Nuestras fiestas patrias son, con mucho, la celebración que amalgama el entusiasmo de un mayor número de mexicanos. Desde las grandes capitales hasta las pequeñas poblaciones rurales, calles y avenidas lucen en septiembre sus mejores galas. Sobre vías urbanas, tantas veces de superficie accidentada a causa de baches o reparaciones, ondean vigorosas las banderas tricolores, fijadas a cada poste o luminaria, sin importar cuántas horas-hombre, u horas-grúa de canastilla se lleve hacerlo. El objetivo es tener el paisaje urbano vestido para la ocasión.
A nosotros, como habitantes de este prodigioso suelo, en septiembre el nacionalismo nos corre por las venas, como una descarga de amor a México. Nos preparamos con suficiente antelación para la ceremonia del Grito y el desfile cívico militar, en el cual participan contingentes escolares, asociaciones civiles y fuerzas del orden, luego de una preparación castrense, sobre todo en el caso de las escuelas, que habrán iniciado ciclo escolar pocas semanas antes de la fecha.
La música que ensalza nuestras tradiciones históricas se deja escuchar en la radio, a través de altoparlantes, y por supuesto en redes sociales, en las cuales Susana Harp o Luis Miguel, potencian ese gozo mexicanísimo nuestro, con voz y arreglos musicales. De repente se cuela una Adelita, pero es lo de menos. El asunto es exaltar las luchas de nuestros héroes, y como diría el tango, adecuado a lo propio, “Cien años no es nada”. No importa si imaginamos por hoy a Pancho Villa acompañando al Padre Hidalgo.
A propósito de distorsiones históricas, como habitante de la frontera norte del país, observo que, en la Unión Americana, los ciudadanos de origen mexicano celebran más la Batalla de Puebla, que la lucha por la Independencia de México. En un afán de entender la razón, me parece que se identifican más con Zaragoza, quien nació en la Misión del Espíritu Santo de Zúñiga, perteneciente en esa época (tercera década del siglo 19), a México, y que actualmente forma parte del estado norteamericano de Texas.
Volvamos a lo nuestro: Los vibrantes colores de la enseña patria entran por los ojos y van directo al corazón. Nos sentimos muy afortunados de ser mexicanos. Por un rato se nos olvida todo lo que no represente fiesta, lo que en ocasiones conduce a excesos poco afortunados. En esta celebración maravillosa resultan ampliamente gratificados olfato y gusto: En el más mínimo rincón de las calles aledañas al Grito o al paso del desfile, se instalan puestos grandes y pequeños que ofrecen mucho de nuestra cocina tradicional. De nuevo sucede –pero es lo de menos— que podamos degustar tlayudas chihuahuenses o palomas chiapanecas, sin importar que el origen de las primeras sea el valle de Oaxaca, y de las segundas el estado de Sonora. Hay una explosión de sabores en el pozole servido en sus muchas variedades y colores, así como en la inagotable gama de antojitos mexicanos preparados con productos de maíz.
La de septiembre, está pensada como una fiesta familiar. Recuerdo cuando, por un cambio de residencia fuimos a vivir a la ciudad de Durango, en donde entré a cuarto año de primaria en el Colegio Americano. Fue tal mi agrado por la cultura norteamericana, que expresé mi deseo de cambiar de nacionalidad. Mi padre, desconcertado ante el febril entusiasmo de su primogénita, ideó un plan: Para las fiestas patrias viajamos a la ciudad de México, paramos en el Hotel Majestic, frente al Zócalo, y presenciamos el magno desfile. Mediante un par de binoculares, con la guía paterna, me la pasé enfocando los diversos contingentes, los vehículos motorizados, y al presidente de la república, en esa época Don Adolfo López Mateos, y ya para terminar, a los grupos de charros que cierran el desfile. Fuimos a Chapultepec y conocimos en su inauguración el Museo de Antropología e Historia, con sus magníficas exposiciones. Para cuando regresamos a Durango mi padre albergaba la tranquilidad de que yo había comprendido la grandeza de nuestra nación. Y no se equivocó.
¡Viva México! No solamente en septiembre, sino cada día de nuestra vida. Que lo hagamos vibrar más allá de las fiestas de temporada, como expresión continuada de amor a nuestro país. A través del cuidado de su naturaleza y de todo el patrimonio arquitectónico que nos legaron nuestros ancestros. Ese que da cuenta de la maestría con que supieron someter los materiales: labrar la piedra, tallar la madera, forjar el hierro, aplicar la hoja de oro, como una forma de exaltar el tiempo que les tocó vivir. Son obras que nosotros, en nuestro propio tiempo, estamos obligados a preservar y defender, ya que son pedazos de nuestra historia.
¡Viva México! Llenemos los sentidos con la infinidad de expresiones que se dan en esta temporada, hasta el último rincón del suelo patrio. Enseñemos a nuestros niños qué significa ser mexicano, más que con palabras por la ocasión, con el ejemplo cotidiano. Que ellos encuentren en nosotros, cada día, el modelo de mexicano que nuestra patria demanda.
¡Viva México! ¡Viva en cada uno de nosotros! A través del entusiasmo desbordante que a todos nos hermana hoy al celebrar, aun así, con la prudencia cívica necesaria para no terminar en tragedia, en particular a causa de excesos con el consumo del alcohol.
Hay una verdad irrefutable: No puede amarse lo que no se conoce. Esto es, el paso previo para amar a una persona, una causa o una cuna, consiste en poseer el conocimiento suficiente como para comprender su esencia, sus virtudes, las luchas que ha pasado, y sobre todo los sueños que alberga. En el caso de México, abarcar con la totalidad de nuestro ser, el proyecto de nación que inspiró a nuestros héroes de la Independencia. Y por una vez, con total franqueza, preguntarnos frente al espejo, si lo que hacemos día a día por nuestro país, contribuye a alcanzar ese ideal por el que nuestros próceres dieron la vida sin dudarlo.
¡Felices fiestas! Y que ¡Viva México!
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