En la entrega anterior hablábamos de que para que las creencias emerjan, primero nos enfrentamos a la necesidad imperiosa de explicar algo. De forma paulatina diseñamos una o varias explicaciones que se amalgaman en una más o menos homogénea que para el grupo termina por ser racional y razonable. Conforme se asientan y se internalizan, a las creencias se les deja de percibir como tales, y se transforman en convicciones, y conforme se repiten una y otra vez, en verdades obvias y manifiestas.
Una vez que sabemos cómo y por qué hace erupción un volcán, la creencia que nos hacía considerarlo un dios al que debíamos mantener contento a base de ofrendas y veneración requiere reformularse. Eso ni invalida a quienes, con la información con que contaban, construyeron el mito del “dios volcán” ni nos obliga a quienes tenemos un conocimiento y perspectiva distinta a sostener esa creencia en aras conservar a toda costa una la tradición cultural, por arraigada que esté.
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En las tres preguntas formuladas la semana anterior podemos ver ejemplos, un tanto caricaturizados, del tipo de pregunta que podríamos hacernos para desafiar las creencias más arraigadas y comprobar si con la humanidad que hemos construido hasta hoy, se siguen sosteniendo. Sólo a partir de ejercicios dialécticos serios y profundos podemos discernir cuánto queda de verdad en aquellas ideas que, de tan antiguas e internalizadas, ni siquiera sabemos que tenemos, pero que, seamos conscientes de ellas o no, rigen nuestra manera de estar en el mundo.
La respuesta a estas preguntas puede estar, en primera instancia, alejadas de nuestras creencias individuales, pero una vez que racional, ética y moralmente –como personas y como grupo– escogemos una de las alternativas posibles como la mejor forma de gestionarnos como especie ante los retos del presente, se convierte en una convicción que habrá de regir nuestros actos. Esto se traducirá no sólo en bonitos discursos y buenas intenciones sino en las leyes, en las políticas públicas, en programas educativos, en infraestructura pública, en maneras de vestir e incluso la forma de vincularnos con nuestra gente querida.
Esta manera de encararlo no niega ni limita la diversidad cultural. Una vez que hemos optado por una convicción de carácter general –que incluya la aceptación plena de la realidad objetiva y empíricamente probada–, la ideología y el tipo de relato que se utilicen para articular la narrativa que sostenga dicha convicción pueden ser muy diversos y en concordancia con la cultura que los elabore. Una vez que la convicción implícita se interioriza con seriedad, el relato resultante defenderá valores profundos y subyacentes que, una vez contrastados con otras culturas que hayan pasado por el mismo proceso, resultarían externamente distintos, pero análogos en su esencia.
Al contrario de limitar la diversidad cultural, el asumir una misma convicción racional y conscientemente y expresarla desde múltiples idiosincracias particulares, daría lugar a un mosaico de formas heterogéneas en que el ser humano es capaz de expresar un mismo valor.
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