “Rare cancer seen in 41 homosexuals”, siendo uno de los primeros recuentos del síndrome que pasaba de ser un terrible rumor a una realidad aún peor.  Para junio de 1982, con un notorio aumento en el número de diagnósticos, dada la prevalencia en hombres homosexuales y con la teoría de que el agente era transmisible mediante el contacto sexual, se denominó GRID (Gay related immune deficiency) o inmunodeficiencia relacionada con la homosexualidad. Poco después comenzaron a tomar mayor fuerza los casos entre usuarios de drogas, trabajadores sexuales y hemofílicos.  El surgimiento de la COVID-19 puede brindarnos ahora, aunque sea un poco de contexto, con respecto a aquellos años a principios de los ochenta: un escenario plagado de incertidumbre, miedo, zozobra, alienación, desconfianza y el desconocimiento respecto a las vías de contagio (contacto casual, alimentos, superficies, aire, etc) no hizo sino acrecentar el enrarecido ambiente.  Peor aún, derivado de la estigmatización relacionada con los primeros casos (homosexuales, drogadictos, trabajadores sexuales) la gran mayoría de los enfermos se vieron confrontados por la peor versión de la naturaleza humana: el señalamiento, el rechazo, el abandono, la negligencia y la más absoluta soledad. Miembros de diversas congregaciones religiosas llegaron a expresar públicamente que el nuevo padecimiento no era sino “un castigo divino dadas las costumbres y depravación de la comunidad homosexual”.  El caso de Clair Harward, que llegó a los titulares nacionales a través de la Associated Press, no era poco frecuente. Harward, un joven mormón de 26 años diagnosticado en una fase avanzada de sida, sin familiares ni amigos que pudieran ayudarle, acudió a su obispo en Utah, de nombre Bruce Don Bowen, penitente y consciente de su destino para solicitarle consejo y auxilio. Bowen, después de escucharle, le pidió no volver a acercarse a la iglesia y lo excomulgó. Clair Harward moriría solo, algunos meses después en el Saint Benedict´s Hospital de Ogden, Utah.    La gran mayoría de aquellos primeros enfermos perdieron sus trabajos, fueron desalojados de los lugares donde vivían, hubo numerosos padres que desconocieron a sus hijos y se negaron a atenderlos, cuidarlos o incluso verlos tras el descubrimiento de la enfermedad, lo que generó que aún menos individuos quisieran realizarse pruebas de diagnóstico. Muchos de aquellos jóvenes llegaban demasiado enfermos a los hospitales y otros provenían de un entorno agresivo y complejo, como los trabajadores sexuales y los usuarios de drogas y ahora todos debían enfrentar una nueva forma de rechazo. Los pacientes morían por decenas, algunos en sus casas, otros en salas de emergencias, otros en las calles.   La expectativa de vida tras el diagnóstico era de seis meses durante los primeros años de la década de los ochenta. En realidad, había poco que hacer por los hombres y mujeres aquejados por el sida en aquella época que no fuera tratar de proveerles cuidados, alojamiento, muchos de ellos completamente solos, y acompañarlos durante los días y semanas previos a su muerte. Y lo anterior no resultaba una tarea fácil, dado que había muy pocos lugares que aceptaban recibirlos y los hospitales estaban llenos de enfermos en distintas etapas de la afección.  Good Samaritan Project (Kansas City) Una de las personas que con celeridad se dedicó a investigar por su cuenta acerca del virus que aquejaba a las grandes ciudades de Estados Unidos fue el clérigo John Barbone, de la Metropolitan Community Church de Kansas City, Mi. Barbone, una vez que la enfermedad llegó a Missouri a través de los pacientes que regresaban a sus ciudades natales a morir, se abocó al cuidado de los enfermos personalmente para después crear el proyecto denominado Good Samaritan (Buen Samaritano) en 1983. En un inicio, su labor consistía en visitar a aquellos residentes del área (pertenecieran a su congregación o no) que sabía estaban enfermos, en asegurarse que estaban comiendo o acompañarlos a sus citas y auxiliarles con su medicación. Pero una vez que estos fallecían se topó con un problema adicional; tras contactarles, se percató que muchas de las familias de los enfermos no querían saber absolutamente nada de ellos. Ante este escenario, la iglesia decidió hacerse cargo y pagar sus funerales y cremaciones. A pesar de que algunos amigos le ayudaban en su tarea, estos se vieron sobrepasados con rapidez.  Pronto, derivado del número de defunciones (que superaba la veintena por mes, en 1983), Barbone buscó la manera de involucrar más gente en el proyecto para que sirvieran como voluntarios al tiempo que, gracias a una campaña de donaciones, logró hacerse de los servicios de profesionales con formaciones específicas (psicoterapéutica, médica, etc) para abordar la tarea de mejor forma posible. Del mismo modo, la iglesia adquirió una propiedad (Good Samaritan House) que permitía a los enfermos vivir ahí en su etapa terminal de modo que no tuvieran que morir completamente solos. Fueron años difíciles, de mucho desgaste y sufrimiento para enfermos y cuidadores por igual, con pocos medicamentos efectivos, largas horas de agonía y un final casi siempre fatal.  El número de voluntarios del proyecto se elevaría a lo largo de los años hasta alcanzar los 1,200 miembros activos, cuyas labores incluían desde cuidar enfermos, atender líneas telefónicas que proveían información acerca del síndrome y sus características hasta individuos que brindaban orientación acerca de un trato más humano a enfermeras, enfermeros, médicos, etc. en una época en el que incluso el personal de los hospitales se rehusaba a entrar a las habitaciones de los pacientes para dejarles sus comidas del día.   El mismo John Barbone, aunque tiempo después tuvo que delegar el liderazgo del proyecto y retomó sus actividades pastorales y administrativas, estuvo en numerosas ocasiones acompañando a los enfermos en el momento de su muerte, para tratar de brindarles paz y tranquilidad previo a su partida. Para 1999 Good Samaritan Project cambió su nombre a Spirit of Hope y en mayo de 2002, adoptó un nuevo enfoque comunitario llamado Culture of Christ y funcionó, ante la llegada de los efectivos tratamientos antirretrovirales, como centro de acogida para personas sin hogar. Barbone continúa hoy en día involucrado en labores clericales y comunitarias como pastor emérito en Missouri.  Terence Cardinal Cooke (Nueva York) El Dr. Kevin Cahill, el infectólogo y uno de los encargados de la respuesta en la zona metropolitana de Nueva York, recuerda la dificultad para conseguir apoyo y difusión acerca de la enfermedad durante aquellos primeros años. El Estado norteamericano en lo general no actuó rápidamente ante la pandemia que se gestaba de manera local ni federal, mientras que los enfermos y las víctimas se multiplicaban con cada semana transcurrida. Después de tocar varias puertas sin éxito, la persona menos probable llegó para tratar de enfrentar la compleja situación: el arzobispo de Nueva York, Terence Cardinal Cooke. Cooke, cardenal de la iglesia católica romana, era una figura reconocida dentro del ámbito nacional; había sido nombrado Vicario apostólico de las Fuerzas Armadas en 1968, había acudido al Bronx para calmar los disturbios tras el asesinato de Martin Luther King y dirigió el funeral de Robert F. Kennedy en la catedral de San Patricio, además había creado la organización Birthright para apoyar a mujeres embarazadas en situaciones de riesgo o conflictivas. También había creado un fondo de becas para ayudar financieramente a estudiantes de escuelas católicas, entre otras cosas. Su postura en contra del aborto era bien conocida, así como sus desavenencias con las agrupaciones LGBT+.  Te podría interesar: La perspectiva del futuro: los idiotas al poder (ruizhealytimes.com) El arzobispo, que había sido diagnosticado con leucemia mielomonocítica en 1965, tenía contacto frecuente con Cahill quien era parte del grupo médico que supervisaba su estado de salud dado su padecimiento. Al consultarle vía telefónica acerca de los avances con respecto a la nueva enfermedad, Cahill le informó de la pobre respuesta por parte del gobierno y de sus pares médicos para llevar a cabo un simposio acerca del virus y el síndrome que generaba, en buena medida derivado de los grupos a los que ésta aquejaba. La respuesta de Cooke fue más bien un ofrecimiento: él mismo acudiría al evento y brindaría algunas palabras para buscar mayor participación por parte de aquellos involucrados, tanto gubernamentales como civiles.  Una vez que hubo conocimiento de la participación del arzobispo, otras figuras prominentes tales como Ed Koch, el alcalde de Nueva York, que hasta aquel momento había asumido una posición reactiva para enfrentar la pandemia, decidió sumarse a la iniciativa del mismo modo que lo hicieron otros médicos del país y el senador Edward Kennedy.  Durante el simposio, el arzobispo Cooke mencionó:  “El trabajo en equipo debe de ir más allá de la comunidad médica e involucrar gente del ámbito religioso y al sector gubernamental para asegurarnos de que esta crisis se transforme en una oportunidad. Debemos entender los elementos de la pandemia del sida en términos de dolor, sufrimiento, ansiedad y miedo de los seres humanos como individuos y trabajar conjuntamente; Señor, oramos por nuestros hermanos y hermanas que sufren del síndrome de inmunodeficiencia adquirida así como por sus familias y amigos”.  Cooke fallecería poco después, en octubre de 1983, pero su legado no terminaría ahí.  El Terence Cardinal Cooke Health Center, una instalación hospitalaria con 729 camas disponibles además de una unidad de cuidados intensivos y de emergencias sería la primera en tener un ala especializada en el cuidado integral de los enfermos de VIH/Sida, la mayoría de ellos pertenecientes a grupos vulnerables y alienados no sólo socialmente sino también por el cristianismo tradicional (y otras agrupaciones luteranas, pentecostales, etc). Además de atención médica, el centro ofrecería programas de rehabilitación, consejería y apoyo psicológico. Para 1991, la Arquidiócesis Católica de Nueva York había creado cinco centros para atender a pacientes afectados por el síndrome, sumando 324 camas adicionales para ellos.  Sobra decir que existieron muchos, pero muchos más, religiosos y seculares, médicos, voluntarios, hombres y mujeres, que se encargaron de cuidar de los millones de enfermos a lo largo de los años; muchos de ellos, lo hicieron durante aquellos terribles días de principios de la década de los ochenta. Todos y cada uno de aquellos individuos merecen el mayor de los reconocimientos. El pastor John Barbone y el arzobispo Terence Cook son dos de ellos.  Entrevistado en 1989, el monseñor James T. Cassidy, director de salud y supervisor de los hospitales de la arquidiócesis comentó: “El mayor problema no es la falta de hospitales, que sin duda existe, sino la falta de cuidados, de empatía. 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Dicho desafío consiste en ingerir tantas pastillas del ansiolítico (que provoca somnolencia), como sea posible y luchar contra sus efectos para permanecer despiertos. Además de esto, los participantes deben documentar el hecho y subirlo a sus redes sociales. Los datos duros (muy duros) en nuestro país… Por desgracia, en México, tomando en cuenta sólo los casos de los que se tiene registro, se reporta que:
  • Hasta ahora se han presentado 45 casos en 18 estados (entre ellos  Morelos, San Luis Potosí, Veracruz, Guanajuato, Nuevo León, EdoMex y CDMX), relacionados al reto de la ingesta de clonazepam (datos presentados por Hugo López-Gattel).
  • El rango de edad de las personas afectadas va de los 10 a los 19 años.
  • En Tiktok, la red social con más presencia de retos virales, uno de cada cuatro usuarios es menor de 20 años.
  • Al menos hasta enero, el hashtag “clonazepam” (#clonazepam) contaba con 90,1 millones de visualizaciones y, el aún más específico, “reto clonazepam” (#retoclonazepam), con 726.000.
  • Como consecuencia de la Pandemia 20% de los niños y 15% de las niñas presentan ansiedad generalizada y un 14.5% de los pequeños entre 10 y 11 años tienen depresión.
  • Además, se reporta un aumento significativo de los pensamientos suicidas entre los chicos de 10 a 14 años.
  • En Google algunas de las búsquedas más comunes son: “¿Con qué otra medicina se puede sentir eso?… ¿Con cuantas tabletas te vas al hospital?…
¿Qué el clonazepam y cuáles son sus efectos? El clonazepam, un ansiolítico similar al valium, es un psicofármaco del grupo de las benzodiazepinas que tiene un alto potencial adictivo debido a que en nuestro cerebro existen altísimas cantidades de receptores para dichas sustancias, por lo cual crea, tanto dependencia como síndrome de abstinencia con gran rapidez. Se utiliza para tratar padecimientos graves como los trastornos de pánico, la epilepsia, los trastornos de ansiedad o el insomnio crónico y, en muchas ocasiones, como auxiliar en el tratamiento de trastornos psicóticos. Pero, debido a sus efectos adversos y los daños que puede provocar, incluso al ser prescrito las dosis deben ser cuidadosamente controladas por médicos especialistas. En cuanto a la sobredosis de este medicamento (como en los casos de los jóvenes intoxicados) lo síntomas pueden ir desde somnolencia, mareos, náuseas, vértigo, confusión, obnubilación, pérdida de equilibrio, problemas de coordinación, dolor de cabeza, muscular o de articulaciones, hasta, incluso, la muerte. Sobra decir que estos síntomas se intensifican cuando el medicamento es mezclado con otras sustancias como alcohol o, inclusive, las que contienen las bebidas energizantes.  

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  ¿Y cómo lo consiguen? A pesar de que las regulaciones para conseguir este y otros medicamentos controlados son muchas (“las dosis son distribuidas en fragmentos de las tabletas y para adquirirlas existen normas muy claras, como la receta médica actualizada con todos los requisitos sanitarios y la identificación oficial del comprador, documentos a los que incluso se les hace una fotocopia que la farmacia conserva por indicaciones de la COFEPRIS.”), es evidente que los menores tienen acceso a ellos y, en este sentido, las autoridades afirman que a pesar de las investigaciones aún no se tiene certeza de cómo lo hacen, pero “suponen" que:
  • Lo roban o lo toman de sus propios hogares (por descuido de los padres o bien porque ellos mismos están siendo medicados).
  • Lo consiguen en el mercado negro (ya sea en la calle o, incluso, por internet).
  • Por medio de recetas falsas.
  • En redes sociales o tianguis (que se surten debido al robo hormiga que sí existe en farmacias y hospitales).
Otros medicamentos peligrosos Aunque, de hecho, cualquier medicamento que se deje al alcance de niños y jóvenes sin supervisión es peligroso ante una sobredosis, otros medicamentos que parecen estar ligados a retos virales y que, por lo tanto, les provocan mayor “curiosidad” son:
  • Alprazolam
  • Diazepam
  • Rivotril
  • Valium
  • Benadryl
  • Vibazina (clorhidrato de buclizina)
  • Aderol
  • Ritalin
Riesgos en casa y en la escuela Además de los riesgos personales que conllevan, tanto los retos, como la ingesta misma de medicamentos controlados, debemos tener claro que el peligro no existe sólo para quien los toma sino para su entorno en general. Entre los riesgos más significativos en el entorno escolar y en casa, tenemos:
  • Influenciar a otras personas ya sea por redes o de manera personal (amigos, hermanos, etc).
  • Dejar medicamentos (intencionalmente o no) al alcance de niños más pequeños, con alguna discapacidad o, incluso, hasta de las mascotas.
  • Situaciones graves de sobredosis dentro del colegio o en casa (con o sin supervisión de algún adulto).
  • Adicción permanente como resultado de la ingesta inicial.
  • Comportamientos psicóticos que pongan en riesgo la vida del consumidor y de las demás personas.
¿Qué hacer, entonces, para proteger a nuestros hijos y alumnos? Aunque el problema de fondo debe ser resuelto por las autoridades competentes para evitar de verdad que los chicos tengan libre acceso a estos fármacos, algunas de las estrategias que podemos utilizar para intentar minimizar los riesgos son: En casa
  • Guardar, de ser posible, bajo llave todo tipo de medicamentos.
  • Estar alertas a los comportamientos de los hijos.
  • Monitorear su actividad en redes sociales.
  • Llevar un control detallado del dinero que les damos y en qué lo gastan.
  • Conocer a sus amistades y de ser posible a sus familias.
  • Mantenerse informados constantemente.
En la escuela
  • Hacer revisiones constantes de mochilas y, si es posible, vaciado de bolsillos de los estudiantes.
  • Mantener guardias constantes (por parte del personal docente o auxiliar) en todo momento, en la totalidad del las instalaciones de los colegios (aulas, patios, laboratorios, canchas, baños, oficinas, auditorios, etc.).
  • Observar los comportamientos y actitudes de los alumnos y estar atentos ante cualquier señal de alarma.
  • Capacitar a todo el personal del colegio (incluyendo maestros, auxiliares, administrativos, etc.) para reconocer la sintomatología física y emocional y para poder actuar adecuadamente ante cualquier crisis que pudiera presentarse en el colegio.
  • Establecer protocolos de acción ante estas situaciones.  
  • Contar con programas adecuados, constantes e integrales de educación socioemocional y fortalecimiento de la autoestima.
  • Promover el deporte y las actividades artísticas tanto como sea posible.
Camarón que se duerme… Sin importar cuál sea la causa o de quién “sea la culpa”, lo cierto es que los peligros a los que se enfrentan nuestros hijos y alumnos son muchos y de muy diversa índole. Por ello, lo más importante es recordar que nuestro primer deber como adultos responsables de ellos es vigilarlos, protegerlos, informarlos, darles valores, fortalecer su autoestima y generar la confianza que necesitan para que sean capaces de tomar decisiones asertivas o bien para pedir ayuda cuando lo necesiten. La familia y la escuela son los grandes pilares en los que se sostienen nuestros niños y jóvenes y, por eso, estar informados, compartir valores y trabajar como un verdadero equipo son las claves que nos permitirán garantizar su salud, su integridad, su vida y su verdadera formación como los ciudadanos responsables que tanta falta hacen en nuestra sociedad. Visita nuestro site  y conoce el modelo educativo de vanguardia, con sentido humano, innovación tecnológica y excelencia académica, que estás buscando para tu familia.  

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El 42.2% de los residentes de Vancouver manifiestan no tienen afiliación religiosa*. Acorde con información del informe ARIS*, en los Estados Unidos el 14.1% de los ciudadanos se describe a sí mismo como “sin religión”. La BBC inglesa arrojó en un ejercicio estadístico del 2004, que el 50% de los encuestados no creían en algún ser superior. En Suecia la situación es similar, con un 30% identificado como no creyente, junto con Francia y la República Checa liderando la Unión Europea con números que se ubican entre el 25-29%. Uruguay, Costa Rica, Alemania, Países Bajos, Nueva Zelanda, Noruega, Dinamarca y varios países más poseen números que gravitan entre el 12 y el 35% de su población total, mismos que se han incrementado con el inicio del presente siglo.     Te podría interesar: Hábitos (esenciales) de mi vida diaria (ruizhealytimes.com) Una gran cantidad de hombres y mujeres jóvenes (entre los 18 y los 45 años) han optado por la “no religión” en lugares donde la fe cristiana era predominante y esto obedece en buena medida, acorde con información recopilada en distintos puntos del orbe, a que muchos de sus ritos, prácticas, doctrinas y premisas lucen arcaicos a los ojos del siglo XXI, con su ideología de género, su postura frente al aborto, con la búsqueda de libertad(es) de carácter sexual, económica, los avances científicos, genómicos, etc. En el mismo sentido Brasil y México, dos de los grandes bastiones del cristianismo tradicional (catolicismo), han sido partícipes importantes de la caída que diversos estudios y encuestas reflejan, aun cuando la población general sigue siendo predominantemente cristiana.  No podemos obviar también los numerosos casos de abusos sexuales (la mayoría de ellos cometidos contra menores de edad) que han surgido en diócesis diversas durante las últimas décadas, los cuales no han logrado sino acrecentar la ira y el repudio, justificado sobra decir, de fieles, ateos y agnósticos por igual. Las atrocidades cometidas a lo largo de los siglos por parte de numerosos miembros de la Iglesia cuya sede se encuentra en Roma, y que la misma organización clerical haya permitido u ocultado éstas con mayor o menor grado de impunidad, ha terminado por pasar factura alrededor del mundo.  Aún hoy, a pesar de la ambigüedad con respecto al tema que ha mostrado El Papa Francisco, para la iglesia los actos y conductas homosexuales constituyen un grave pecado mortal debido a que atentan contra el orden natural de la sexualidad creado por Dios, al tiempo que la ideología de género gana terreno en el mundo occidental.  Bajo este contexto quisiera rescatar dos episodios poco conocidos que muestran un escenario distinto del anterior, ajeno a la batalla ideológica que se libra hoy en día; uno donde aquellos clérigos cristianos, aún a pesar de las afrentas, los prejuicios, el miedo y en contra de los mismos preceptos que dictaba la iglesia institucional, lograron llevar ayuda, consuelo y una mínima dosis de paz a seres humanos vulnerables y en situaciones desoladoras, hace no muchos años.  Los inicios de la pandemia  Los últimos meses del año 1979 y los primeros de 1980 comenzaron a arrojar evidencia de que algo grave, infeccioso y mortal, se estaba gestando en diversas ciudades del orbe. Lo anterior venía precedido del punto más álgido en materia de liberación sexual, entre principios de los años sesenta y finales de los setenta, que revindicó o generalizó la sexualidad como parte integral de la condición humana, el papel de la mujer en la sociedad, las relaciones homosexuales, el uso de métodos anticonceptivos y otras posturas y condicionantes que se habían mantenido relegadas u ocultas durante mucho, mucho tiempo.  Si bien es cierto que la información más aceptada dentro de la comunidad científica acerca del origen de la zoonosis que después llevaría el nombre de Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida estipula que ésta comenzó en el continente africano (específicamente en la zona de África central a finales del siglo XIX, siendo Camerún, Gabón, Guinea Ecuatorial y el Congo los epicentros de esta), su evolución al interior del continente tomaría aún varias décadas y su propagación alrededor del mundo, otros años más.  Los tejidos y muestras conservados, así como análisis posteriores han permitido identificar una de las cepas tempranas del virus de inmunodeficiencia humana como el causante de las afecciones que acabaron con la vida de un adolescente en Missouri en 1969, un ayudante naval en Noruega en el año 1976 y una cirujana danesa en 1977, siendo éstos, los primeros rastros de una pandemia que, de a poco, comenzaba a germinar en occidente.    No muchos años después, uno tras otro, día tras día y noche tras noche comenzaron a acudir a diversos centros hospitalarios, públicos y privados, de las ciudades más populosas de la unión americana (New York, Los Ángeles, San Francisco y en otras alrededor del mundo, después) pacientes aquejados de diversas molestias que parecían ser recurrentes: resfriados, fiebres, micosis, neumonías, padecimientos que, en lo general, no deberían representar mayor problema para aquellos a quienes aquejaban: hombres jóvenes, la mayoría entre los veinte y los cuarenta años. La única característica que compartían era su identidad homosexual, aunque los casos de usuarios de drogas autoadministradas por vía intravenosa comenzarían a emerger poco después. Para inicios de 1981, estos casos parecían multiplicarse sin que hubiera una razón específica ni un tratamiento eficaz.  En su libro “Perspectives in a pandemic”, el doctor y especialista en enfermedades infecciosas Kevin Cahill, radicado en Nueva York, recuerda lo sorpresivo que resultó la primera oleada de enfermos. En pocos meses, muchas de aquellas primeras víctimas habían muerto. Algunos otros sólo semanas después de acudir a revisión. Había algo, propagándose de una manera no identificada, que estaba matando a todos aquellos jóvenes de una forma devastadora y nadie sabía con mínima certeza su origen. Menos aún, qué hacer al respecto. ¿Era acaso alguna bacteria, un virus, algo en las drogas recreativas que muchos de ellos consumían? Betty Williams, quien laboraba como trabajadora social encargada de gente sin hogar en Nueva York a finales de los años setenta y principio de los ochenta, habló años después de algo a lo que en un principio se le denominó como “junkie flu” o “resfriado de adicto”; y cito textualmente: “Las historias de horror comenzaron a llegar: hombres y mujeres que se inyectaban, los cuales tenían neumonía o bronquitis, diarreas y morían poco después”.  Estos casos, que pueden rastrearse desde 1975 hasta 1980, no fueron reportados como algo nuevo dado que las afecciones no eran desconocidas y la inmunodepresión no era ajena a un grupo vulnerable como éste, así como dada la renuencia de muchos de los usuarios de drogas intravenosas a acudir a hospitales aun estando enfermos o a proveer información personal.  De manera oficial, la pandemia del sida comenzó el 5 de junio de 1981, cuando el CDC (Centro de Control de Enfermedades, por sus siglas en inglés) reportó casos inusuales de neumonía en cinco hombres homosexuales de Los Ángeles. En el transcurso de los 18 meses siguientes, más casos serían reportados a lo largo y ancho de los Estados Unidos, junto con otras enfermedades oportunistas como el sarcoma de Kaposi, la linfadenopatía, la candidiosis, el herpes, diversas infecciones estomacales, así como fiebre y cansancio generalizado.  El New York Times, en un artículo firmado por Lawrence K. Altman, lo llevaría al público general el 3 de julio de 1981 con el titular: “Rare cancer seen in 41 homosexuals”, siendo uno de los primeros recuentos del síndrome que pasaba de ser un terrible rumor a una realidad aún peor.  Para junio de 1982, con un notorio aumento en el número de diagnósticos, dada la prevalencia en hombres homosexuales y con la teoría de que el agente era transmisible mediante el contacto sexual, se denominó GRID (Gay related immune deficiency) o inmunodeficiencia relacionada con la homosexualidad. Poco después comenzaron a tomar mayor fuerza los casos entre usuarios de drogas, trabajadores sexuales y hemofílicos.  El surgimiento de la COVID-19 puede brindarnos ahora, aunque sea un poco de contexto, con respecto a aquellos años a principios de los ochenta: un escenario plagado de incertidumbre, miedo, zozobra, alienación, desconfianza y el desconocimiento respecto a las vías de contagio (contacto casual, alimentos, superficies, aire, etc) no hizo sino acrecentar el enrarecido ambiente.  Peor aún, derivado de la estigmatización relacionada con los primeros casos (homosexuales, drogadictos, trabajadores sexuales) la gran mayoría de los enfermos se vieron confrontados por la peor versión de la naturaleza humana: el señalamiento, el rechazo, el abandono, la negligencia y la más absoluta soledad. Miembros de diversas congregaciones religiosas llegaron a expresar públicamente que el nuevo padecimiento no era sino “un castigo divino dadas las costumbres y depravación de la comunidad homosexual”.  El caso de Clair Harward, que llegó a los titulares nacionales a través de la Associated Press, no era poco frecuente. Harward, un joven mormón de 26 años diagnosticado en una fase avanzada de sida, sin familiares ni amigos que pudieran ayudarle, acudió a su obispo en Utah, de nombre Bruce Don Bowen, penitente y consciente de su destino para solicitarle consejo y auxilio. Bowen, después de escucharle, le pidió no volver a acercarse a la iglesia y lo excomulgó. Clair Harward moriría solo, algunos meses después en el Saint Benedict´s Hospital de Ogden, Utah.    La gran mayoría de aquellos primeros enfermos perdieron sus trabajos, fueron desalojados de los lugares donde vivían, hubo numerosos padres que desconocieron a sus hijos y se negaron a atenderlos, cuidarlos o incluso verlos tras el descubrimiento de la enfermedad, lo que generó que aún menos individuos quisieran realizarse pruebas de diagnóstico. Muchos de aquellos jóvenes llegaban demasiado enfermos a los hospitales y otros provenían de un entorno agresivo y complejo, como los trabajadores sexuales y los usuarios de drogas y ahora todos debían enfrentar una nueva forma de rechazo. Los pacientes morían por decenas, algunos en sus casas, otros en salas de emergencias, otros en las calles.   La expectativa de vida tras el diagnóstico era de seis meses durante los primeros años de la década de los ochenta. En realidad, había poco que hacer por los hombres y mujeres aquejados por el sida en aquella época que no fuera tratar de proveerles cuidados, alojamiento, muchos de ellos completamente solos, y acompañarlos durante los días y semanas previos a su muerte. Y lo anterior no resultaba una tarea fácil, dado que había muy pocos lugares que aceptaban recibirlos y los hospitales estaban llenos de enfermos en distintas etapas de la afección.  Good Samaritan Project (Kansas City) Una de las personas que con celeridad se dedicó a investigar por su cuenta acerca del virus que aquejaba a las grandes ciudades de Estados Unidos fue el clérigo John Barbone, de la Metropolitan Community Church de Kansas City, Mi. Barbone, una vez que la enfermedad llegó a Missouri a través de los pacientes que regresaban a sus ciudades natales a morir, se abocó al cuidado de los enfermos personalmente para después crear el proyecto denominado Good Samaritan (Buen Samaritano) en 1983. En un inicio, su labor consistía en visitar a aquellos residentes del área (pertenecieran a su congregación o no) que sabía estaban enfermos, en asegurarse que estaban comiendo o acompañarlos a sus citas y auxiliarles con su medicación. Pero una vez que estos fallecían se topó con un problema adicional; tras contactarles, se percató que muchas de las familias de los enfermos no querían saber absolutamente nada de ellos. Ante este escenario, la iglesia decidió hacerse cargo y pagar sus funerales y cremaciones. A pesar de que algunos amigos le ayudaban en su tarea, estos se vieron sobrepasados con rapidez.  Pronto, derivado del número de defunciones (que superaba la veintena por mes, en 1983), Barbone buscó la manera de involucrar más gente en el proyecto para que sirvieran como voluntarios al tiempo que, gracias a una campaña de donaciones, logró hacerse de los servicios de profesionales con formaciones específicas (psicoterapéutica, médica, etc) para abordar la tarea de mejor forma posible. Del mismo modo, la iglesia adquirió una propiedad (Good Samaritan House) que permitía a los enfermos vivir ahí en su etapa terminal de modo que no tuvieran que morir completamente solos. Fueron años difíciles, de mucho desgaste y sufrimiento para enfermos y cuidadores por igual, con pocos medicamentos efectivos, largas horas de agonía y un final casi siempre fatal.  El número de voluntarios del proyecto se elevaría a lo largo de los años hasta alcanzar los 1,200 miembros activos, cuyas labores incluían desde cuidar enfermos, atender líneas telefónicas que proveían información acerca del síndrome y sus características hasta individuos que brindaban orientación acerca de un trato más humano a enfermeras, enfermeros, médicos, etc. en una época en el que incluso el personal de los hospitales se rehusaba a entrar a las habitaciones de los pacientes para dejarles sus comidas del día.   El mismo John Barbone, aunque tiempo después tuvo que delegar el liderazgo del proyecto y retomó sus actividades pastorales y administrativas, estuvo en numerosas ocasiones acompañando a los enfermos en el momento de su muerte, para tratar de brindarles paz y tranquilidad previo a su partida. Para 1999 Good Samaritan Project cambió su nombre a Spirit of Hope y en mayo de 2002, adoptó un nuevo enfoque comunitario llamado Culture of Christ y funcionó, ante la llegada de los efectivos tratamientos antirretrovirales, como centro de acogida para personas sin hogar. Barbone continúa hoy en día involucrado en labores clericales y comunitarias como pastor emérito en Missouri.  Terence Cardinal Cooke (Nueva York) El Dr. Kevin Cahill, el infectólogo y uno de los encargados de la respuesta en la zona metropolitana de Nueva York, recuerda la dificultad para conseguir apoyo y difusión acerca de la enfermedad durante aquellos primeros años. El Estado norteamericano en lo general no actuó rápidamente ante la pandemia que se gestaba de manera local ni federal, mientras que los enfermos y las víctimas se multiplicaban con cada semana transcurrida. Después de tocar varias puertas sin éxito, la persona menos probable llegó para tratar de enfrentar la compleja situación: el arzobispo de Nueva York, Terence Cardinal Cooke. Cooke, cardenal de la iglesia católica romana, era una figura reconocida dentro del ámbito nacional; había sido nombrado Vicario apostólico de las Fuerzas Armadas en 1968, había acudido al Bronx para calmar los disturbios tras el asesinato de Martin Luther King y dirigió el funeral de Robert F. Kennedy en la catedral de San Patricio, además había creado la organización Birthright para apoyar a mujeres embarazadas en situaciones de riesgo o conflictivas. También había creado un fondo de becas para ayudar financieramente a estudiantes de escuelas católicas, entre otras cosas. Su postura en contra del aborto era bien conocida, así como sus desavenencias con las agrupaciones LGBT+.  Te podría interesar: La perspectiva del futuro: los idiotas al poder (ruizhealytimes.com) El arzobispo, que había sido diagnosticado con leucemia mielomonocítica en 1965, tenía contacto frecuente con Cahill quien era parte del grupo médico que supervisaba su estado de salud dado su padecimiento. Al consultarle vía telefónica acerca de los avances con respecto a la nueva enfermedad, Cahill le informó de la pobre respuesta por parte del gobierno y de sus pares médicos para llevar a cabo un simposio acerca del virus y el síndrome que generaba, en buena medida derivado de los grupos a los que ésta aquejaba. La respuesta de Cooke fue más bien un ofrecimiento: él mismo acudiría al evento y brindaría algunas palabras para buscar mayor participación por parte de aquellos involucrados, tanto gubernamentales como civiles.  Una vez que hubo conocimiento de la participación del arzobispo, otras figuras prominentes tales como Ed Koch, el alcalde de Nueva York, que hasta aquel momento había asumido una posición reactiva para enfrentar la pandemia, decidió sumarse a la iniciativa del mismo modo que lo hicieron otros médicos del país y el senador Edward Kennedy.  Durante el simposio, el arzobispo Cooke mencionó:  “El trabajo en equipo debe de ir más allá de la comunidad médica e involucrar gente del ámbito religioso y al sector gubernamental para asegurarnos de que esta crisis se transforme en una oportunidad. Debemos entender los elementos de la pandemia del sida en términos de dolor, sufrimiento, ansiedad y miedo de los seres humanos como individuos y trabajar conjuntamente; Señor, oramos por nuestros hermanos y hermanas que sufren del síndrome de inmunodeficiencia adquirida así como por sus familias y amigos”.  Cooke fallecería poco después, en octubre de 1983, pero su legado no terminaría ahí.  El Terence Cardinal Cooke Health Center, una instalación hospitalaria con 729 camas disponibles además de una unidad de cuidados intensivos y de emergencias sería la primera en tener un ala especializada en el cuidado integral de los enfermos de VIH/Sida, la mayoría de ellos pertenecientes a grupos vulnerables y alienados no sólo socialmente sino también por el cristianismo tradicional (y otras agrupaciones luteranas, pentecostales, etc). Además de atención médica, el centro ofrecería programas de rehabilitación, consejería y apoyo psicológico. Para 1991, la Arquidiócesis Católica de Nueva York había creado cinco centros para atender a pacientes afectados por el síndrome, sumando 324 camas adicionales para ellos.  Sobra decir que existieron muchos, pero muchos más, religiosos y seculares, médicos, voluntarios, hombres y mujeres, que se encargaron de cuidar de los millones de enfermos a lo largo de los años; muchos de ellos, lo hicieron durante aquellos terribles días de principios de la década de los ochenta. Todos y cada uno de aquellos individuos merecen el mayor de los reconocimientos. El pastor John Barbone y el arzobispo Terence Cook son dos de ellos.  Entrevistado en 1989, el monseñor James T. Cassidy, director de salud y supervisor de los hospitales de la arquidiócesis comentó: “El mayor problema no es la falta de hospitales, que sin duda existe, sino la falta de cuidados, de empatía. Nosotros sentimos que la necesidad estaba ahí y era enorme”.  El cristianismo tradicional y el surgimiento de la pandemia del síndrome de inmunodeficiencia adquirida; pocos pares tan opuestos como éste se han presentado a través de los siglos, acercando posturas aparentemente irreconciliables.   Sin embargo, existen determinados momentos a lo largo de la vida y de la historia, en los cuales no importa cuán opuestas o disimiles sean nuestras ideas, perspectivas, creencias o preferencias; si algo resulta cierto es que todos, absolutamente todos necesitamos un refugio en medio de la tormenta.    *Censo Canadiense. 2001. INEGI, México. 2020. Instituto Nacional de Estadísticas, Uruguay. 2006-2015. New York Times archives 1983-2020. The Aids memorial – Stories of Love, Loss and Remembrance. AIDS in Kansas City: The Early Days, Documentary, Nov. 2022. 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