Tanto si la intuición es producto de un conocimiento universal compartido al que podemos acceder por vías indeterminadas, como si es resultado del aprendizaje individual, son pocos quienes jamás han sentido ese llamado a la prudencia o el impulso irrefrenable –y muchas veces injustificado– de actuar, o dejar de hacerlo, por un mandato interior de origen indeterminado.
Como ya apuntábamos en el artículo anterior, no es fácil conocer los verdaderos alcances de la intuición. Se trata de una instancia subjetiva y personal que en cada individuo la manifiesta de forma distinta. No es sencillo estudiarla científicamente, como se analiza un objeto constituido con materia y que es susceptible de observarlo a detalle bajo la lente de un microscopio. De hecho, justo por esa diversidad de experiencias, ni siquiera tener un conocimiento empírico de ella nos permite comprenderla por completo y equiparar opiniones.
En algún momento todos hemos sentido ese impulso injustificado de hacer o dejar de hacer algo. Son famosas las historias –casi legendarias– de aquellos que sin razón aparente decidieron no abordar un avión que terminó por caer o situaciones por el estilo.
No se trata de acercarnos a la intuición desde esa perspectiva excepcional porque nos llenaríamos de anécdotas sorprendentes y estremecedoras pero de ningún conocimiento replicable que nos permita lidiar con la nuestra. De lo que se trata es de reconocer que con enorme frecuencia –que aumenta conforme se le pone atención y se aprende a obedecerla– emerge en nosotros una voz, una especie de conocimiento de origen incierto que nos alerta y nos aconseja con total certeza acerca de las situaciones que se nos presentan sin que medie razonamiento ni argumentación lógica.
Partamos de la base de que desconocemos cómo es el universo en sus ámbitos más sutiles, en aquellos que están, o bien por encima o bien por debajo del espectro de realidad que nuestros instrumentos sensoriales son capaces de percibir. Es posible que exista un inconsciente colectivo donde se almacene el conocimiento humano subjetivo –símbolos, arquetipos, etcétera– al que accedemos por vías que no son fáciles de determinar, como pensaba el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung. En ese caso, a partir de la acumulación y perfeccionamiento de la experiencia de nuestra especie a través de las generaciones, se habría ido amalgamando una forma de conocimiento universal que no se manifiesta en palabras sino en impulsos instintivos. Esta especie de aguijón misterioso e inescrutable nos revela la esencia de la maternidad, del heroísmo, de la valentía, de la bondad, así como de un sin fin de arquetipos más y que, combinados con nuestra propia experiencia y percepción, tanto consciente como inconsciente, nos alerta acerca de lo que “nos conviene” en cada situación que nos toque vivir.
Pero es igualmente posible que este almacén compartido por toda la especie no exista y que los seres humanos seamos individuos separados y autónomos, cuya experiencia y aprendizaje existencial se disuelva con la muerte sin transmitirse de modo alguno y se obtenga a partir de sumergirse en el cúmulo de contextos –sociales, culturales, económicos, relacionales, etcétera– en los cuales nos tocó nacer. En este caso, lo que sabemos de la humanidad, nuestras creencias, nuestras estructuras sociales, religiosas, simbólicas, etcétera las recibimos exclusivamente por la vía del aprendizaje cognitivo-cultural a lo largo de nuestra vida.
Ante la imposibilidad de saber con certeza de dónde proviene esa voz, cualquier explicación que articule con en un relato coherente podría ser la correcta. Lo cierto es que, sea de un modo u otro, tanto si la intuición es producto de un conocimiento universal compartido al que podemos acceder por vías indeterminadas, como si es resultado del aprendizaje individual, son pocos quienes jamás han sentido ese llamado a la prudencia o el impulso irrefrenable –y muchas veces injustificado– de actuar, o dejar de hacerlo, por un mandato interior de origen indeterminado.
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