Recorrido por la comida de Tierra Caliente

A pesar de la carestía y del callejón sin salida en que nos encontramos, la cocina ha resistido en su sazón.

30 de agosto, 2018

A pesar de la carestía y del callejón sin salida en que nos encontramos, la cocina ha resistido en su sazón. La comida regional recibe influencias, recibe embates pero no pierde su línea, antes al contrario, se transforma para acompañarnos con sus mejores sabores.

El pozol, diré esta palabra porque fue la primera que escuché: pozol servido en poche de barro; con las variedades que nos han llegado de otros lugares (aquí lo comíamos en rojo y de huesito y todos los días lo podíamos conseguir), lo podemos encontrar los jueves en fondas y restaurantes. El pozol blanco, verde o rojo, con sus tacos dorados, las tostadas, el aguacate, un pedazo de chicharrón y todos los aditamentos que se le pueden agregar (aquí lo comíamos con cebolla y chiles serranos rebanados, además de orégano despolvoreado y con su jugo de medio limón) es una muestra de los buenos tiempos que pasan nuestras mesas.

Hay familias que se han mantenido del humilde y oloroso pozol. Aquí una línea sin remilgos: alguien pasaba por la calle de una pozolera afamada que vendía en la plaza, y como los patios estaban a la vista de todos porque no había bardas y los límites los fijaban acaso cercas de alambre de púas, veía como las ollas estaban a la merced de los perros y los puercos que comían los asientos. Más de un viandante llegó a decir: “Aun así ¡qué sabroso está el pozol!”.

Un platillo cuesta entre cincuenta a ochenta pesos. Un plato de comida corrida cuesta cuarenta pesos. La Coca–Cola de vidrio anda rondando los veinte pesos. Amigo del futuro, si lees esta crónica, esta es la carísima realidad de nuestros tiempos. Lejos quedaron los días en que se comía con poco dinero. Un día de 1992 vi cómo una madre soltera, madre de cuatro, mandó al mercado a uno de sus hijos a comprar para el almuerzo. Con lo equivalente a diez pesos de ahora, aquel muchachito compró cinco de chorizo, dos de jitomates, uno de chiles y dos pesos de tortillas. Aquella mañana, que ahora me parece de almuerzo extraordinario, todos comieron una rica longaniza en chile verde.

Cualquier creyente de la decadencia del mundo, al saber cuánto han subido nuestros alimentos, sostendría, apocalíptico, que el fin de los tiempos ya está en el umbral de nuestras puertas… Y, sin embargo, a la hora de comer, contrariado diría que el buen gusto de la comida permanece a pesar de las asechanzas y de la desidia. Se come sabroso tanto en la casa del pobre que hinca su cazuela llena de tizne en paranguas, como en los mesones más caprichosos y sofisticados. Y no escribo esto porque esté pensando en aquella frase de que “el hambre es la mejor de las salsas”, sino porque en nuestros pueblos, el ingenio de cocineras y cocineros permanece. La intensidad de la luz de la una de la tarde, el circundante calor y la sombra de un pinzán influyen de buen grado en la cocción de los alimentos. El mundo, entonces, gracias a aquellos, no está en decadencia. El día del juicio final, muy a pesar nuestro, quedarán los platos llenos de suculenta comida. Por aquí somos amigos de los ajos y cebollas, atinados amigos de porciones de sal y frecuentadores, estando al pie del molcajete, de las especias, que por acá les llamamos comistraje.

Si la pobreza hace milagros, por aquí hay una pista… Nuestras mesas han resistido los embates de la recaudación avasalladora que está fuera de la ley. Con poco dinero, las familias hacen rendir los jugos, los asados y las salsas. ¡Las salsas! Esa gran creación cotidiana que salva comidas enteras de la insipidez y lo desabrido.

La comida, la hora en que nos sentamos a masticar a dos carrillos, es un rito y una fiesta. Es la hora propicia para la conciliación con uno mismo. Es reposo de las desazones y las preocupaciones cotidianas.

‒¿Qué ha pasado con el pollo?

‒Nada, señito, es el precio fijado…

‒Sí, pero yo lo decía por las pechugas aplanadas. Ya no son como antes, grandotas, macizas, que hasta daba gusto dorarlas… Ahora se desbaratan en los dedos…

 

‒¿Qué ha pasado con el queso, el requesón y la nata?

‒Nada, señito, así nos lo entrega el señor. Y no hay para dónde hacerse ni quejarse.

‒¡Ay, señora! Una es tonta para las cuentas; pero este queso no hace mucho costaba treinta pesos y no más de repente a sesenta.

‒¿Qué quiere, usted? El proveedor nos fija el precio. Uno no es libre… No me haga hablar…

 

‒¿Qué pasa con las carnes, señor?

‒Nada, jefita. Lo mismo que en todo. Ya ve, ¡cómo nos subieron el agua!: ¡tres pesos libres de polvo y paja por garrafón! Pero no se vaya. Dé la vuelta por aquí. No se vaya a caer. ¡Dígame! ¿Cuánto de retazo le doy?

 

El ingenio y el buen sazón es el fuego incesante de nuestras estufas a pesar del gobierno y la impunidad. La compra y venta de chivos y carneros pasan por el monopolio de la ambición y la violencia. El peso de las vacas pasa por la báscula de quinientos pesos. Algo descabellado disparó el precio de nuestros alimentos. La vida cuesta, ya sabemos, pero no debe costar a merced de unos cuantos. La fuente primigenia del flujo de nuestra economía ha sido violada y envenenada. Envenenada porque los comerciantes, a la sombra del ubicuo señor crimen organizado, con artilugios que no les faltarán nunca bajarán los precios.

Durante la madrugada cayó un fuerte aguacero. Una capa tenue de lodo resbaladizo cubre el pavimento de las calles adyacentes de los dos mercados de la ciudad. Los comideros están concentrados en la preparación de sus guisos y caldos. Las nubes van recorriéndose y dejan ver un azul majestuoso. Los primeros rayos oblicuos de la mañana caen sobre los techados de las plazas. Es hora de buscar un desayudo. Tomamos el primer pasillo del mercado y nos encontramos la calabaza enmielada, los camotes cocidos u horneados, los uchepos, que junto con las toqueres, son lo más querido, sencillo y original de nuestra comida criolla. Alguien, en algún lugar lejano estará acordándose de los desayunos de nuestra ciudad y dirá, acaso lleno de nostalgia y tristeza: “Qué sabroso se desayuna en Altamirano… Nada más se necesita dinero…”.

Las toqueres son tan simples que nada más se hacen con la masa de elotes sazones y manteca. Así las hacíamos hasta que la entrañable Luz, Luz viajante, Luz madre, Luz sabia, Luz que crece con el recuerdo nos aconsejó que al amasijo le echáramos harina y azúcar (échenle, guaches, sin miedo), sabedora que así las toqueres ganarían en suavidad y sabor. Así fue cómo crecimos comiendo toqueres y queriendo tanto a Luz…

Y ¿qué les parece si llegamos a donde la moronga? Aún podemos encontrar la cucharada regateadora de cinco pesos. La moronga que se come directa o guisada para que rinda. Moronga del mercado, moronga de Chive que vende en su triciclo y que se ha ganado el gusto criollo del pueblo. En pocas horas acaba las últimas moronas de hígados y entresijos.

Los cocineros, estoicos, esperan con sus rostros iluminados por las buenas esperanzas. Las fondas, el lugar donde los pobres más pobres aspiran a ganarse un taco lavando los platos, esperan a la caterva de comensales de buen diente. Ya humean las cazuelas del aporreado, los asados de pollo y pescado, la panza y los caldos de bagre y camarones. El cuche en chile verde merece mención especial porque hasta en los noventa era el platillo de la comida de los domingos. Cuche picoso. Quien iba al mercado, ya se sabía, regresaba con un kilo de puerco. ¿Y qué decir de las combas? Leguminosas que se guisan igual que los frijoles, nada más con dos o tres ramitas de epazote, son ricas en hierro y más de un glotón internacional ha dicho que son más sabrosas que los frijoles. Las aguácatas, gordas rellenas de combas aún se pueden conseguir en algún puesto desmirriado, desmirriado a primera vista, pero donde uno come a cuerpo de rey.

Agasajemos al familiar o al amigo que nos visita de otra ciudad y para no errarle sentémonos a la mesa de uno de los muchos puestos de birria. Birria de chivo, muy codiciada, ya nada más queda la fama. Pero birria de res, con sus tortillas moradas, auténticas o de color artificial, y con su ración de pico de gallo, el visitante se levantará lleno y satisfecho.

Aunque de mano en mano nos lleguen platillos de otras latitudes y otros sabores, en las fiestas aún no se olvidan los platillos criollos para compromisos sociales: la birria (¿desde cuándo en molotes?: envoltorio en papel aluminio), frijoles puercos, mole rojo y mole verde, muy sabrosos y muy auténticos, que con sus tamales nejos, los podemos lucir en cualquier competencia y salir muy ufanos.

¿Qué decir de las carnitas? En los noventa se acabaron las carnitas al estilo Ciudad Altamirano. Hechas por la Karina padre y la Karina hijo. El vicio y el desparpajo de estos hombres los llevó a otras tierras. Sin embargo, nos hemos llenado de sabrosas carnitas al estilo de nuestro vecino Estado de Michoacán. La Karina hijo, vendía sus carnitas en una carretilla, y era considerado con los guaches pobres y descalzos que le salían al paso porque al despachar, les daba un pedazo por aquello del antojo.

El día descansa en el sopor de las cuatro de la tarde. Los platos se han recogido. Esperan, ya en la tardecita, el movimiento de los puestos de tacos, puestos de comida rápida y cenadurías. Sin leer El progreso improductivo de Gabriel Zaid, muchos lugareños instalaron sus puestos de tacos. La agilidad conque se pone un puesto de cena es un puñetazo a la parsimonia de la burocracia. No hay quien se mofe más de lo institucional que un trapo húmedo que limpia los manteles de una mesa de comensales. “Deme una orden de cecina”, “Otros dos de suadero”, “Yo voy a querer dos de chorizo y dos de tripa”, “¿Tiene de ubre?”, “Vaya a comprarme veinte de vísceras”, son palabras letales para olvidar el diálogo de sordos y la falsa retórica de nuestros gobernantes.

Las horas de la noche se van como agua. Las cenadurías no se dan abasto: “Una carne asada”, “Un pollo en chile seco”… Recorro todos los puestos de cena y me da la impresión que todos se llaman “La Esperanza”. Surgen todos los días. Hay cuadras repletas de puestos de cena. Son la salvación. En el fondo, en Ciudad Altamirano, todos aspiramos a un puesto de cena. Llego a los arrabales, un puestecito de una sola mesa, con un foquito en la pestaña de la casa que riega una luz mortecina, nos espera con unas sabrosas enchiladas rojas y una pieza de pollo dorada. Así de insospechado es el mundo por acá.

En esta temporada de aguas ha llovido poco. Habrá pocas cosechas. El maíz que consumimos es importado por los empresarios tortilleros. De cualquier modo, por las pocas cosechas, los precios subirán. La noche en las calles, sin los puestos, se hace inmensa. El cielo cuenta más de una decena de estrellas. Esta noche no llevará. Yo, que me crie en un puesto de cena, donde escuchaba pláticas de espantos y apariciones, y veía pasar a la pobreza, apuro mi paso para llegar a mi casa.

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