Campo Morado está donde se originan los ensueños. Ahí se puede tocar el azul del cielo y detener el paso de las nubes. Más aún se puede caminar sobre ellas como si se caminara sobre colchones donde se han depositado las semillas de los dulces sueños. Ahí uno se puede poner a contemplar y ver crecer y madurar las ilusiones. Campo Morado es un puro vergel que recuerda las imágenes prístinas del paraíso. La gente que vive ahí siempre se encuentra de paso. No hay nadie que haya echado raíces más allá de dos generaciones.
Las únicas personas que trataron de quedarse a vivir ahí, ya hace tiempo que desaparecieron. Pero por ellas se saben algunas cosas de Campo Morado. Esas personas se hacían cargo de una hacienda caída a menos. Se dedicaban al campo y tenían sus animalitos.
Campo Morado, refirieron, era el mejor lugar para vivir. Esas personas estaban muy a gusto y decían como dicen todas las personas que por fin se hallan en un lugar: “Aquí queremos que nos entierren”. Toda el agua corría por un solo surco, como se suele decir, a no ser por las noches, y más que por las noches, por las pesadillas que a los habitantes les llegaban para perturbarles sus sueños de nubes esplendorosas. Era que en ciertas noches se empezaba a oír un silbido agudo y potente que invadía todos los ámbitos. Al principio decían que era el viento de aquellos rumbos que llegaba en forma de rajadura. Pero aquel sonido, que nadie pudo cantar ni imitar, no era molesto. Se prolongaba hasta muy entrada la madrugada y era entonces cuando su fluido llegaba parejo a los sueños de toda la gente de Campo Morado. Soñaban que de la abertura de un cerro salía un viento potente que bajaba de las faldas del cerro hasta llegar a los patios de las casas. Era un viento de tempestad que podía arrancar de raíz los árboles y arrasar con las casas y todo lo que encontrara a su paso. Sin embargo, durante los sueños, no tronchaba nada. Como un bólido se metía en los cuartos de la gente y ahí se estaba, a una altura que no pasaba los dos metros. Era una materia parduzca que sembraba el temblor de los malos presentimientos.
Las personas de Campo Morado se defendían con la única arma que encontraron: la oración de “El Padre Nuestro”. Sin despertarse, al sentir la materia acechante, rezaban y el viento pardo se esfumaba como un hálito de mecha de vela que se apaga con un suave soplido.
Campo Morado tiene muchos cerros. Puede decirse que es puro cerro. Promontorio de beldad tupido de perene vegetación. Pero la gente de la que les estamos platicando dio con la cueva de donde salía el silbido que les anunciaba sus noches de pesadillas. Encontraron el lugar solo para confirmar lo que habían dicho: que aquel silbido que llevaba el viento y la materia gris era uno de los desgastados artilugios del diablo para perder el alma de los hombres. No temieron. Entraron en la hondonada de la cueva lo más que pudieron. Cortaban con sus machetes el vaho de las serpientes que desde los rincones los acechaban con sus ojos de monedas de oro, cortaban las sicuas y bejucos que amenazan con ahorcarlos y llegaron a un espacio amplio y despejado donde encontraron un montón de costales apilados laboriosamente. Se llevaron los que pudieron cargar. No contenían dinero como llegaron a pensar sino boñiga reseca de burro que ocuparon como sahumerio para ahuyentar a los mosquitos por las tardes.
A todo esto, Campo Morado es tierra rica, como luego se supo, cuando llegaron ingenieros y gente dedicada a las minas. Ahí se establecieron al mismo tiempo que los antiguos pobladores se perdieron para siempre. Los primeros mineros que llegaron, y que habían trabado comunicación con ellos, habrían de divulgar la leyenda que aquellos hombres se habían levantado con arcones llenos de monedas de oro que habían encontrado en una de las cuevas de aquellos cerros. Pero la verdad fue que aquellos hombres, desconfiados de la ola creciente de los nuevos hombres que llegaban, y temerosos de que estos trajeran la destrucción de Campo Morado, se marcharon contra hondón, por los caminos bordeados de voladeros de fantasía.
Campo Morado se llenó de mineros, de trabajadores que llegaban de lugares lejanos y muchos lo hacían con sus familias. Se establecían en cuartitos de madera que ellos mismos construían. Aquel lugar tranquilo fue trastocado por el rugido y el pita que pita de las máquinas que removían las entrañas de la tierra. La gente nunca supo qué materia se extraía. Algunos pensaban que era oro lo que las góndolas bajaban a diario por los caminos de abismo de los voladeros. Pensaban eso los que contaban que los antiguos pobladores se habían marchado cargados de lingotes de oro.
Paulino Bustos llegó a trabajar ahí con muchas esperanzas. Él venía de “abajo”. Allá vivía con Guadalupe, su mujer, y sus cinco hijas. La mayor apenas estaba mudando los dientes y la menor era una criatura de tres meses. Vivían en un cuarto de horcones con techo de láminas de zinc. El cuarto estaba en la propiedad de la madre de Paulino, María Rosario, una mujer aguerrida que la vida la había tratado mal. Su gran temor era quedar güila y no poder servirse por sí sola. A Paulino lo había tenido de una aventura juvenil y había hecho matrimonio con otro hombre de quien había tenido infinidad de hijos. Todos, como Paulino, buenos muchachos de barrio: respondones y trabajadores. Paulino vivió, así parece con el tiempo, muy a la carrera. Muy joven, aún siendo guache, se robó a Guadalupe. Esta era una guacha con mirada reposada y manos de paloma. Y así lo fue siempre, tranquila, amable. Nunca se quejó de nada, ni de los dolores de los partos. Fue una mujer aguantadora hasta poco antes de la muerte de Paulino cuando lo dejó a la deriva. Lo dejó, claro está, después de la mina.
Paulino Bustos se la llevaba tranquila. Trabajaba de todo, un mil oficios de los que abundan en los barrios pobres de “abajo” y de los que suelen presumir que en sus casas no falta la papa. Joven se encontró con el alcohol y tomó como cual más. Otros días se encontró con distintas y novedosas drogas y a todas les entró tupido. Pero ya tranquilo, centrado, se ponía a trabajar y hasta se maltrataba a solas por haber agarrado tantos canijos vicios.
Sus apuros y mortificaciones vinieron después del quinto parto de su mujer. El tiempo se había puesto complicado. El dinero escurridizo no rendía como antes. Él mismo no había corrido con suerte de agarrar buenas chambas. Por otro lado era cuando más necesitaba dinero, por sus hijas y porque por esos días le había entrado macizo al hielo. Cuando le dieron la noticia del nacimiento de su quinta hija, él vio que unos pájaros enormes bajaban en un quejumbroso vértigo para picotearle la cabeza. Esa tarde le había puesto duro a la mentada droga. Ya después, tranquilo, feliz, con su hija en los brazos, contó la visión pero dijo que había sido una pesadilla y le dio su propia interpretación: eran los quince mil pesos que le costaba la cesárea. Guadalupe, que había tenido a sus anteriores hijas de parto natural, con la última la cosa se le complicó. Venía atravesada la guacha. Ni sobadas ni otros artificios de buena partera hicieron que la criatura se acomodara. Paulino se echó a conseguir. Y fue su madre la que le consiguió el dinero, y se lo entregó no sin antes decirle que ya dejara de drogarse. De decirle que esa maldita droga lo llevaría a la tumba. Que lo hiciera por sus cinco lindas nietas. Y Paulino le dio un abrazo a su madre en señal de que la obedecería. Ese mismo día supo que en las minas de Campo Morado estaban solicitando trabajadores y, al día siguiente, ya estaba allá, habilitando su cuarto en la galera de los mineros, acomodando a su mujer y a sus hijas.
Durante los primeros meses, después de la partida de su hijo, María Rosario recibió puntual el dinero de los intereses de los quince mil y otros abonos de otras deudas que Paulino había dejado. Pero después algo sucedió allá arriba porque dejó de mandar los centavos. Ella pagó hasta donde pudo pensando que tal vez Paulino llegaría con la morralla completa para liquidar todas sus deudas. Pero no ocurrió así. María Rosario, agobiada por la miseria de sus otros hijos y de la suya propia, apremiada por los aboneros y acreedores, un día subió a Campo Morado para ver qué estaba sucediendo con su hijo. Y vio lo peor que temía. Su hijo había reincidido. Lo encontró sentado en el borde del único catre que había en el cuartucho. Lo vio atribulado y con la cara de ángel caído. Y a Guadalupe y a sus nietas las encontró tan pobres como nunca había visto a nadie. No era que no hubiera trabajo. Si no que Paulino no había podido con el hielo. En otro tiempo había podido con todas las drogas pero esta llegó en un torbellino de pájaros anunciantes de un futuro triste. El hielo le había hecho tal rajadura hasta el grado de metérsele más allá de los huesos, hasta el tuétano. Aun así, Paulino le pidió disculpas a su madre por haberle quedado mal, porque hay que decirlo: él era un muchacho formal y responsable. Le completó para el interés de dos meses y le dijo a su madre que ahora sí se iba a poner al corriente. María Rosario se regresó desconsolada. Tuvo miedo de tanto voladero y ese miedo, nunca alzó la mirada al cielo de Campo Morado, se le concentró en las rodillas porque por el camino de regreso sintió que se le acabaron los líquidos del buen caminar y empezó a renguear. Cuando llegó a su casa no hizo otra cosa que encerrarse y ponerse a llorar por su hijo echado a perder y porque su vida la iba a terminar como una vieja güila.
Paulino pudo derrotar al hielo. Nadie le creyó. Ni su mujer quien sospechaba que ganaba más en la mina y que por ahí se dejaba su apartadito para surtirse del afamado hielo. Pero la verdad era que Paulino se volvió un hombre callado, taciturno, ensimismado. Todas las tardes, después del trabajo, se perdía en los cerros de Campo Morado para caminar sobre las nubes y dar esos pasos que pocos han sentido dar, pasos como de gigante. Pensaba que el azul glorioso y apacible del cielo de Campo Morado lo habían ayudado a soportar la aguja despiadada del escalofrío y el desquiciante sudor que lo invadían cuando el cuerpo y la mente le insinuaban de modo fehaciente la necesidad de un hielazo. Pensaba en su mujer, en sus hijas y cómo aquel cielo le ayudaba a detener el vértigo de pájaros negros que querían destrozarle el corazón. Pensaba en su madre María Rosario, pensaba en platicarle todo eso luego que volviera a “abajo” y que viera cómo había dejado por fin todos los vicios de este mundo.
En sus caminos de ensueño azul de minero pobre alguien le había contado, más bien le habían silbado la historia de los antiguos moradores de Campo Morado. De cómo habían partido luego de sacar ollas llenas de monedas de oro de la cueva del diablo.
Cuando la gente de la mina veía a Paulino alejarse de las galeras y agarrar rumbo a los cerros pensaban que iba derecho a drogarse. Por ahí llevaría su goterito y en algún paraje retirado se pondría bien mafufo. Así pensaron las personas que lo vieron retirarse la última tarde que lo vieron bueno. Paulino llegó a la cueva de donde salía ese como fluido que llegaba hasta las habitaciones en forma de acechante bólido que sembraba insinuaciones y malos sueños. Entró y caminó sin que nada lo perturbara. Nada más oyó el eco de su voz que parecía que se perdía en un lejano despeñadero de muerte. Oyó el palpitar del miedo liviano por el ruido de los pasos. Atravesó la penumbra enredosa del vaho de las serpientes que pierden a los hombres con la finta de su oropel. Llegó al lugar amplio y despejado donde los antiguos pobladores encontraron los costales apilados por brazos laboriosos. Ahí acometió su empresa que no era otra que la desprestigiada petición del pacto con el diablo. “Amigo —dijo, sabedor que esta palabra es melodía sabrosa para los oídos del diablo—, amigo que con tu mal, ando buscando mi bien…” De lo último que Paulino Bustos tuvo conciencia fue del escalofrío y un sudor que le hicieron tronar el espinazo. Era la misma angustia que le causaba el alfilerazo que le exigía un hielazo locochón. Pero esta vez no pudo ver el azul apacible del cielo de Campo Morado y no pudo sostener la mano para hacer el pacto que desde días antes había deseado. Al otro día lo encontraron en la falda del cerro, lejos de la boca de la cueva. Estaba tirado, mascullando cosas incomprensibles. Alguien quiso entenderle que dijo que el diablo había bordeado todo el cerro junto con él. Estaba desnudo y tirado, en posición fetal. A su lado estaba un costal donde alguien había metido su ropa. Uno de los hombres que fueron a ayudar abrió el costal y vio, no sin repugnancia, un revoltijo de mierda amarilla.
Ese mismo día lo bajaron a la casa de su madre. Ella lo recibió con infinita tristeza. Se lamentaba de la maldita droga y de la hinchazón de las rodillas que no la dejaban caminar y que le producía un dolor comparable solo con el dolor que dan los hijos desde el momento de nacer. Fue cuando Guadalupe dejó a Paulino. En buenos términos quedó con María Rosario: “Suegra, aquí le dejo a Paulino, le aguanté hasta donde él pudo; ahora yo me haré cargo de las niñas”. Y ella, que no podía con el dolor de las rodillas, le dijo que sí, que ella luego la buscaría para ayudarle de algún modo. Le recibió el costal donde iba la ropa sucia de Paulino y lo tiró por ahí, en un rincón donde se tiran las cosas que no se está conforme con recibirlas.
No duró mucho Paulino Bustos. Lo encerraron en un cuarto de muro de concreto, el único cuarto de cemento que había en aquella propiedad. Murió no sin antes destruir todo objeto que alcanzaba con sus manos. La gente diría que sobretodo astillaba las cruces, los crucifijos y las imágenes religiosas.
Después de la velación de ocho días, que su madre, pobre y llena de deudas, y con las rodillas duras e hinchadas, le procuró sus rosarios para el eterno descanso de su alma. Después de la velación, como les decía, su madre quiso lavarle la última cambia de ropa que llevó el día de su desgracia. Buscó el costal que le había dado Guadalupe y metió su mano y donde todos vieron una pululante mierda de loco, ella encontró una fuente inagotable de dinero. Como no queriendo, empezó a extender billete tras billete. Contó todo lo que su hijo había dejado de deudas. Contó todo para cubrir las suyas propias. Contó hasta que la hinchazón y el dolor de las rodillas se le quitaron y pudo caminar como antes de subir a Campo Morado. Y siguió contando sin parar…
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