En esta nueva fase social –que no médica– de la contingencia en México, los analistas comienzan a hacer el recuento de los daños. Por mi parte, voy tomando nota de lo que podría llamar el “conteo de novedades” que nos ha dejado a todos el tiempo de cuarentena ampliada. Un beneficio que en lo particular me ha concedido este período de #QuédateEnCasa es revisar temas de mi interés, que el ritmo habitual de la vida no me permite hacer con la calma que yo quisiera.
Hoy mencionaré un video de Eduard Punset, maravilloso maestro español desaparecido justo hace un año, quien, al margen de sus estudios profesionales de abogacía y su actuación dentro de la política ibérica, tuvo un especial interés en los temas educativos. Su posición le permitió codearse con especialistas connotados, para ampliar su perspectiva sobre lo que él dio por llamar “inteligencia social”. En el contexto de una charla en Islas Canarias, el maestro aborda el concepto de “Educar el corazón”, algo que encontré digno de pensar y repensar. Él sitúa dicha etapa del proceso educativo entre los 4 y los 8 años que, desde el punto de vista del desarrollo psicosocial, período en que el niño adquiere conciencia de sus propias emociones.
La falla en este punto del proceso educativo explica gran parte de la violencia que ocurre en la vía pública hoy en día. Grupos de ciudadanos se lanzan a protestar por alguna causa común, y conforme pasa el tiempo, la energía del grupo se potencia más y más, ya sea por la adición de nuevos miembros o porque cada uno de los participantes expresa mayor encono. Así comienzan a surgir conductas de choque, antisociales, que se alejan del sentido original de la protesta, para terminar en daños personales o patrimoniales de variada magnitud.
En estos momentos algunos puntos de la Unión Americana se han vuelto un polvorín, a raíz de la muerte de un ciudadano afroamericano inerme y esposado, hasta donde la evidencia indica, por el uso de fuerza excesiva al someterlo, después de un incidente menor. Todo ello en la ciudad de Minneapolis, en el estado sureño de Minnesota, una de las entidades norteamericanas que, tradicionalmente, desde el término de la Guerra Civil, ha tenido marcados problemas de discriminación hacia grupos de un origen distinto al anglosajón.
En movimientos colectivos como el mencionado, llama la atención la fuerza que van tomando las acciones con el paso de los minutos y las horas. La adrenalina comienza a correr, y no pocas veces las cosas se salen de todo orden controlable por la vía civilizada. En ocasiones, lo que inicia como una manifestación ciudadana termina en brotes de violencia incontenible. Dentro del grupo, el anonimato concede a cada uno licencia para actuar con desmesura, llegando a niveles terribles. Haciendo uso de una analogía que tiene que ver con la pandemia, en la multitud surge una inmunidad de manada, de modo que solo quienes están más expuestos, en la periferia del grupo, corren el riesgo de ser detenidos. El resto de la creciente muchedumbre avanzará sin problema, hasta el final.
Eduard Punset, con su forma anecdótica y ligera, nos planta grandes verdades. Hace un llamado a padres y maestros a formar ciudadanos, comenzando en esas etapas clave de los 4 a los 8 años. Llama a enseñar a un niño, en el terreno de la práctica, que es la empatía: que aprenda a colocarse en los zapatos de su compañero y así generar la sensibilidad social que el mundo requiere con urgencia. Asimismo, Punset habla de las Inteligencias Múltiples de Daniel Goleman, que en esencia llevan a lo mismo: que cada niño lleve a cabo un ejercicio guiado de autoconocimiento, descubra qué inteligencia predomina en él, y de qué modo puede ponerla al servicio de los demás. A partir de ello se genera un círculo virtuoso: aplico mi inteligencia a favor de los demás, formo parte integral de una colectividad, y por ello recibo el beneficio que aportan las inteligencias de los demás.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, esa fórmula ideal se trabó. La economía demandó que las madres salieran a trabajar fuera de casa, y por su parte, la educación formal se fue orientando hacia una mayor competencia laboral. Escasearon los catalizadores que permitían a esa inteligencia social funcionar para crear redes ciudadanas. Así nos convertimos en individuos carentes de esa sensibilidad social, dentro de grupos donde cada uno piensa en sí mismo y en lo suyo, y deja de lado el bienestar colectivo. No se percibe la necesidad de trascender más allá del entorno inmediato, para desarrollar una sociedad que satisfaga las necesidades de la colectividad. La respuesta que da Punset es así de clara como de dolorosa: En la etapa cuando las emociones básicas deben de conocerse, aceptarse y adecuarse al grupo social, el niño estuvo solo, sin un guía que lo llevara de la mano en el proceso clave de formación ciudadana.
Educar el corazón. Ofrecer al pequeño, en primer término, seguridad. Que él sienta que no está solo, que es aceptado, así como es, sin condicionamientos. Presentarle herramientas que le permitan experimentar y evaluar sus propias emociones. Nada se logra a futuro con decirle al niño “no te enojes”, en el momento cuando está sufriendo una pérdida o una frustración. Es como invalidar sus emociones. En esos momentos se requiere el tiempo y la paciencia de enseñarle a entender qué sucede y cómo puede canalizar dicha energía. Y así con cada una de las emociones, que finalmente no son más que flujos que, bien canalizados, detonan en procesos de crecimiento personal.
Las emociones colectivas que vuelcan de forma incontenible su lava ardiente son el resultado de asignaturas pendientes dentro de la educación del corazón. La contención del daño es el parche de urgencia solamente; el proceso que se orienta de manera inteligente a formar ciudadanos es la cura de raíz.
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