Un hombre pobre vaga errante lejos de su patria. Su vestimenta y su calzado no mienten de tiempos de penuria. Es un paria. Es un desterrado hijo de Eva. Entonces a su miseria y sed aparece en el camino un ojo de agua, una mujer, una fuente que le volverá la fe y la esperanza.
Este es el argumento de la canción “Modesta Ayala”, cuyo personaje femenino, una aparición que solo la fe y el amor pueden comprender, le dice al pasajero que anda “errante y como misionero” en las calles de la ciudad de Iguala en un día de 1903 ó 1904, que se dirija a Tetecala, su tierra. Ahí, le promete, ella verá por él.
En efecto, el hombre se dirige en su búsqueda. Y en aquel pueblo, por gracia de Modesta Ayala, la vida le cambia: encuentra trabajo y un lugar donde establecerse.
Poco después este hombre movido por la gratitud bien podía decir: “Aquel día mi vida cambió gracias a la Virgen María en advocación de Modesta Ayala”. No es blasfemia. El desenlace de la canción me dará razón.
La vida, guiada por la fortuna y atravesada por la circunstancia está llena de actos inexplicables, de experiencias místicas. Los testimonios de los milagros de la Virgen María en todas sus advocaciones son un ejemplo. A todos nos llega la historia de aquella persona que estando en algún peligro, en algún paraje umbroso del alma o en la adversidad aplastante de la enfermedad, una mujer aparece casualmente y con su sola presencia o con sus palabras da el norte, el remedio para que la vida fluya.
No es de extrañar que en los pueblos donde hay un santuario de alguna Virgen lleguen personas en busca de una mujer que les ayudó a salir de algún peligroso atolladero. No llevan dirección porque la mujer, desinteresada, no quiso darla. Y ante la insistencia nada más soltó el nombre de su pueblo y algunas señas de su casa. Pero aquellas personas no paran en su búsqueda. Le deben la curación de su cuerpo. Recorren el pueblo y los alrededores y no dan con ella. Parece imposible encontrar a alguien con esas referencias vagas. Pero las personas insisten que en mirándola la reconocerán de inmediato. Entonces, ya cansados o por casualidad, entran en la iglesia del lugar, y las referencias vagas de pronto se vuelven evidencias: las paredes de mi casa están cubiertas de platos. Y ya en el altar, extasiados, caen de hinojos y reconocen a la enfermera, a la auxiliadora, que en cuyas manos y palabras hallaron curación.
Un día al escuchar la canción “Modesta Ayala”, interpretada por los Hermanos Záizar, sospeché que tal personaje, “Esa joven tan linda y hermosa”, no era más que la Virgen que se apareció para socorrer al hombre menesteroso. Amorosa y caritativa, mujer cuya sola presencia da alegría a la vista, es fuente de vida y esperanza para el solitario desfallecido.
“Modesta Ayala” es un canto popular que durante más de un siglo, el mexicano, en su ánimo de desterrado y en su pobre y triste condición humana le hace incesante coro.
De vuelta a la historia de la canción, Modesta Ayala, cumplida su misión, y antes de que suban los humos mundanos del hombre, pura y casta, se esfuma. Antes que el pasajero que socorrió le declare sus amores, ella, noble y religiosamente, desaparece:
“Con tres días que estuve en su casa
esa joven perdió su existencia.
Para que hubiera sido mi esposa
Dios inmenso no dio su licencia”.
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