En pocos campos la crisis sanitaria produce más devastación que en el educativo; no debemos olvidar que la materia prima más importante de una nación es su gente. Atender las necesidades de este ámbito tendría que considerarse prioridad nacional.
Imagino la educación como el mecanismo más eficaz para tender puentes entre los individuos, para amplificar la empatía, evitar el aislamiento y desarrollar las competencias para insertarnos en un mundo que simultáneamente es local y global.
Sin embargo, la Era Covid, con las medidas sanitarias que nos impone y la desaceleración económica en progreso, no sólo produce nuevos riesgos, sino que desnuda y maximiza los rezagos previos. Y hay pocos campos donde esto es más evidente que en la educación.
En el caso de México, además de los desafíos propios de la Era Covid en sí, se suma la profunda desigualdad entre las condiciones de vida –vivienda, alimentación, transporte, etc.– de los estudiantes de cada región, el desequilibrio en instalaciones –el acceso a tecnología, internet y materiales didácticos– en los diversos planteles escolares públicos, y la asimetría en los niveles educativos de los estudiantes en sí a lo largo y ancho del país.
Por si fuera poco, también los planteles privados tienen retos y desafíos complejos de resolver. En muchos de ellos, aun cuando el uso de plataformas tecnológicas es materialmente posible, los grupos suelen ser demasiado grandes y los docentes están poco habituados a este tipo de interacción a distancia, con lo cual terminan por acortar programas y contenidos con el afán de mantener la atención básica del alumno.
A esta problemática se suma que en muchas de las instituciones privadas comienza a haber deserción de alumnos ante la imposibilidad de los padres de continuar pagando colegiaturas tras perder ingresos. Y otros planteles quiebran al no poder continuar soportando los gastos y las plantillas docentes.
En naciones como México hablar de rezago en materia educativa no es un tema que sorprenda a nadie. Desde las disparidades entre cierta élite de escuelas privadas y la generalidad de las públicas, hasta las carencias en instalaciones, capacitación docente, programas y materiales didácticos en muy buena parte de los planteles rurales, son circunstancias que hemos normalizado desde siempre.
Sin embargo, ahora que hemos entrado en la crisis monumental que significa la Era Covid en todos los ámbitos, estas diferencias y desequilibrios en la educación se han profundizado hasta niveles aterradores.
No podemos olvidar que la materia prima más importante de una nación es su gente. No importa cuántos tesoros potencialmente se posean en recursos naturales o minerales, si sus habitantes no están a la altura de los desafíos que implica insertarse en la comunidad global sin perder los valores esenciales de la nación misma, no habrá modo de sacarles provecho y fomentar el bienestar general. Y el motor central de este proceso no es otro que una educación que posibilite la fortaleza solidaria del tejido social e impulse el desarrollo sustentable, equitativo y empático de todas las regiones.
La Era Covid, como consecuencia de las medidas sanitarias que se debieron implementar, ha colocado en una situación muy delicada a todos los sistemas educativos. Mientras algunas naciones han optado por programas presenciales o semipresenciales, las autoridades educativas mexicanas han optado por arrancar el ciclo escolar a distancia. Es probable que, ante el contexto sanitario específico del país, ésta haya sido la medida correcta; pero eso no evita que lo que salvaguarda la salud física de niños, docentes y familiares, perjudique la impartición de los programas educativos, y, en caso de que la pausa se sostenga por demasiado tiempo, se producirá una afectación mayor en toda una generación de estudiantes de todos los niveles, desde preescolar hasta doctorado, con las implicaciones de mediano y largo plazo que esto tendría.
En el artículo: Prevé OCDE que cierre escolar afecte por décadas, firmado por Reuters, se asegura que “la disrupción en el aprendizaje derivada de la pandemia de Covid-19 causará una pérdida de destrezas que podría resultar en una caída de 1.5 por ciento en la producción económica global para el resto del siglo, según un reporte que publicó la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos” (OCDE). Y esta cifra se elevará aun más si la alteración del ciclo escolar se extiende al siguiente año, situación, por cierto, altamente probable.
Esto tendrá un efecto aún más devastador en los enormes grupos de estudiantes de zonas rurales y marginadas, ya de por sí muy vulnerables. Es lamentable y triste que la educación, lejos de ser un mecanismo de igualación social, nos separe; que mientras un segmento de la población recibe los instrumentos para desarrollarse, a la inmensa mayoría se le condene al aislamiento y la falta de oportunidades.
No habrá democracia real posible en tanto esta separación no se estreche de verdad, lo que implicaría que apliquen las mismas reglas y oportunidades para todos. Un buen amigo utilizó un ejemplo que me parece muy gráfico de lo que debe hacerse con la desigualdad: supongamos que un grupo de personas quiere observar lo que hay detrás de un muro. Los más altos quizá ya puedan hacerlo sin ayuda, pero los demás necesitarán un banco al cual subirse, cuyo tamaño dependerá de su estatura. Quienes sean más bajitos, necesitan un banco (una ayuda) mayor que los más altos. Lo mismo sucede con la desigualdad: quienes están en una situación más desfavorable, requieren un mayor apoyo.
Este es uno de los retos más significativos a los que la Era Covid nos está enfrentando. Quizá en primera instancia no haya más que enfrentar la crisis con las herramientas que se tienen, pero no podemos dejar que esta situación caiga en el olvido. Al dejar atrás a una parte de la población, nos hacemos daño: las naciones, como los ejércitos, avanzan a la velocidad de los más rezagados. Si nos olvidamos de los más vulnerables, además de cometer una injusticia, nos saboteamos a nostros mismos.
En la antigüedad las tribus se trasmitían de manera directa los conocimientos. Esto permitía a las nuevas generaciones mantener la vida y la cohesión de la propia aldea. Conforme los grupos humanos crecieron y se complejizaron, la educación se convirtió en el mecanismo que hemos diseñado para trasladar a las generaciones posteriores la información acerca de quiénes somos y del universo que hemos ido descubriendo. Privar de este conocimiento a segmentos enteros de la población tendría que considerarse como una cruel manera de discriminarlos.
La educación, desde el punto de vista cultural, es el equivalente al ADN en lo biológico. Privar a un individuo de su cultura, de los conocimientos que sus pares han desarrollado a lo largo de los siglos –y que nos definen como humanos– es equivalente a privar a un no-nato de ciertos genes, condicionarlo, limitarlo, condenarlo a ciertas mutaciones, restringirle determinadas facultades.
Ignorar los aspectos culturales de las distintas regiones del país es quizá tan erróneo como dejarlas a su suerte. Quizá no se trate de implementar una educación homogénea; dentro de una nación hay comprensiones del mundo distintas que merece la pena preservar y estimular para que continuen su desarrollo. Sin embargo, sin un piso común en los aspectos centrales de la educación, resultará difícil construir una sociedad más justa, equitativa y solidaria.
En estas primeras semanas del nuevo curso escolar, en los planteles públicos abundan el desconcierto y la confusión. Se ha implementado un modelo de educación a distancia a partir de herramientas audiovisuales, algunas propias y algunas adaptadas de otros países. La buena voluntad de maestros, alumnos, padres de familia e incluso de la autoridad federal no está en duda; sin embargo, es insuficiente para encarar el reto que los tiempos pandémicos ponen ante nostros.
Si la educación presencial ya tenía fuertes carencias en términos de instalaciones, programas, capacitación docente, herramientas tecnológicas y materiales didácticos, nadie puede sorprenderse de que, ante la urgencia de improvisar soluciones telemáticas, los resultados sean tan precarios.
Ante las circunstancias actuales, el papel de los docentes es fundamental para mantener la cohesión de los grupos y la atención de los alumnos, pero claramente las condiciones no son ni remotamente las óptimas para que las cosas vayan bien.
Pero entender por qué las cosas son como son no resuelve el problema. Lo cierto es que estamos en el umbral de que toda una generación de estudiantes, de todos los niveles educativos, se deslicen hacia un restraso general muy serio, que produzca brechas de desarrollo humano que lastren –o cuando menos relenticen de forma importante– el progreso general de la nación. Como ya decíamos, no hay materia prima más importante para un Estado que su gente y el resultado que arroje la Era Covid en este ámbito puede marcar el rumbo de varias generaciones. Por eso, lo definitivamente criminal sería permitir de forma indolente que esto ocurra. Más allá de los programas de inversión que se apliquen en los diversos sectores de la economía, sostener en la medida de lo posible el entramado educativo tendría que considerarse un asunto de la más alta prioridad nacional.
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