El médico tiene obligación de permanecer al acecho de cualquier situación de urgencia. Es prácticamente imposible desconectarse por completo de los pacientes, así se encuentre en una reunión de su especialidad al otro lado del mundo.
El Dr. Manuel San Miguel Ramos es un cirujano plástico que radica en la ciudad de Monterrey. Egresado de la especialidad del Hospital Universitario UANL, ha dedicado buena parte de su vida a adiestrarse en diversos procedimientos de su ramo, fundamentalmente en la Unión Americana. Combina su profesión quirúrgica con la participación en medios, a través de su página de Facebook y un podcast de emisión periódica.
Su colaboración de este fin de semana ha sido, con seguridad, la más significativa de su carrera: Relata que recibió una llamada telefónica en la madrugada, le solicitan que acuda al servicio de urgencias del Hospital Zambrano a valorar a un paciente policontundido. En un evento público un grupo de jóvenes de la misma edad del joven intentaron atacar a su hermana, él la defendió, y resultó con lesiones que bien pudieron ser mortales. El médico llegó como profesional, y un par de minutos después se quebró: Aquel joven desorientado y sangrante era su propio hijo.
Lo conocemos por el testimonio del mismo médico-padre, quien lo relata a través de una comunicación personal intitulada “La urgencia que pega”. El personaje que otras veces ha animado con su charla, o entretenido cantando de viva voz a su gran grupo de seguidores, ahora tiene dificultades para completar el mensaje, la voz le falla, el llanto amenaza con desbordarse…
Por desgracia no es un caso aislado. La muerte acecha a la vuelta de la esquina, e igual puede ir en contra de niños, jóvenes, mujeres o ancianos, sin distinción de clases sociales. Es un mal endémico que se respira, que amenaza con aniquilarnos. Pareciera que sólo es cuestión de tiempo.
En una reciente sesión de taller literario, reconocí que soy muy reiterativa en la temática que abordo. En ocasiones me sucede que, con la mejor intención, alguien me sugiere temas, que de entrada sé que no voy a tocar, pues simplemente no capturan mi atención. En cambio, algo así, me atrapa y no me suelta hasta que no pongo punto final al texto.
El problema de la violencia nos ha rebasado con mucho. No alcanzamos a entender dónde o cómo se origina un modo de reaccionar así de terrible, que resulta en terribles daños a otros seres humanos. Hay diversos autores que trabajan por diseccionar esta compleja red de eventos, que desembocan en algo como lo relatado en un principio: Un concierto de jóvenes, cuatro individuos que intentan someter a una joven asistente, el hermano la defiende, y es golpeado de manera salvaje. ¿De dónde salen estos personajes oscuros que atacan de este modo?…
Desde principios del siglo pasado se estudiaba la personalidad del individuo capaz de hacer el mal a otro, con abierta violencia, sin mostrar el mínimo signo de arrepentimiento. Los psiquiatras le dieron un nombre y luego otro, para terminar por englobarlo como un desorden o trastorno antisocial de la personalidad. Originalmente se consideró que para su desarrollo era menester una carga genética. Hoy en día investigadores como Iñaki Piñuel, entre otros, determinan que, es tal el grado la influencia del medio en la personalidad del individuo, que aún sin haber predisposición genética, llega a presentarse la conducta antisocial, como podría ser el caso de este grupo de atacantes.
Ubicar el trastorno antisocial como un mal social facilita las cosas. Para Inmaculada Jáuregui, investigadora española, la demagogia economicista ha sido el caldo de cultivo en el cual se gesta lo que ella denomina la “indiferencia social”. Un narcisismo tal, que lleva al individuo a que sólo le importe lo suyo, y nada más. Por este camino él se considera con derecho a conseguir aquello que quiere, a costa de lo que sea, sin reparar en las consecuencias. El sistema genera una vulneración de normas e instituciones, que conduce a una ruptura de códigos de conducta, y deriva en una insania moral en la que “todo se vale”. Las cualidades que determinan el modo de relacionarse unos con otros, para vivir en sociedad, están ausentes. La empatía no existe, y la insensibilidad emocional conduce hacia la crueldad, hasta el punto de no alcanzar a medir el mal que se hace a otros.
Sin tratarse de una esquizofrenia, sí se activa un mecanismo similar al que sucede en esta enfermedad. Hay una escisión entre razón y emoción. Una parte de la personalidad encaja muy bien en el grupo, el individuo es ese líder simpático. La otra parte es siniestra; se activa por determinados elementos, como puede ser el empoderamiento al actuar en grupo o el uso de sustancias tóxicas. Según Piñuel, las personas dejan de tener valor para él, más allá de ser vistos y utilizados como meros instrumentos para la obtención de sus propios fines.
Un concepto muy puntual es el llamado “Anestesia moral”. Esto es, el comportamiento antisocial no se debe a una baja inteligencia ni a una deficiente instrucción. Es el resultado de un proceso formativo orientado hacia el narcisismo social por encima de todo lo demás. Y nosotros, como sociedad, estamos induciendo dicha irresponsabilidad moral, cuando educamos hijos con metas económicas y de pasarela, al margen de los valores humanos. Ese mismo mecanismo nos lleva a minar la figura de autoridad, y a banalizar el mal.
“Todo es relativo”, nos repetimos, como queriendo convencernos a favor de la acumulación de capital. La ética y la moral van perdiendo su lugar en esta larga carrera, donde lo que importa es el dinero. Como caballos desbocados, los valores humanos se van quedando atrás en la carrera de la vida, justo cuando estamos a punto de tomar la recta final. ¿Actuamos como sociedad, o simplemente esperamos a ver cuándo nos toca…?
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