El saber es falible, pero es «conocimiento», no creencia. Si bien aquello que «sabemos» suele sostenerse sobre argumentos incluso científicos, lo que la ciencia puede percibir en cierto momento puede ser distinto de lo que consigue percibir en un futuro, con lo cual, aquello que parecía una verdad incontrovertible se convierte en una explicación falsa y deja su lugar a un nuevo «saber».
Imagina que vas a tomar un vuelo y en la ruta hay una tormenta en progreso. ¿Qué prefieres que utilicen los pilotos como herramienta de conducción: el radar y la tecnología del avión o encomendarse a un dios primigenio y apretar muy fuerte contra el pecho un cuarzo azul mientras entonan cantos y rezos?
Lo primero sería plantearse si, en el contexto señalado, alguna de las dos alternativas es intrínsecamente mejor que la otra. A mi juicio, la respuesta es sí. Y la razón es simple: la disyuntiva que se presenta está directamente vinculada con el ámbito de la realidad material. Que un avión atraviese con éxito una tormenta depende de las leyes de la física y la aeronáutica, así como de la pericia del piloto y el buen estado de la aeronave, incluso podría influir en alguna medida el azar, pero definitivamente el mito o la superstición no juegan papel alguno.
Como afirma Luis Villoro, “El conocimiento es un proceso psíquico que acontece en la mente de un hombre; es también un producto colectivo, social, que comparten muchos individuos”(1). En tanto producto colectivo implica que los resultados de ese conocimiento están influidos por el grupo en sí. Aun tratándose de un hecho concreto, la interpretación del mismo tiene que ver con la cultura que le dio lugar.
La creencia no es sino una aprehensión. Lo que el conocimiento aporta es su posibilidad de verificación, o, como le dice Villoro, su capacidad de acertar dentro de los límites empíricos a su alcance. Sin embargo, su debilidad radica en su inevitable tránsito a la obsolescencia. El conocimiento caduca con el tiempo debido a que nuestros medios de validación son insuficientes o parciales, aún cuando sean la más avanzada tecnología disponible.
Para los egipcios la tierra era un disco plano, y nadie puede culparlos por suponer eso. Para la Iglesia Católica, varios miles de años después, la Tierra ocupaba el centro del universo y el sol giraba alrededor de ella. ¿Mentían? No, porque genuinamente lo creían y porque sus instrumentos de validación –las Escrituras– avalaban sus conclusiones. ¿Les resultó fácil aceptar la validación empírica por medio del telescopio? Por supuesto que no; tenían la palabra de Dios como aval de su creencia, ¿cómo dudar de ella? ¿Podría haber algo más irracional que “llevarle la contra” a lo revelado por Dios? Si lo analizamos con la cabeza fría y nos ponemos en el contexto en que esto ocurrió, para cualquiera no-científico habría sido mucho más confiable La Biblia y los dogmas de la Iglesia, que, además de considerarse sagradas, llevaban mil años rigiendo a la civilización occidental, que un tubo con vidrios y una serie de explicaciones y cálculos llevados a cabo por un humano común y corriente.
El saber es falible, pero es «conocimiento», no creencia. Si bien aquello que «sabemos» suele sostenerse sobre argumentos incluso científicos, lo que la ciencia puede percibir en cierto momento puede ser distinto de lo que consigue percibir en un futuro, con lo cual, aquello que parecía una verdad incontrovertible se convierte en una explicación falsa y deja su lugar a un nuevo «saber».
Sin embargo, no califica como creencia porque está basada en fundamentos sólidos. Se trata de un conocimiento que podría explicársele y demostrársele a otra persona de la misma época porque se poseen criterios de conocimiento compartidos. Y es en esos criterios compartidos donde se apoya lo que consideramos «verdad» en cada momento histórico.
Por ejemplo, hoy poseemos una ciencia amplia y sólida en infinidad de aspectos. Sin embargo, todas las conclusiones a las que hemos llegado como especie se sostienen de la «certeza» de que nada en el cosmos puede viajar una velocidad superior a la de la luz. Si en algún momento lograse descubrirse que este axioma es falso, la ciencia entera deberá replantearse lo que hoy defiende como «verdad incontrovertible». Pero de ningún modo este hecho convertiría en falso o mentira, ni mucho menos en creencia, todas las conclusiones que lo la ciencia defiende hoy como verdades.
La ciencia, la técnica y la tecnología emergieron como soluciones para explicar lo que lo que la tradición y el dogma no podían. Son una consecuencia directa del proceso evolutivo de la razón humana y de la necesidad de descubrir el universo concreto.
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(1) Villoro, Luis, Creer, saber, conocer, Segunda Edición, Decimoctava reimpresión, México, Siglo XXI, 2016, Pág. 11
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