Una canción destemplada

Soy Javier. Tengo treinta y cinco años. Aquí estoy sentado en la banqueta...

11 de septiembre, 2017

Soy Javier. Tengo treinta y cinco años. Aquí estoy sentado en la banqueta. Estoy esperando a que abran la tienda. Aquí trabajo: tienda comercial “Cachún”. Cargo y vendo toda forma de plástico. Yo quería tener mi propio negocio. Ser mi propio patrón, como luego dicen. Mientras yo trabajaba aquí puse a mi mujer a vender plásticos. Pero las cosas no funcionaron. Ya les platicaré poco a poco… Llevo a mis hijas a la escuela y de ahí me vengo derecho a mi trabajo. Por eso llego temprano. Por eso tengo tiempo para pensar a solas. Por eso murmuro a estas horas. Vivo con mis dos hijas: dos niñas de seis y diez años. Su madre me las dejó. Ella vive con otro fulano. Hasta ahorita mis hijas no le interesan. Cuando se huyó cargó con ellas, pero luego me las trajo de regreso. Aquel fulano la quiere a ella sola, sin otras bocas que mantener, según algunos díceres. Fue lo último que supe de ella. El sol con su suave luz matinal baña las fachadas de los negocios de enfrente, cerrados aún. Pienso antes que lleguen los primeros compañeros. Con ellos no se puede pensar. Son el puro relajo. Pienso antes que llegue el patrón, ¡qué patrón y qué ocho cuartos! El encargado, pero que se cree más que el dueño. Quiero soltar unas palabras que traigo aquí en el corazón desde hace algunos días. Antes que se hagan nudos como otras veces que por no estar solo o estar trabajando se quedan ahí adentro. Y yo siento que esos nudos crecerán y terminaran por sacar mi alma de mi pecho… Cuando yo vivía con mi mujer era miembro de la iglesia cristiana “Corre fuerte”: “Rescatado por la sangre de Cristo”. Iba al templo Salem. Yo tenía buena memoria. Les hablaba de la palabra de Dios con luz y con gracia. “¡Qué bien y bonito predica el hermano Javier”, decían. No llegué a ser pastor porque tengo mis puntos de borracho. Y luego me dejó mi mujer. Yo la mandaba a comprarme las caguamas. Cuando era buena mi mujer. Cuando no teníamos dinero, ella por su iniciativa iba a poner su cara de palo para conseguirme cervezas de fiado. No tardaron mucho en correrme de la iglesia. Puedo decir unas palabras al respecto pero no vienen al caso. En protesta contra el hombre ya no mencionaré la palabra Dios. “Regenérate, hermano”, me dijeron. El mundo me recibió con los brazos abiertos. Fue cuando me quise independizar. Me hice de un buen lugar en la calle principal del mercado untándole las manos con dinero a un oficial de reglamentos y puse a mi mujer a vender los plásticos. Era el sueño de los dos. Ella vendiendo y yo aquí, con mi salario seguro, seguro que nos levantaríamos. Pero otro hombre la engatusó. Ya se escucha el descorrer metálico de las cortinas de las otras tiendas. El día va tomando su forma. El sol ofusca la mirada, ya va calentado los cuerpos. No tarda en sentirse el movimiento que provocan los horarios y el comercio. Por lo de mi buena memoria, yo soy el trabajador más eficiente. Me sé los precios de todos los artículos. El encargado por esto me ve con desconfianza. Piensa que un día lo correrán y que en su lugar me dejarán a mí. Yo no me hago ilusiones. No subiré ningún peldaño más por borracho. Así me lo dijeron mis hermanos la noche que me reprendieron. Antes de soltarles mis palabras, motivantes de esta perorata, voy a decirles dos cosas nada más. Me preguntan que por qué mi mujer me salió así, siendo que las mujeres de mi tierra son sufridoras y abnegadas. Yo les contesto que mi mujer no es de mi tierra. Es de por aquí, de un lugar que ya es tierra caliente, El Alborejo, creo que así se llama su pueblo. Mi pueblo no tiene nada qué ver con esta tierra. Allá la vida florece sin tanta necesidad. Es cosa de salir a los campos para ver tal ensueño. La vida crece, los campos se entregan. Aquí he visto cómo se pelean las gentes por un limón terámito y sin jugo. Aquí he visto cómo venden de caro la fruta que allá se desperdicia. Allá todo eso se da a manos llenas. Hoy vi a mis hijas felices, en medio de la modorra, las vi felices. Eso me contenta. Pero ya empiezo a temer las mañanas luminosas de esperanza en que me preocupe por ellas. Cuando estén estirándose a muchachas. Vean mi cara, no se nota que me preocupe nada. Pero un día comenzará a consumirme por dentro por la mortificación que crecerá al parejo que mis hijas. Las palabras que me aprietan el pecho ya por fin las sacaré en forma de una canción mediocre, que sin embargo, alguien tiene que cantarla, decirla siquiera, con registro destemplado. Un reguero de palabras condenadas a no encontrar la belleza:

Quiso mi mala suerte estar podrido en deudas.

Quiso mi mala suerte la enfermedad de mi abuela.

Quiso mi mala suerte traer los puños de mi camisa sucios, el cuello de la misma roto y mis zapatos llenos de agujeros.

Quiso mi mala suerte un perpetuo, doloroso resignarse.

Quiso mi mala suerte la inercia de mi caída imparable.

Quiso mi mala suerte un viso de sabiduría y siete años de desventura.

Quiso mi mala suerte que mi suerte fuese un mal golpe.

Quiso mi mala suerte no dar una en mis asuntos.

Quiso mi mala suerte… mi trabajo no luce… mi dinero no rinde…

Quiso mi mala suerte no tener ensalmo ni limpia, Simón, mi curandero y rifero, hace dos años que murió.

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