25 de noviembre: un día para incomodarnos

Reflexión a propósito del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.

25 de noviembre, 2025 Violencia en las relaciones de pareja durante las vacaciones

Que se celebre no quiere decir que sea una fiesta. Es una fecha de reflexión y un llamado no de las mujeres contra los hombres, la lucha es contra el machismo, el machismo que ejercen hombres y también mujeres y una sociedad que no acaba de entender esta situación que nos aqueja desde que somos parte de este planeta.

Es una realidad y no conozco a nadie que lo pueda debatir. Las mujeres crecemos en un entorno de violencia contra nosotras, no todas las violencias son iguales y hay unas que pegan más que otras; sin embargo, la violencia verbal y psicológica, la violencia en el entorno  y familiar cuando se nos hizo saber siempre que nuestra opinión y presencia contaba menos que la de nuestros hermanos, la violencia en el trabajo con la brecha salarial, el hecho de saber que se tienen que soportar en la calle comentarios y también riesgos por el simple hecho de ser mujer, son actos constantes que nos han violentado desde niñas. Quien no vea esto como agresiones tanto si las recibe o si las ve suceder hacia otra mujer tristemente es que lo ha normalizado, lo que es gravísimo.

Cada 25 de noviembre el mundo vuelve la mirada hacia una realidad incómoda: la violencia contra las mujeres. No es un fenómeno aislado, ni un problema privado, ni una tragedia ajena. Es una vulneración sistemática de derechos humanos que atraviesa fronteras, culturas, edades y clases sociales. Se manifiesta en cifras alarmantes, pero también en silencios cotidianos. Por eso este día no es solo una fecha en el calendario; es un recordatorio urgente de que la igualdad no puede existir donde persiste el miedo.

La elección del 25 de noviembre no fue casual. Se conmemora el brutal asesinato de las hermanas Mirabal, activistas dominicanas que se enfrentaron a la dictadura de Trujillo. Su historia simboliza resistencia y denuncia, pero también la dimensión política de la violencia machista: no se trata solo de actos individuales, sino de estructuras que los permiten y los reproducen.

Hoy, más de seis décadas después, la violencia contra la mujer sigue adoptando formas múltiples. Está la violencia física y sexual, visible en los titulares que estremecen brevemente la opinión pública. Pero también la violencia psicológica, económica, digital, institucional; aquella que no siempre deja marcas en la piel, pero sí en la vida. De hecho, una de las barreras más persistentes para erradicarla es su normalización. Muchas mujeres crecen aprendiendo a justificar la agresión, a soportar el control, a callar para no “provocar”. La cultura que romantiza los celos, que culpa a las víctimas, que minimiza los abusos, es terreno fértil para que la violencia siga ocurriendo.

La respuesta no puede limitarse a la indignación puntual o al gesto simbólico. Requiere políticas públicas sólidas, presupuesto, justicia efectiva y educación. No basta con leyes si no hay implementación, ni con campañas si no hay cambios sociales profundos. Los sistemas de protección deben ser accesibles, confiables y sensibles a la situación particular de cada mujer: no es lo mismo denunciar para quien vive con independencia económica que para quien depende de su agresor; no es lo mismo buscar ayuda en una ciudad que en una zona rural.

Sin embargo, también es cierto que los avances existen. El movimiento feminista internacional ha logrado que la violencia contra la mujer sea reconocida como un problema público, no doméstico. Se ha ampliado el lenguaje para nombrar agresiones antes invisibles —como el acoso callejero o la violencia digital— y se han creado redes de apoyo que acompañan a las víctimas donde las instituciones fallan. En muchos países, los jóvenes cuestionan hoy comportamientos que antes se consideraban naturales. Todo eso importa. Todo eso es cambio cultural.

No obstante lo anterior, queda mucho por hacer, especialmente en aquello que cada persona puede transformar. La violencia machista no surge en el vacío: se alimenta de comentarios, estereotipos, chistes, silencios. Se reproduce cuando se justifica al agresor o se pone en duda a la víctima. Se fortalece cada vez que una mujer se sabe sola. Por eso, el 25 de noviembre también interpela a quienes no ejercen violencia directamente, pero pueden detenerla: amistades, familias, profesorado, colegas, vecindarios. Ser parte de la solución implica escuchar, creer, acompañar y, sobre todo, no mirar hacia otro lado.

El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer no es un ritual de un día. Es una invitación o más bien una exigencia a crear un mundo donde ninguna mujer tenga que vivir con miedo. Donde la libertad no sea privilegio, sino derecho. Donde los nombres de las víctimas no se acumulen en memoriales, sino que se transformen en historia superada.

Mientras eso no ocurra, este día seguirá siendo necesario: no para lamentar, sino para actuar.

No confundamos una vez más estos días como el 8 de marzo que no son de celebración sino de vergüenza, días para concientizar y proponer, exponer y exigir cambios, soluciones y justicia.

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