Personaje central de la vida social en los tiempos actuales es la imagen. Moneda de cambio en todo tipo de interacciones entre seres humanos de diversas latitudes, edades e intereses. A través de ella nos permitimos elaborar un concepto, comprarlo o venderlo, aun antes de conocer lo que en verdad hay detrás de esa apariencia que se nos presenta de entrada.
La apropiación de las tecnologías de la información y comunicación (TIC) crean un escenario que hasta hace veinte años habría resultado surrealista: En zonas urbanas, la mayoría de los ciudadanos llevan a cabo sus diarias actividades sosteniendo un aparato en la mano, habitualmente un teléfono celular. Han circulado videos que dan cuenta del modo que llega hasta el absurdo, en que personas que revisan su móvil mientras caminan, sufren accidentes catastróficos. A ese grado nuestro apego por la pantalla, que se ha convertido en algo así como una segunda piel, sin la cual sentimos que no podemos vivir.
En países del primer mundo se han venido llevando a cabo estudios, que dan cuenta de la asociación entre uso de redes sociales y depresión, tanto en grupos de jóvenes como de adultos. Subir una publicación con la expectativa de recibir muchos “me gusta” equivale a recorrer una pasarela en espera de aplausos. Si el número de signos a favor de lo publicado es satisfactorio, quien publicó sentirá su autoestima reforzada. En el caso contrario, cuando las expectativas no se cumplen, surgirán sentimientos desde la decepción hasta la franca depresión. Los “amigos” de quienes se esperaba un reconocimiento, no lo están otorgando, lo que merma el bienestar.
Es notable la asociación mental que hacemos entre “amigos” en redes sociales y la sensación de ser aceptados y reconocidos. Nada más equivocado, cuando se trata de internautas con quienes, en la vida real, poco o nada nos une. Es un juego de espejos, como los que colocan en las ferias: hay mil imágenes de nosotros mismos, entre las cuales la imagen más cercana a lo que en verdad somos, se extravía. Tener 1,485 “amigos” virtuales genera en el usuario la falsa sensación de ser muy popular, aunque ninguno de esos amigos estaría a su lado en momentos de verdadera necesidad.
La pantalla, esa gran mentirosa que nos envuelve con imágenes de algo que no es y que, –paradójicamente— nos lleva a crear una realidad a modo, al menos por un rato, antes de confrontarnos con la realidad. Es como un castillo de naipes dentro del cual pretendemos vivir, pero que al primer viento se viene abajo.
El juicio crítico, como seres humanos que somos, se ha modulado de manera que, a partir de una primera impresión, creamos nuestra propia historia. Una imagen acorde con el arquetipo de la persona de éxito abre muchas puertas; la situación se complica más delante, cuando haya necesidad de sustentar esa primera impresión con hechos concretos.
Para ejemplos de lo anterior hay muchos en redes sociales, youtuberos que buscan vender una idea, de manera que harán cuanto sea necesario por mantener determinada postura ideológica. De la intensidad de la reacción que manifiesten los usuarios a su publicación, derivarán beneficios económicos para el creador. Hay ejemplos de grandes montajes que no han sido más que eso, escenarios que proyectan una imagen de algo que finalmente no existe en el plano real. Ahora viene a mi mente uno de los más recientes casos, el de Rawvana, una youtubera vegana que fue sorprendida comiendo pescado. Ese constructo virtual que afirma que ella no consume productos animales, choca frente a la realidad de que sí los consume, y da una vuelta de tuerca con la justificación de la propia youtubera, de por qué lo hace. Lo más honesto hubiera sido anunciar los beneficios de una dieta vegana, y su postura real como ser humano, señalando que procura apegarse al veganismo, pero que no lo hace de manera estricta. Una postura tal –humana—le habría restado popularidad en la red, y habría generado menores ingresos. Una vez más, vemos la imagen en la pantalla como la gran mentirosa, detrás de la cual hay intereses económicos que la impulsan.
Los adultos tenemos plenamente desarrollada la corteza cerebral, por tanto, somos capaces de emitir juicios críticos. Esto, al menos en teoría. Ahora bien, en los niños el desarrollo del lóbulo frontal del cerebro no ha alcanzado su plenitud, además de que a corta edad se carece de experiencia. Uno y otro, estos dos elementos son igual de necesarios para elaborar juicios críticos. Por ello, en los primeros años de vida, una imagen produce un mayor impacto, puesto que quien la recibe, todavía no posee todo lo necesario para discriminar lo real de lo virtual. Proporcionar a un chico un aparato con conexión a Internet, sin supervisión, lleva a provocarle confusión en la percepción de arquetipos para modular su propio comportamiento. Aun así, es muy frecuente escuchar al padre o a la madre diciendo que “tuvieron” que darle al hijo el teléfono o la tableta. Las preguntas serían: ¿Quién los obligó a hacerlo?, y ¿qué hubiera pasado si no dan al hijo el aparato que desea?
En un mundo tan cambiante como el nuestro, es necesario mantenernos en alerta permanente, documentarnos, ir un paso delante de nuestros hijos. Hacerlo por su propio bien, sin sentimiento de culpa. Mientras ellos dependan de nosotros, precisamente a nosotros corresponde, dentro del hogar, ejercer la autoridad. Ser padres no tiene nada que ver con ganar un concurso de popularidad.
La pantalla es la gran mentirosa. Los padres, los capitanes de la nave llamada “familia”, timón en mano, en particular cuando se navega en mar abierto. Es algo que –simplemente- no podemos ignorar.
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