En el mundo México es conocido como un país rico en tradiciones y expresiones culturales. Nuestro patrimonio arquitectónico se suma a paisajes naturales de ensueño. Se engrandece por la creatividad en su música, gastronomía, arte y artesanía, que vuelven los recorridos por grandes ciudades y pueblos mágicos una experiencia inolvidable. Hay playas, bosques, campiñas y desiertos, para turismo tradicional o ecológico. El colorido es interminable. Por algo tantos extranjeros eligen nuestro país como destino turístico.
La idiosincrasia del mexicano, singular amalgama de elementos, afortunada confluencia de dos continentes: Europa y América, que se vuelcan en un mismo punto para crear frescos, altares cubiertos de hoja de oro, orfebrería, textiles o platillos, que le dan fama en el mundo. Esa creatividad hace ensambles únicos que nosotros, como propios, nos hemos acostumbrado a mirar de manera cotidiana, en tanto para el extranjero son causa de profunda admiración.
El pensamiento mágico lo traemos en la sangre como elemento constitucional. Para nosotros es necesario contar con figuras poderosas y temibles, a las cuales complacer para ganar la bonanza, y de las cuales asirnos en tiempos de dificultad. Esa mitología ha avanzado en el tiempo, de modo que la llegada de los españoles y el proceso de evangelización, no hicieron más que sustituir unas figuras por otras. Creer es muy necesario para individuos y grupos; a los primeros los mantiene serenos, máxime en tiempos difíciles; a los segundos los controla.
Un elemento muy notable dentro de esa forma de pensar es la imprudencia. De la mano del dios o el símbolo prodigioso, actuamos como si fuéramos inmunes frente a amenazas reales, capaces de dañar nuestra integridad y quizás hasta provocar la muerte. Dicha forma de pensar llevó al pueblo azteca a rendirse frente a Hernán Cortés, a quien asumieron como Quetzalcóatl. Otro buen ejemplo lo constituye el sacrificio de vidas humanas, como ofrenda para esos dioses portentosos. Ello pierde vigencia hoy, con el surgimiento del método científico, que llega a enseñarnos que nada sucede por magia. Todo fenómeno que se da en forma natural o por intervención del hombre, tiene una causa que lo originó. Hace 350 años se demostró que no existía la generación espontánea. Inicialmente Redi, y más delante Spallanzani y Pasteur, demostraron que ni uno solo de los elementos vivos surge de la nada: la carne podrida no genera moscas de forma espontánea; aparecen moscas porque una de ellas depositó sus huevecillos en dicho alimento, dando pie a su descendencia. Ha pasado todo este tiempo, pero parece que nuestro pensamiento mágico mantiene una peligrosa impermeabilidad a las verdades científicas, que nos coloca en situación peligrosa. ¿A qué voy con ello? En seguida lo comento.
Ha iniciado lo que oficialmente, en el calendario escolar, se denomina: “Vacaciones de Semana Santa”. Arranca en medio de una contingencia que, al menos en teoría, nos debe obligar a reorganizar lo planeado para estas fechas. La cancelación de reservaciones genera descontento y pérdidas al usuario y al prestador de servicios, aun así, la consigna en estos momentos es evitar correr riesgos innecesarios para la salud y la vida. Es increíble observar el flujo de vehículos que abandonan la Ciudad de México con destino a otros lugares. Muchos viajeros –me atrevo a suponer— van hacia playas, y no dudo que se presentarán altercados cuando los habitantes de las poblaciones vecinas intenten limitarles el acceso. Tal vez muchos de los viajeros no vayan a un hotel, sino a instalar una tienda de campaña. Aun así, ese desplazamiento humano eleva el riesgo de contagio. Van a interactuar con otros viajeros, ya sea de la misma Ciudad de México o de puntos distintos, y al final del día, se van a poner en riesgo de contagio todos, comenzando por ellos mismos y sus familias. Si van a llegar a casa de parientes o amigos, reza el mismo principio, está habiendo interacción entre personas de un punto geográfico y de otro, lo que dispara las posibilidades de esparcir el virus.
Viene a explicar lo anterior ese pensamiento mágico tan nuestro: dentro de mi vehículo decreto que no pasará nada, que tendré mucho cuidado, al cabo somos nada más mi familia y yo los que dejamos la ciudad de México para aprovechar “las vacaciones”. Y lo mismo dice cada uno de los ocupantes de los vehículos que viajan delante, detrás y a los lados del mío. Hago como que no los veo, porque no me conviene hacerlo. Sucede como cuando tiramos a la vía pública una bolsa vacía de frituras, o un envase de plástico, y nos justificamos diciendo “qué tanto es tantito”.
En el caso del COVID-19, estamos hablando de una enfermedad capaz de matar a un individuo en 24 horas, para la cual no hay tratamiento todavía. No existe mantra, oración, estampita o relicario capaz de protegernos. Frente a la pandemia, dejarnos llevar por el pensamiento mágico es subirnos a la cuerda floja a 20 metros y sin red. Es asunto de vida o muerte, y la muerte sí llega. El virus es tan pequeño que no lo percibimos; es capaz de llegar a nuestro organismo de diversas formas, con un mismo resultado, que en muchos casos es fatal.
Hay –en todos los niveles– quienes no han comprendido la magnitud del problema, y el hecho de que no hay suficiencia de recursos humanos, materiales e institucionales para atender todos los casos como éstos lo requieren. La forma de salir mejor librados del problema es evitando que se dispare el número de casos, de modo que los recursos existentes en un momento dado consigan cubrir las necesidades de abasto.
#QuédateEnCasa: No es una simpleza. No es un capricho del subsecretario de Salud. Es una forma de no morir nosotros, de prevenir que mueran nuestros seres queridos. Es desterrar la más absurda de las suposiciones, esa que nos lleva a imaginar que, por encima de nuestra negligencia, el cielo se encargará de protegernos.
Ser más humanos
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