Una vez que distinguimos la diferencia entre lo verdadero y lo interpretado, estamos en posibilidad de decidir conscientemente en qué queremos creer, que tipo de convicciones generales nos gustaría que nos rijan como humanidad.
Sólo a partir de ejercicios dialécticos serios y profundos podemos discernir cuánto queda de verdad en nuestra manera de estar en el mundo.
A lo largo de toda la historia humana hemos construido nuestras narrativas a partir de creencias arraigadas tan hondo que ni siquiera nos resultaban perceptibles.
La metodología ha sido más o menos la siguiente: primero nos enfrentábamos a la necesidad imperiosa de explicar algo –un fenómeno natural, una situación, algún elemento de nuestra subjetividad, nuestra propia existencia, etc.–. Paulatinamente la exploración al respecto de esta inquietud se asentaba configurando una creencia que le diera respuesta. Y, finalmente, se articulaban los relatos que racionalizaban la creencia originaria, dando lugar a una cosmovisión que organizara coherentemente el mundo alrededor de ella. Esta cosmovisión era interiorizada por cada miembro del grupo –incluso en aquellos que la criticaban– y se trasmitía a cada nueva generación con una certeza tal, que terminaba por convertirse en verdades incuestionables.
De este modo suponemos erróneamente que ser católico, capitalista, aristócrata o intocable (en el sistema de castas hindú) se convierte justo en eso, en una condición del “ser” y no en un cuerpo de ideas y creencias susceptibles de ser cuestionadas. Y de ahí que estos “modos de ser” se asuman como Verdades Absolutas y tangibles y aquel que no las comparta –puesto que está contra la Verdad– simplemente está equivocado y merece persecución y escarmiento.
Sin embargo hemos llegado a un nivel de evolución humana donde podemos dar un paso adelante y diferenciar lo que es una verdad universal –como la fuerza de gravedad o el funcionamiento objetivo de nuestra fisiología– de una construcción humana que funciona distinto en cada tiempo y cultura –como las estructuras políticas o económicas, las leyes, los modos de vestir, etc.–.
Una vez que estamos en la posibilidad de distinguir esta diferencia central entre lo verdadero y lo interpretado, estamos también en la posibilidad de decidir conscientemente en qué queremos creer, que tipo de convicciones generales, que se superpongan a prejuicios y miedos, nos gustaría que nos rijan como humanidad.
Pensemos en tres ejemplos de cómo podemos racionalizar nuestras creencias para convertirlas en convicciones de carácter general:
1.- Para explicarnos los fenómenos naturales, ¿preferimos un mito o una tradición, o mejor optamos por la investigación científica?
2.- Por más que “el otro” nos asuste y nos produzca rechazo por ser distinto a nosotros, ¿estamos dispuestos a entenderlo como un igual, con dignidad, derechos y obligaciones semejantes a los nuestros o decidimos continuar viviendo en un mundo de racismo, segregación, fronteras inexpugnables y rechazo a la diferencia?
3.- A pesar de que la economía es una creación humana, ¿estamos dispuestos a aceptar que sea el capital quien dirija el destino del ser humano, en vez de que sea el ser humano quien dicte las reglas que rigen al capital?
Estos son sólo tres ejemplos del tipo de pregunta que podríamos hacernos para desafiar nuestras creencias más arraigadas. Sólo a partir de ejercicios dialécticos serios y profundos podemos discernir cuánto queda de verdad en aquellas ideas que, de tan antiguas, ni siquiera sabemos que tenemos, pero que, seamos conscientes de ellas o no, rigen nuestra manera de estar en el mundo.
La respuesta a estas preguntas puede estar, en primera instancia, alejada de nuestras creencias individuales, pero una vez que racional, ética y moralmente –como personas y como grupo– escogemos una de las alternativas posibles como la mejor forma de gestionarnos como especie ante los retos del presente, se convierte en una convicción que habrá de regir nuestros actos, las leyes que promulguemos, las políticas públicas que se apliquen e incluso la manera en que nos vinculamos con nuestra gente querida.
Esta manera de encararlo no niega ni limita la diversidad cultural. Una vez que hemos optado por una convicción de carácter general, la ideología y el tipo de relato que se utilicen para articular la narrativa que sostenga dicha convicción pueden ser muy diversos y en concordancia con la cultura que los elabore. Una vez que la convicción implícita se interioriza con seriedad, el relato resultante defenderá valores profundos que, una vez contrastados con otras culturas que hayan pasado por el mismo proceso, resultarían externamente distintos, pero análogos en su esencia.
Al contrario de limitar la diversidad cultural, el asumir una misma convicción racional y conscientemente y expresarla desde múltiples idiosincrasias particulares, daría lugar a un mosaico de formas heterogéneas en que el ser humano es capaz de expresar un mismo valor.
En el siguiente artículo exploraremos si dentro de las convicciones que podemos decidir tener, hay algunas más deseables que otras o si todas tienen el mismo valor. Y, en caso de que no de lo mismo una cosa que otra, cuál es el criterio para seleccionar la mejor convicción.
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