Uno de los principales estandartes de la Nueva Escuela Mexicana fue la de acercar los contenidos escolares a las comunidades de los niños.
Aunque el término nunca terminó por definirse, puesto que existen diversas formas y tamaños de vida comunitaria, la insistencia entre los promotores del modelo fue la de contextualizar las actividades de aprendizaje con lo que se vive en el contexto inmediato de los estudiantes y darles una nueva óptica a los procesos de socialización, para destacar la necesidad de la solidaridad y la inclusión
Si se revisan los libros de texto emanados de la Nueva Escuela Mexicana, podrá verse que la idea de comunidad está en la médula del proyecto. Incluso se sustituye el trabajo en equipo por “pequeñas comunidades”. La escuela misma es una comunidad, con sus distintos miembros en interrelación y cooperación.
Al menos en el papel, la idea tiene su encanto. Niños de primaria realizando proyectos para cuidar las áreas verdes de su colonia, reciclar, recaudar dinero para alguna mejora en la escuela, organizar eventos o atender alguna necesidad de los vecinos.
Sin embargo, el nuevo modelo educativo y su enfoque comunitarista enfrentan un gran cuestionamiento. Si el énfasis está en el contexto social del estudiante ¿qué sucede cuando este contexto hace imposible estudiar? Podríamos pensar en alguna población aislada o en las afectaciones de una localidad frente a un desastre natural. Pero no, estamos hablando de la imposibilidad de estudiar debido a la violencia que se ceba sobre la sociedad.
Ha sido muy cuestionado el diagnóstico de que un tercio del territorio nacional está dominado por el crimen organizado vinculado al tráfico de drogas. Más allá de eso, es verdad que hemos visto cómo diversas ciudades del país sufren altos índices de criminalidad. Resulta difícil imaginar cómo la educación comunitaria puede desarrollarse cuando los estudiantes tienen que refugiarse bajo los pupitres para protegerse de las balas.
Lo que ha sucedido las últimas semanas en Culiacán y otras poblaciones del estado de Sinaloa es impresionante. Hace dos semanas, el gobierno de Sinaloa decidió suspender las clases presenciales en la capital y otros municipios para salvaguardar la integridad física de los estudiantes y sus familias. Se ha librado una guerra entre grupos criminales y entre éstos y las fuerzas de seguridad. Los casos de homicidio y desapariciones han llegado a un punto crítico.
Hace unos días, el gobierno del estado decretó que se volvería a las clases presenciales, la violencia no ha cesado y muchos padres de familia se han negado a llevar a sus hijos de vuelta a las escuelas. Es difícil de imaginar, pero la educación puede costar la vida bajo condiciones de excepcional inseguridad como las que se viven en esta entidad y las familias prefieren que sus hijos se queden encerrados en casa antes de exponerlos.
En fechas recientes, Eduardo Backhoff Escudero publicó su reseña sobre la situación de la educación en México y advertía del descenso en la matrícula que se ha vivido en los últimos años. Las razones son muchas y es increíbleimposible atribuir la falta de acceso a la educación por un solo factor. Pero tenemos que empezar a contar con la violencia criminal como un elemento a considerar para que los estudiantes ejerzan su derecho a la educación.
El nuevo modelo educativo busca innovar en el enfoque de la educación. Ya no hay competencias, ya no hay búsqueda de los mayores puntajes, debe acabarse con la educación alejada de las experiencias y necesidades cercanas de los estudiantes ¿Qué se puede hacer cuando en el entorno inmediato de un alumno está los crímenes y la violencia incontenible? Una buena educación comunitarista necesita fermentar en la cultura de la legalidad.
Los desafíos son enormes. Por eso la escuela es tan necesaria. No puede permitirse que el miedo o el crimen alejen a los estudiantes de lo único que les permitirá posar la vista más allá de la inmediatez de la violencia. La educación no puede, no debe, ser reducida por las balas.
10 años de las muertes de Iguala.
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